Entre el 11 y el 13 de diciembre de 1981, el batallón Atlacatl, el primer batallón de reacción inmediata del ejército salvadoreño, equipado y entrenado por Estados Unidos, masacró a más de mil personas, en seis cantones, localizados en las municipalidades de Meanguera y Joateca, en el departamento de Morazán. Según el Informe de la Comisión de la Verdad, los oficiales al mando del batallón Atlacatl en el momento de la operación fueron: el teniente coronel Domingo Monterrosa, el mayor Natividad de Jesús Cáceres, el mayor José Armando Azmitia; los comandantes de campaña: Juan Ernesto Méndez, Roberto Alfonso Mendoza y José Antonio Rodríguez; el capitán Walter Salazar y José Jiménez.
Por esta masacre y por las aberrantes violaciones de derechos humanos cometidas por instancias del Estado en tiempos de la guerra, el Presidente salvadoreño, Mauricio Funes, pidió perdón a las familias de las víctimas. El hecho en sí mismo tiene una importancia histórica y humana porque se comunica verdad sobre los hechos y se dignifica a las víctimas. Además, se hace en el contexto del veinte aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz, cuyo espíritu inicial fue refundar la sociedad salvadoreña sobre la verdad, la justicia y la democracia. En definitiva, la acción del Presidente fue por lo menos un acto de desagravio y de reivindicación moral para las víctimas frente a sus verdugos del pasado.
En lo que respecta a la verdad de los hechos – cuyos datos están bien fundamentados y son conocidos desde hace años – la petición de perdón pronunciada por el Presidente, incluyó: el reconocimiento de que tropas del Batallón Atlacatl asesinaron a cerca de un millar de personas no combatientes, la mayoría niñas y niños; la aceptación de que dicha masacre –cometida hace 30 años– fue un crimen de lesa humanidad que se pretendió negar y ocultar de forma sistemática; la referencia explícita de los responsables que deben conocerse, entre ellos, el teniente coronel Domingo Monterrosa; la convicción de que no se puede seguir enarbolando y presentando como héroes de la institución militar y del país a personas que estuvieron vinculadas a graves violaciones a los derechos humanos; y la necesidad de que, como Estado y sociedad, se expresara públicamente arrepentimiento por semejante barbarie.
Por otra parte, en lo que toca a la dignificación de las víctimas y sus familiares, el presidente hizo al menos 9 compromisos, entre ellos: iniciar un censo que permita conocer el número exacto de víctimas, así como las necesidades más apremiantes y los principales problemas que enfrentan las comunidades de la zona; declarar como bien cultural el sitio donde ocurrió la masacre; responder de manera inmediata a los principales padecimientos físicos y psicológicos que sufren muchas víctimas; implementar una serie de medidas de apoyo a los sectores productivos del lugar; y desarrollar – en el Norte de Morazán – el segundo emprendimiento de Territorios de Progreso.
El gesto del Presidente, por tanto, parece ser más que un acto simbólico, tiene características de ser un verdadero programa que repare, restituya, rehabilite y compense a las víctimas y sus familiares. No obstante, tiene algunos vacíos o ausencias. Citamos al menos tres: En primer lugar, la actitud pasiva del Presidente con respecto a las reiteradas recomendaciones y solicitudes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, orientadas a realizar acciones para derogar la Ley de amnistía vigente desde marzo de 1993, que sigue siendo fuente de impunidad y negación de justicia para las víctimas; en segundo lugar, la ausencia de compromiso para promover la integración a la legislación interna de importantes tratados internacionales de derechos humanos que pueden garantizar la no repetición de hechos considerados de lesa humanidad; finalmente –y quizás más difícil de realizar– no pocos esperaban que el Presidente se comprometiera a abrir los archivos de la Fuerza Armada para que puedan ser examinados, por los representantes de las víctimas, que también reclaman verdad y justicia por violaciones de derechos humanos por parte de organismos del Estado.
En suma, buscar verdad, justicia y resarcir en la medida de lo posible los daños cometidos, son condiciones necesarias que requiere la paz salvadoreña al menos en su deuda con el pasado. Cierto es que las violaciones flagrantes de los derechos humanos que estremecieron a la sociedad salvadoreña y a la comunidad internacional, no fueron realizadas solamente por personas integradas a la Fuerza Armada, sino también por los insurgentes. Pero no menos cierto es que en cantidad y en gravedad la mayor responsabilidad recae sobre los militares de esa época. Algunos preferirían que no se hablara de estos temas, menos en el contexto de la conmemoración de los Acuerdos de Paz. Siguen creyendo que el olvido y la Ley de amnistía son factores necesarios para superar las heridas del pasado. Los que así piensan no son realistas ni éticos, porque ni el pretendido olvido ni la Ley de amnistía han logrado cerrar las heridas causadas por tanto sufrimiento, y, por otra parte, está suficientemente demostrado que sin verdad, justicia, reparación y perdón estaremos muy lejos de una verdadera reconciliación nacional, uno de los principales objetivos que se trazaron en los acuerdos de paz que, a veinte años de la firma, sigue siendo una asignatura reprobada. La acción de desagravio hecha por el Presidente Funes en El Mozote, ha dado paso nuevamente al grito profundo de “nunca más” a los crímenes contra la humanidad, el encubrimiento y la impunidad.
por: Carlos Ayala Ramírez es director de radio YSUCA, El Salvador.