Bin Laden salió de la vida para entrar en la historia. Hasta ahí nada nuevo. La historia, de la cual pocos se acuerdan, está llena de bandidos y terroristas, cuyos nombres y hechos casi nadie recuerda. Los más conocidos son: el rey Herodes, Torquemada, el gran inquisidor, la reina Victoria, la mayor traficante de drogas de todos los tiempos, que promovió en China la ‘guerra del opio’, Hitler, el presidente Truman, que mandó lanzar bombas atómicas sobre las poblaciones de Hiroshima y Nagasaki, y Stalin.
El peligro está en que Osama pase de la historia al mito, y del mito a mártir. Su muerte no debiera merecer más que una nota en las páginas interiores de los periódicos. Sin embargo, como los EE.UU. son un país necrófilo, que se nutre de las víctimas de sus guerras, Obama transforma a Osama en un icono del mal estimulando el imaginario de todos los que, por alguna razón, odian el imperialismo estadounidense. Saddam Hussein, marioneta de la Casa Blanca manipulada contra la revolución islámica de Irán, demostró que el hechizo se vuelve contra el hechicero.
Desde 1979 Osama Bin Laden fue el brazo armado de la CIA contra la ocupación soviética de Afganistán. La CIA le enseñó a fabricar explosivos y a realizar ataques terroristas, a movilizar su fortuna a través de empresas fantasmas y paraísos fiscales, a manejar códigos secretos y a infiltrar agentes y comandos. “Bin Laden es producto de los servicios americanos”, afirmó el escritor suizo Richard Labéviere. Caído el muro de Berlín, desde 1990 Bin Laden pasó a dirigir su arsenal terrorista hacia el corazón del Tío Sam.
El terrorismo es execrable, aunque sea practicado por la izquierda, pues todo terrorismo sólo beneficia a una parte: a la extrema derecha. En la vida se recoge lo que se planta. Eso vale para las dimensiones personal y social. Si los EE.UU. de hoy son atacados de forma tan violenta es porque, de algún modo, ellos se valieron de su poder para humillar a pueblos y etnias. Hace décadas que abusan de su poder, como es el caso de la ocupación de Puerto Rico, la base naval de Guantánamo enclavada en Cuba, las guerras en Irak y Afganistán, y ahora en Libia, la participación en las guerras en Europa Central, la tolerancia ante los conflictos y las dictaduras árabes y africanas.
Ya es tiempo de que los EE.UU., como mediadores, hubieran inducido a árabes e israelíes a firmar un acuerdo de paz. Todo eso fue siendo postergado, en nombre de la hegemonía del Tío Sam en el planeta. De repente irrumpió el odio de forma brutal, mostrando que el enemigo actúa también al margen de toda ética, con la única diferencia de que él no dispone de foros internacionales para legitimar su acción criminal, como es el caso de la connivencia de la ONU con los genocidios practicados por la Casa Blanca.
Quien conoce la historia de América Latina sabe muy bien cómo los EE.UU., en los últimos cien años, interfirieron directamente en la soberanía de nuestros países, diseminando el terror. Maurice Bishop fue asesinado por los boinas verdes en Granada, los sandinistas fueron acosados por el terrorismo desencadenado por Reagan, los cubanos continúan bloqueados desde 1961, sin derecho a relaciones normales con los demás países del mundo, y una parte de su territorio, Guantánamo, continúa invadida por el Pentágono.
En las décadas de 1960 y 1970 fueron instauradas dictaduras en Brasil, Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia, Guatemala y El Salvador, con el patrocinio de la CIA y bajo la orientación de Henry Kissinger.
La violencia atrae violencia, decía dom Helder Camara. El terrorismo no lleva a nada, excepto a endurecer a la derecha y a suprimir la democracia, llevando a los poderosos a la convicción de que el pueblo es incapaz de gobernarse por sí mismo.
No pueden ser sacrificadas víctimas inocentes para satisfacer la ganancia de gobiernos imperiales que se creen dueños del mundo y que pretenden repartirse el planeta como si fueran trozos de un apetitoso pastel. Los atentados del 11 de setiembre del 2001 demostraron que no hay ciencia o tecnología capaz de proteger a las personas o a las naciones. Es inútil que los EE.UU. gasten millones de dólares en sofisticados esquemas de defensa. Sería mejor que esa fortuna fuera aplicada a la paz mundial, que sólo llegará cuando sea hija de la justicia.
La caída del muro de Berlín puso fin al conflicto Este-Oeste. Ahora queda derribar la muralla de la desigualdad entre Norte y Sur. Sin que el pan sea nuestro, ni el Padre ni la paz serán nuestros.
por: Frei Betto
Traducción de J.L.Burguet