Ante todo quiero expresar, a nombre del Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello (ICIC), nuestro reconocimiento más sentido a los funcionarios de la Organización de las Naciones Unidas que han desempeñado un papel muy importante en la convocatoria y organización de este Seminario. Ustedes han hecho una demostración de excelente disposición, comprensión de la relevancia de esta tarea y colaboración efectiva. Al tener la satisfacción de reconocerlo, debo agregar que esa actitud de ustedes constituye para mí una esperanza, frente a la decadencia tan deplorable que registra el papel de la ONU ante las iniquidades que suceden en el mundo actual.
Este encuentro académico y cultural se propone aprovechar la proclamación de 2011 como Año de los Afrodescendientes para dar un paso más en las actividades y los estudios sobre estos temas. Resulta una actividad positiva para el tema que nos convoca, porque nos permite a los activistas y estudiosos que vivimos lejos unos de otros conocernos mejor, intercambiar ideas, preguntas y propuestas, y sobre todo porque aumenta nuestra conciencia de lo que significa este campo de problemas en América y en el mundo actual, y de la necesidad de que actuemos sin dilación para enfrentar los desafíos extraordinarios que ya están planteados. Si le sacamos provecho como evento de análisis y como lugar de propuestas de acción, puede llegar a ser un hito en el largo camino.
En cuanto nos asomamos a las denominaciones que hoy intentan describir a los que vivimos en este continente, nos encontramos con cuestiones fundamentales para explicarse el mundo del último medio milenio. Durante toda esa larga época, la América Latina y el Caribe han sido encuadrados sucesivamente en los mapas mundiales del capitalismo, como una región siempre subalterna y en explotación. El colonialismo y el neocolonialismo son dos conceptos clave para comprender esos encuadres sucesivos tanto en los análisis que se hagan desde el ángulo económico, como desde los ángulos político y cultural. En los hechos y los procesos reales, estos tres aspectos están muy interrelacionados y solo pueden explicarse integrándolos en totalidades de conocimiento, aunque es imprescindible investigar y profundizar en cada uno de ellos.
Para desarrollar su sistema y multiplicar sus avances, la modernidad capitalista saqueó a fondo el planeta, aplastó comunidades y culturas, esclavizó a decenas de millones de personas, destrozó formas de vida y de producción, explotó el trabajo, desbarató o prostituyó complejas organizaciones sociales y erosionó el medio ambiente a escala universal. Ya en 1524, Hernán Cortés le recomendaba al emperador Carlos V ordenar a sus súbditos que colonizaran a México, en vez de limitarse a depredar el país. Tres siglos y medio después, Carlos Marx explicaba que el capitalismo no es sobre todo un modernizador de las sociedades, sino un devorador de ganancias, que para obtenerlas no desdeña utilizar las formas más brutales o “arcaicas” de producción y relaciones sociales o el saqueo, junto al dinamismo colosal y las revoluciones continuadas de las condiciones económicas que lo caracterizan. América fue sometida a un despoblamiento genocida de sus habitantes autóctonos que no tiene paralelo, pero también a un poblamiento forzado mediante el mayor traslado de seres esclavizados de la historia humana, desde África. El afán de lucro creó y desarrolló el horrible negocio de comprar y usar personas como esclavas, despojarlas de todos los rasgos de su condición humana y su cultura que pudieran perjudicar a su explotación, y estrujarlas en el trabajo hasta la muerte. Sobre la base de este sistema infame fue que pudo desarrollarse el capitalismo.
Sidney Mintz escribió que no comprendía cómo se asociaba a los negros a la marginalidad, cuando han estado tanto en el centro del modo de producción. Pero es que el sistema de explotación y opresión capitalista necesita convertir sus hechos y sus procedimientos —aun los más criminales— en el orden de cosas que se considere “normal”, y construir una hegemonía que incluya la generalización de creencias que le favorezcan y que ayuden al consenso de las mayorías con el propio sistema de dominación. Toda dominación establecida es cultural. Al racismo impuesto por todos los medios materiales y legales, y apoyado en tradiciones de exclusión y menosprecio, lo acompañó y sucedió —con el auge del progreso y la civilización— el racismo “científico” como forma de naturalización de la desigualdad entre los seres humanos. Durante generaciones después del fin de la esclavitud, haber sido esclavo, ser descendiente de esclavos, fue una marca y un descrédito para las víctimas, y no para los victimarios, protegidos por un manto de olvido, que si a ellos les convenía, parecía conveniente también a los negros y mestizos, para ir mereciendo más aprecio social. Un hecho social de un peso formidable estuvo en la base de la factibilidad de ese mundo ideal: los cambios en los modos de explotar el trabajo y dominar a las mayorías dejaron a los descendientes de los esclavos en una situación de franca y brutal desventaja, en cuanto a medios de vida, capacidades, oportunidades, lugar social y otros aspectos, desventaja que debía con el tiempo reforzarse y tender a la permanencia.
