Lo que más recuerdo es su boina roja. Le vi demasiado grande en tan
poco espacio. Olía a jardín. La entrada había sido difícil. Habíamos resistido quince horas de espera días antes y esta vez teníamos el mayor deseo de poder verle en nuestro segundo intento.
Íbamos a un solo paso por aquel largo pasillo multicolor donde se unían la solemnidad, la firmeza, y de vez en cuando algún grito. El salón inmenso estaba lleno de luces, de más colores diversos, de cuerpos esbeltos y ojos enrojecidos. Aparecía una flor, otra, y muchas juntas formando una figura, un nombre.Yo esperaba silencio absoluto, pero mientras me acercaba lentamente distinguía mejor una voz que me resultaba próxima y a la vez lejana.
Era Silvio. Qué casualidad. Encontrar su melodía triste en el mismo sitio al que vine en busca del hombre que desde ahora sólo vería en las multitudes. Con su canto me sentí acompañada ante el miedo de confirmar lo increíble. Tenía ese temor, sin embargo, avanzaba. Una mano y otra iban trazando el camino que formaban los cuerpos esbeltos.
La respiración era más honda y el olor a jardín más intenso. Miraba hacia abajo, tal vez debido a aquel mismo miedo. Por cada losa que dejaba atrás subía un poco la cabeza. Entonces vi la franja amarilla y las primeras estrellas. Estaba cerca. La espera había sido larga y ahora no sabía si quería llegar o no, pero avanzaba.
Silencio. Sólo Silvio canta. Ya vi su boina roja, luego su frente ancha, sus ojos dormidos, su nariz andina, sus labios extrañamente quietos. Recorrí brevemente su torso y lo vi lleno de gloria. Me parecía demasiado grande en tan poco espacio.
Cerré los ojos y lo vi mejor. Dejé de oir a Silvio y escuché su canto de combate. “¡Gloria al bravo pueblo!” Mi segundo con el comandante había terminado. Abrí los ojos y allí estaban las lágrimas más sentidas que había visto en toda la multitud, el rostro estremecido que mezclaba dolor y fuerza. Era su madre.
Después no vi más nada ni escuché a nadie. Estuve un largo rato en silencio hasta aquel grito de una mujer que se había desmayado con la mano izquierda alzada. En ella sostenía la constitución. Entonces volví a escuchar a la multitud y perdí el miedo. “¡Chávez vive! ¡La lucha sigue!”