Él encarnaba el nuevo modo de hacer teología, inaugurado por la Teología de la Liberación, que es tener un pie en la miseria y otro en la academia. O dicho de otro modo: articular el grito del oprimido con la fe libertadora del mensaje de Jesús, partiendo siempre de la realidad contradictoria y no de doctrinas, y buscar colectivamente una salida liberadora a partir del pueblo.
Vivió pobre y desposeído en el nordeste brasilero. E incluso allí, donde se supone no hay condiciones para una producción intellectual de alto nivel, escribió decenas de libros, muchos de ellos de gran erudición. Lógicamente aprovechaba las temporadas que pasaba en su universidad de origen, la de Lovaina, para reciclarse. Así escribió uno de los mejores libros sobre la Ideología de la Seguridad Nacional, dos volúmenes sobre la Teología de la Revolución, un detallado estudio sobre el Neoliberalismo: la ideología dominante en el cambio de siglo. Y decenas de libros teológicos, exegéticos y de espiritualidad, entre los cuales destaco: Tiempo de Acción, Cristianos rumbo al siglo XXI y Vocación para la Libertad. Fue asesor de Dom Helder Câmara en su lucha por los pobres y de don Leonidas Proaño, obispo de los indios en Riobamba (Ecuador).
Debido a sus ideas, fue expulsado de Brasil por los militares en 1972. Fue a trabajar a Chile de donde también lo expulsaron los militares en 1980. De regreso a Brasil, se dedicó a dar cuerpo a su profunda convicción: que el nuevo cristianismo en Brasil deberá nacer de la fe del pueblo. Creó varias iniciativas de evangelización popular conocidas bajo el nombre de Teología de la Azada. Se inspiró en el Padre Ibiapina y en el Padre Cícero, los grandes misioneros del Nordeste, que más que administrar sacramentos y fortalecer la institución eclesiástica ejercían la pastoral del consejo y de la consolación de los oprimidos, cosas ambas que son las que éstos más buscan.
Es uno de los mejores representantes del nuevo tipo de intellectual que caracteriza a los teólogos da liberación y a los agentes de pastoral que están en esta caminada: realizar el intercambio de saberes, es decir, tomar en serio el saber popular, «hecho de experiencias», empapado de sangre y sudor, pero rico en sabiduría, y articularlo con el saber académico, crítico y comprometido con las transformaciones sociales. Este intercambio enriquece a unos y a otros. El intellectual pasa al pueblo un saber que lo ayuda a avanzar y el pueblo obliga al intellectual a pensar los problemas candentes y a enraizarse en el proceso histórico. La inteligencia académica tiene una deuda social enorme con los pobres y marginados. Las universidades son en gran parte macroaparatos de reproducción de la sociedad que se caracteriza por desigualdades y fábricas formadoras de cuadros para el funcionamiento del sistema imperante. Pero se les debe reconocer, no obstante sus límites, el hecho de que fueron y son laboratorio del pensamiento contestatario y libertario.
Pero todavía no ha habido un encuentro profundo entre la universidad y la sociedad, haciendo una alianza entre la inteligencia académica y la miseria popular. Son mundos que caminan paralelos y no son las extensiones universitarias las que cubrirán el foso que las separa. Tiene que darse un verdadero intercambio de saberes y de experiencias. Ignorante es quien imagina que el pueblo es ignorante. El pueblo sabe mucho y descubrió mil formas de vivir y sobrevivir en una sociedad que le es adversa.
Si hay algún mérito en los teólogos de la liberación (que existen aquí y en todo el mundo, Roma no consiguió exterminarlos) es haber realizado esa unión. Por eso no se puede pensar en un teólogo de la liberación si no es metido en los dos mundos, para desde esa unión intentar gestar una sociedad más igualitaria que, dicho en dialecto cristiano, tenga más bienes del Reino que son justicia, dignidad, derecho, solidaridad, compasión y amor.
El Padre José Comblin nos dejó el ejemplo y el desafío.