Hoy constatamos las situaciones de franca desventaja en que vive la mayoría de esa parte de la población de la región. Entiendo que esto se relaciona íntimamente con las secuelas de la esclavitud y la persistencia del racismo, pero al mismo tiempo con el desarrollo histórico de sociedades regidas por sistemas de capitalismo subordinado a los centros imperialistas, en las cuales las mayorías sufren explotación, falta de oportunidades y servicios básicos, diversas formas de dominación y exclusiones.
Creo en la necesidad de desarrollar el rescate y la valoración positiva de los aportes y las identidades de los llamados afrodescendientes, el conocimiento de los problemas que afrontan en la actualidad y las vías para superarlos. Después de un prolongado y complejo proceso histórico, los descendientes de aquellos africanos y africanas comparten la identidad del conjunto de los pueblos y naciones que contribuyeron a formar con su trabajo, las culturas que portaban, sus sacrificios, sus vidas y su participación en los movimientos políticos por la libertad, la soberanía y la justicia social, y también esos descendientes se reconocen y son identificados respecto a características procedentes del tronco originario de sus antecesores. Y considero necesaria la progresiva integración de las acciones prácticas y los estudios en este campo con las luchas latinoamericanas por la plena soberanía, la autodeterminación y transformaciones sociales profundas a favor de las mayorías, y con procesos de integración que potencien la independencia efectiva, las relaciones y la solidaridad entre sus países y el desarrollo del bienestar de sus pueblos.
Es natural que en los intercambios intelectuales entre los que tenemos propósitos e ideales comunes tengan su lugar los análisis de las cuestiones de cada país. Por otra parte, Cuba ha desarrollado y mantiene una experiencia singular en América, que incluye un acumulado cultural muy notable en cuanto a los temas de este Seminario. Permítanme entonces hacer un comentario personal, forzosamente parcial, sobre algunos aspectos de la cuestión racial dentro del proceso de la Revolución y en la actualidad. Aunque no lo abordaré aquí, nunca debemos olvidar la importancia descollante de las revoluciones, los complejos culturales populares y los proyectos cubanos en las relaciones interraciales y la integración nacional.
La Revolución emprendió desde 1959 una transformación de las personas, las relaciones sociales, las instituciones y otros aspectos de la vida social y el país en su conjunto que resulta incomparable a cualquier hecho histórico anterior —excepto la colonización de Cuba por los europeos—, por su profundidad, su carácter abarcador y sus consecuencias.
La vida de los no blancos sufrió un brusco cambio sumamente positivo, y comenzaron procesos paulatinos de ascenso de su calidad de vida, sus expectativas, su estima y su prestigio social. El racismo sufrió una gran derrota en su naturaleza, sus manifestaciones y, ante todo, en las bases que tenía en el sistema social de dominación burguesa neocolonial. Pero hubo dos ausencias fundamentales en la política de la Revolución en este campo. Una fue consecuencia del propio proceso: la lucha por la obtención de la unidad del pueblo y de los revolucionarios, y su conversión en un principio central de la ideología y las prácticas políticas. Además del carácter unificante que posee toda gran revolución, las diversidades sociales fueron obviadas ante la unidad, y sus problemas no se atendieron a fondo, e incluso fueron sacrificadas cuando se consideró necesario. Ese hecho se reforzó por el peso inmenso y abarcador de la politización en la vida social de la población.
La lucha contra el racismo formaba parte de la Revolución, pero no fue una de aquellas banderas suyas que eran asumidas por el pueblo con un ardor avasallador que rendía oposiciones, escollos, tradiciones y prejuicios, y eran organizadas por el poder revolucionario para darles viabilidad y efectos permanentes.
La otra ausencia provino del recorte del alcance de la Revolución que sucedió a inicios de los años 70. El ciclópeo trabajo de modernizaciones emprendido entre todos y guiado por el poder revolucionario en su primera etapa incluía la comprensión de que la modernización tenía que ser al mismo tiempo criticada, comprendida y denunciada como un peldaño que la dominación puede ascender sin dejar de existir, y que puede terminar en la “normalización” de las cosas y el fortalecimiento de una nueva forma de dominación, modernizada.
