Silvio causa amor

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Por Ariel Dacal Díaz

Pocas cosas he sentido más hermosas que un poeta visiblemente conmovido. Eso noté en las imágenes de Silvio, captadas en la entrega de un premio universitario, a causa de su honor. Este hombre trascendente, al tiempo que humilde y tímido, mostró un mundo de emociones en sus ojos, descubiertos, esta vez, de sus ya usuales espejuelos.

Su mirada en ese espacio anuncia una de esas canciones memorables que aún no ha escrito. ¿Cuántas sensaciones se suponen en su manera de observar? ¿Cuántas posibles anécdotas revoloteando sin piedad? ¿Cuántos rostros amados buscaba encontrar en ese instante? ¿Cuánta gratitud aun no dicha? ¿Cuánto dolor vencido, o no? ¿Cuánta deuda de futuro?

Nadie lo sabe. Lo incuestionable es que de aquella expresión de bondad resulta una bellísima pieza de oratoria.

Silvio es otro misterio que nos acompaña, como anotara Lezama sobre Martí. Su instinto insumiso de poetizar la existencia desde el amor, pasando por la sed de conocimiento, la historia, la patria, el mar, la canción, hasta un lobo moribundo, lo coloca en otra dimensión; la que desborda con creces los merecidos honores, aunque no quepa en ninguno, a este hombre de perennes y lúcidas pasiones.

Un tipo que, sin alardes ni empeños, es una suerte de reserva moral de la revolución, en las muchas latitudes en que esta se manifiesta. Siempre él, con la palabra a pie de época y sus contradicciones. Su nueva canción es esperada permanentemente, para entender, para entregar, para avanzar, para suponer lo bueno posible, para encontrar la denuncia justa. Canción donde se aguarda la vitalidad de lo que pareciera derrotado: la libertad, el amor, la vida.

Su poesía, hermosamente cantada, es un adelanto, esgrimido por mucho tiempo y persistencia, del mundo pletórico de sentido ético, moral, cultural, afectivo en el que debemos habitar como condición de sobrevivencia. Su poesía es un espíritu pacientemente liberador: hurga en el saber que humaniza, en las historias del bien, en el canto a la verdad, en el verso que carga contra todo mal.

Su sensibilidad sin límites, esparcida por décadas, en compromiso con la justicia, la dignidad y la belleza, ha deletreado de manera singular la historia cubana, breve e intensa. Nuestros nudos y luces como nación que se desafía a sí misma, encuentran en su decir un rosario de razones para ser comprendida, admirada e impulsada a florecer.

Cierto, no hay dudas, la obra de este cantor hace parte de la banda sonora de la Revolución cubana. A ella debe el estallido y esplendor de su talento, la expresión de su virtud, la conducta de su amor. Silvio es un singular mérito de la cultura musical, literaria y política de esta Isla irredenta. Su obra narra el empeño colectivo, denuncia los entuertos que lo paralizan; es compromiso sin remiendos con el pueblo, incluso cuando ha decidido callar por pudor.

Silvio no es un trovador neutral, de fatua universalidad, cómodo a cualquier oído, seguido por todos los públicos; lo es de quienes salvan, siembran, dignifican, liberan, sanan, enmiendan, sirven, ofrendan, luchan, creen, suman. Es un trovador de gente sensible y buena, atrevida o no, pero buena al fin. No es trovador de la nostalgia, lo es de los empeños que no claudican.

Su guitarra es un arma rebelde que no deja de lanzar canciones esculpidas con delicadeza de orfebre y voluntad guerrillera; inventor de cantos proféticos; artesano de palabras que usa para cazar imágenes totales. Su guitarra es fusil y cruz.

La historia ha sido su tribuna constante, bajo la lluvia, frente al sol, al borde del aplauso; tribuna contra el odio, la mentira, las simulaciones, el robo de los sueños y los caminos torcidos.

Él es de esos hombres buenos que caminan con las manos en los bolsillos, que mordisquea un pedazo de hierba, silba con desenfado, mira con bondad, se sonroja con los halagos, se aleja del oropel. Un tipo tierno y sublime como el arpegio de su guitarra. Hombre bueno que se detiene ante cualquier minúscula cosa y la convierte en verso para toda la vida. Es algo así como un rey Midas de la poesía. Un juglar que nos invita a vivir con la conciencia de existir.

Silvio es utopía al alcance, remedio contra la simpleza, alivio a las incomprensiones, disculpa a la mediocridad, certeza de que hay cosas mejores por hacer, defensa contra la estupidez, elocuente convicción, principio sin rigidez.

Silvio es una emoción que se descubre con el tiempo, bien adentro, sin que se note, apenas, su proceso de germinación. Es una manera singular de sentir, que late desde las raíces hasta el sol. A veces, una necesidad impostergable, abundancia del espíritu, nutriente para el alma, convite a la obra de bien, manifiesto de fe, poesía contra los naufragios de la cotidianidad.

Él genera una relación particular con el amor, ese que no es ni demasiado ni domesticable. Su gracia convida a amar al cisne salvaje, aquel modo del afecto intenso y definitivo aprendido con Wichy, el que habita en una íntima e inasible admiración.

Escucharlo es un ensayo permanente de sencillez, de esencia; el hallazgo de ese «cúmulo de verdades esenciales» que él sabe tararear como un arroyo de frescura indetenible, creíble, apreciable; es asumir que la plenitud no tiene límites, que la palabra buena y bella es un barco en el que cabemos todas y todos, rumbo a la dignidad humana. Su voz, que redime y acompaña, es tan vital como el amor que nos causa.

(Publicado primero en La Tizza)

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