Por Ariel Dacal Díaz
Pocas palabras hay tan malgastadas como la palabra “amor”. En sus diversos usos, o más bien en las actitudes que lo evidencian, hay tanto de cursi como de esencial.
El amor es un tipo de relación del ser humano consigo mismo y con el mundo que lo circunda. Es un hecho cultural, político, estético, cognoscitivo, afectivo. Tiene tantas interpretaciones como visiones del mundo hay, como comportamientos individuales y colectivos se perfilen, como normas, mandatos sociales y estructuras asentadas, como aprendizajes que, más o menos conscientes, llevamos a cuestas.
Esta palabra, universo en sí misma, se presenta muchas veces en clave de binomios excluyentes: ser/tener; placer/emoción; independencia/posesión; exclusividad/amplitud; renuncia/crecimiento; límite/expansión; sacrificio/aceptación; igualdad/subordinación; dependencia/complementación; vivir/morir…
La base del amor cursi es la posesión, la propiedad sobre lo amado. Se trata de elegir el desafío de desaprender el amor cursi y descubrir ese amor ontológico que está en la condición humana.
En los tiempos que corren abunda una comprensión, digamos cursi, del amor. Una suerte de conducta ideal, manualezca, repetitiva y poco flexible; estrictamente biológica y psicológica. Parece un paquete completo, con rituales y afirmaciones propias, que aparece, más que todo, como dádiva del destino.
El sentido cursi del amor es afín a la mercantilización, a la empresa, a la inversión, al contrato. Implica sujeción; pretende hacer ver definitivo lo que, por naturaleza, no lo es; subordina los contenidos del vínculo amoroso a las formas que lo moldean. Es un modo de enclaustrar la rica diversidad que somos en asimetrías de poder, homogeneizaciones y jerarquías; todo en nombre de bellos afectos.
Se simboliza en el modelo Disney, o de Hollywood, conocido también como amor romántico; tan nocivamente expandido en novelas, canciones, películas, series, poemas, a las que todas y todos hemos tenido acceso, y de las que hemos padecido alguna influencia.
Esta manifestación del amor se sustenta en preceptos como: el amor todo lo puede; la media naranja; quien bien te quiere te hará llorar; el amor a primera vista; los celos son prueba de amor; todo se perdona por amor; la pasión eterna; sin pareja no hay felicidad; sin ti no vivo… (Usted puede ampliar este listado).
¿Quiénes se benefician de esta comprensión del amor? ¿Tendrá alguna relación con la desigualdad, los privilegios, la violencia y las exclusiones? Dejo estas preguntas en el tintero.
Lo cierto es que existen, y persisten, modos alternativos del amor, disruptivos, contestatarios, desafiantes; modos que deconstruyen aprendizajes, al tiempo que intentan enraizar otras comprensiones, comportamientos y estructuras. Modos que, por cierto, no renuncian a la pasión, la intensidad, el goce y el misterio que otorgan carácter único al amor.
Se trata de una comprensión del amor, digamos ontológica, que expresa una relación activa con la libertad, las emociones, la dignidad, el poder simétrico, la “democracia afectiva”, el encuentro equitativo; suerte de amplitud y búsqueda infinita de la condición humana. Tiene plenitudes y modelos insospechados; es creación, invento particular y permanente.
El amor esencial comprende su lugar en la realidad y los modos de transformarla; cuestiona, denuncia y anuncia; reconoce su historicidad, tanto como su biología y su psicología. No es una condición inmutable, sino que va siendo; es un proceso constante.
Algunos de sus preceptos subrayan que el amor no está por encima de todo; no se mataría en su nombre; nada es para toda la vida; no hay posesiones; el amor no es una empresa, no es censura o prohibición; no existen las medias naranjas, sino personas enteras; mejor compartir para que cada persona sea una; el amor está en sus hechos… (Usted puede complementar esta lista).
Desde una perspectiva cursi, el amor estaría en el aire, condicionado por lo que el mundo pueda dar. Sin embargo, donde sí está es dentro de los individuos, condicionando la manera en que nos relacionamos con la realidad, sin pretender determinar su curso, que atraviesan infinitas variables fuera de nuestro control.
El amor se activa en el acto de entregar, de descubrirse uno mismo y a los demás, descubrir al ser humano —o lo que es alcanzable a conocer de ese misterio. Es una actividad, no un afecto pasivo, tal como explicaba Eric Fromm, e implica cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento.
El amor es cuidar la vida y el crecimiento de lo que amamos (hijos e hijas, amistades, pareja, proyectos, naturaleza). Se cree en el amor si se ve el cuidado. Fromm entendía que el amor es trabajar por hacer crecer, de lo cual deriva la responsabilidad de estar dispuesto y dispuesta a “responder” a las necesidades físicas y psíquicas de la otra persona.
El respeto cobra significado, desde esta lógica, en la preocupación por que la otra persona crezca y se desarrolle tal como es, en la forma que le es propia; para ello es imprescindible conocerla profundamente, no solo poder saber qué le pasa, sino por qué le pasa. El respeto solo existe sobre la base de la libertad para ser, y solo se ama lo que se conoce.
De lo que se trata es de elegir el desafío, con honestidad, valentía y humildad, de desaprender el amor cursi y descubrir ese amor ontológico que está en la condición humana, el que se encausa en el arte de amar propuesto por Fromm, en la asunción de que si puedo decirle a alguien “te amo”, debo poder decir “amo a todos en ti”, “a través de ti amo el mundo”, “en ti me amo también a mí mismo”.