En la segunda etapa, iniciada con los años 70, esa comprensión se fue perdiendo y abandonando, lo que ha ocasionado un daño grave al proceso. El combate a ese retroceso fue incluido en el proceso llamado de rectificación de errores, de la segunda mitad de los años 80. En estos últimos 20 años, esa grave deficiencia de la conciencia y la crítica socialistas sigue vigente, aunque los datos del problema han cambiado mucho.
Por la primera ausencia se abandonó prácticamente la concientización antirracista y la elaboración de una estrategia de educación de los niños y jóvenes —y de reeducación de los adultos— para una integración socialista entre las razas en Cuba, a pesar de que las tareas y los logros de la Revolución le hubieran brindado un suelo óptimo. Al contrario, se veía mal referirse a cuestiones “raciales”, las cuales serían “rémoras de la sociedad anterior” que el socialismo en general liquidaría.
La segunda ausencia estimuló el individualismo egoísta, la formación de grupos privilegiados y retrocesos notables en la ideología revolucionaria, a pesar de que la expansión y sistematización de los logros de la Revolución y de las acciones internacionalistas brindaban un suelo muy favorable y apropiado para continuar la política de relaciones dialécticas entre la liberación y las modernizaciones, gobernada por la primera y con procesos de concientización correspondientes. Los resultados fueron muy contradictorios, tanto a nivel del país en su conjunto como al de las personas.
En la cuestión racial fueron muy positivas en esta etapa la maduración de las relaciones interraciales en la vida de los individuos, la universalización de la educación y su papel destacado en el ascenso social y el prestigio, la preocupación por que los no blancos tengan una participación mayor en las instituciones y la parte que les tocó a estos en el aumento del bienestar material que se produjo. Pero el paradigma civilizatorio que tendió a predominar contenía latentes elementos del orden burgués que lo creó, y para este los pobres son individuos ineptos o que no cuentan, y los no blancos son seres inferiores.
En la actualidad el problema tiene dos aspectos discernibles: realidades desventajosas, que incluyen los niveles de pobreza, y el relativo a persistencias del racismo. En las tres primeras décadas después de 1959 la vinculación entre ambos aspectos fue, a mi juicio, la menor a lo largo de toda la historia de Cuba; en las dos últimas ha crecido, pero está lejos de ser lo determinante en cuanto a las manifestaciones de racismo. Quiero resaltar que para analizar todas estas cuestiones es imprescindible tener en cuenta las diferencias de los problemas en los diferentes medios sociales existentes y los correspondientes ambientes que en ellos cristalizan.
El combate a las desventajas “objetivas” que padece una alta proporción de los no blancos debe formar parte, sin duda, de una política revolucionaria socialista general que favorezca a las cubanas y cubanos de cualquier color de piel que padezcan esas situaciones. Pero es imprescindible añadir una política especializada —bien fundamentada—, dirigida a erradicar o disminuir las situaciones de personas y grupos no blancos que se deben a una reproducción continuada de sus desventajas que se convierte en formas culturales, y las que se deben a relegaciones y discriminaciones por causas raciales. En el diseño y en la instrumentación de esa política deben ser determinantes la participación, juntos, de especialistas y de personas que forman parte de los grupos en desventaja, y la voluntad de no permitir que se reduzcan a acciones administrativas que se rutinizan, decaen y finalmente desaparecen.
El segundo aspecto proviene de las discriminaciones y prejuicios que configuran la persistencia del racismo. Quisiera hacer una distinción previa a mi comentario. Todos los logros científicos recientes ratifican y demuestran la ausencia de diferencias “naturales” entre los diferentes grupos de la especie humana que son clasificados como “blancos y “no blancos”. Eso está muy bien, pero no impide la existencia de las razas como construcciones sociales históricamente determinadas, siempre ligadas de un modo u otro con la exclusividad y superioridad de unos y la identificación de los otros como seres incompletos o inferiores. De manera que afirmar que “no hay razas” no resuelve en realidad los problemas del racismo.
En un sentido opuesto, la afirmación de que los no blancos “somos diferentes” y debemos centrarnos en obtener un reconocimiento respetuoso de nuestra diferencia me parece errónea. Es peligrosa en la práctica, porque debilita la pelea por la igualdad real y total —y no meramente escrita en los textos— de todos los cubanos, y hasta parece desistir de ella; y es ambigua, porque en su posición cabe la aceptación tácita de un digno segundo lugar en la sociedad y una ciudadanía de segunda, y las divisiones consecuentes, entre negros y mulatos, y entre los que se reconocen “de color” y los que tratan de “parecerse al blanco”, ser aceptados por él y hasta “traspasar la línea del color”. Eso se parecería demasiado al mundo que conocí en mi niñez. Una cosa es la riqueza maravillosa de las diversidades —y la legitimidad de identidades que existen inscritas en otra más general—, y otra es refugiarse y resignarse a la manipulación practicada y teorizada en el mundo desde hace algunas décadas, mediante las cuales se les reconocen a los que hasta ayer fueron colonizados, explotados, oprimidos y tenidos por seres inferiores sus identidades como grupos, y hasta se les celebran, para que se solacen y se conformen con ellas, en vez de pretender su liberación de todos los yugos y una vida más plena, en la que sean dueños de sus países y de su trabajo, participen como iguales en la dirección política de la sociedad y tengan acceso al bienestar y las conquistas que ya existen en el mundo.
En los últimos 15 años ha ido creciendo la percepción del problema de la persistencia del racismo y el rechazo de sus graves implicaciones, en sectores cada vez más amplios y en un buen número de instituciones; el presidente Raúl Castro lo ha expresado en duras palabras. Pero todavía estamos lejos de una conciencia nacional fuerte, generalizada y decidida a actuar en consecuencia.
Los problemas del racismo en la Cuba actual han sido abordados en numerosos espacios de debate y algunos de estudio, y hoy contamos con una buena cantidad de documentos e investigaciones sobre el tema, especialistas y activistas habituados a tratarlo y propuestas concretas de un notable valor. Sería lógico agregar que ya están en marcha una estrategia y un gran número de acciones y campañas para enfrentar, batir e ir erradicando esta lacra tenaz de nuestra sociedad. Pero eso todavía no está sucediendo. En la identificación, el rechazo y la lucha contra el racismo existen serias diferencias entre la posición oficial de la Revolución y las ideas que manejamos nosotros, por una parte, y lo que sucede en la práctica social, por la otra. Pienso que las propuestas, el debate, la divulgación y las acciones concretas antirracistas abatirán esa brecha.
Si miramos la específica cuestión de las razas y el racismo desde una perspectiva más general, pueden entenderse mejor sus problemas y los caminos de su superación. El racismo hoy, con todo y sus antiguas raíces, está ligado a los efectos que ha tenido la crisis desatada en los años 90 sobre los grupos menos favorecidos de nuestra sociedad, pero también está ligado a la disgregación social, al apoliticismo, a la conservatización de la vida social y otros fenómenos desplegados en estas dos últimas décadas. El racismo favorece a las necesidades ideológicas de aquellos que aspiren a un regreso mediato al capitalismo, porque es una naturalización de la desigualdad entre las personas, algo que nadie admitiría en la Cuba actual si se planteara respecto al orden social en general. Por tanto, con mucha más razón tenemos que desarrollar y hacer triunfar el antirracismo: la lucha por la profundización del socialismo en Cuba está obligada a ser antirracista.
No quiero terminar sin sumarme a un planteamiento que nos han hecho hermanos queridos y solidarios. Cuba es el país de este continente que ha realizado tareas maravillosas que establecen la dignidad de la condición humana, los derechos iguales —vitales y ciudadanos— y grados muy notables de bienestar de los descendientes de aquellos africanos que fueron traídos a la Isla como esclavos. Es el pequeño país que ha logrado cambiar la vida a favor de las mayorías, redistribuir la riqueza y garantizar los servicios sociales y la pacificación de la existencia a un grado ejemplar, ha logrado la plena soberanía nacional y la ha defendido victoriosamente frente a la agresión sistemática y la enemistad de la mayor potencia imperialista del planeta. Por ese proceso único y por su solidaridad internacionalista con los pueblos, goza de un inmenso prestigio en todo el continente. Pero la voz de Cuba resulta muy insuficiente en el terreno de las luchas y las ideas de los descendientes de africanos por sus identidades, sus derechos y sus demandas, y no se siente una política cubana articulada y actuante en ese campo. Aspiramos a que las intervenciones y los debates de los talleres, las propuestas y las demás actividades e intercambios de este Seminario constituyan una modesta contribución intelectual y una exhortación a que en el tema que nos reúne se cumpla también lo que un 17 de abril José Martí llamó el deber de Cuba en América.
Muchas gracias.
Palabras en la inauguración del seminario Cuba y los pueblos afrodescendientes en América.
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