Es común, entre los detractores del zapatismo, un desconocimiento (a veces mal intencionado) sobre cómo este movimiento se ha ido transformando hasta convertirse en lo que hoy es: redes de comunidades autónomas y en resistencia. Quienes lo juzgan, casi siempre insertos en las mafias políticas o académicas que gobiernan en México, señalan que el zapatismo comete un error al estar fuera de la vida política institucional, jurídicamente reconocida, así como su opción por la vía armada como medio para alcanzar sus demandas.
Con este argumento pretenden limitar el ejercicio del poder político, circunscribiéndolo a la acción en el marco de las instituciones estatales las cuales, como sabemos, se encuentran en México fuertemente corrompidas y enfrentando una aguda crisis de su legitimidad.
Existe también una confusión entre algunos simpatizantes del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional, sobre cómo este movimiento se posiciona frente al ejercicio y el concepto de poder. De hecho hay autores que han sugerido que los zapatistas se han embarcado en un esfuerzo por cambiar el mundo sin tomar el poder1, por lo que se atreven a señalar que una de sus características básicas es el antipoder. El trabajo que a continuación presento, pretende describir cómo es que los Caracoles zapatistas son la realización de facto de la autonomía y una reinvención de lo que tradicionalmente se entendió en cuanto al poder. Entremos al debate.
En el diccionario de la Real Academia Española, una de las definiciones de “poder” que se presenta es la de tener expedita la facultad o potencia de hacer algo. A su vez, en el diccionario de Maria Moliner, se define “poder” cómo la capacidad o facultad para hacer cierta cosa. En un sentido general, entendemos entonces “poder” como la capacidad o potencia para producir un efecto en un ambiente determinado. Si se acepta esta definición general, entonces el debate prosigue al intentar otras especificaciones del concepto; por ejemplo, cuando se habla de poder político.
Para la mayor parte de los teóricos de la política y en casi todos los momentos de la historia de la humanidad, el poder político ha estado directamente relacionado con el Estado y con las distinciones sociales que este genera. Así por ejemplo, Max Weber —considerado como uno de los padres de la sociología— señala que poder es “la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”[2].
Más adelante el mismo autor señala que el concepto de poder está interrelacionado con el de dominación, el cual define como “la posibilidad de encontrar obediencia a un mandato determinado”. Weber avanza en sus reflexiones y sugiere que el Estado es esa institución que posee el monopolio de la dominación a través de la violencia legítima; un poder que implica dominación y a la vez es facultad exclusiva del Estado.
Es precisamente aquí donde radica uno de los grandes aportes de los Caracoles zapatistas, ya que su ejercicio y entendimiento del poder no se construye bajo la lógica del Estado “realmente existente”; mucho menos de la dominación. En lugar de concentrar el poder político en un solo hombre o en una institución, las comunidades indígenas zapatistas realizan una forma de redistribución equitativa del poder, donde cada miembro de la comunidad tiene la capacidad de incidir en las decisiones de la comunidad. Acompañados de una democracia participativa y un empoderamiento de la comunidad —escribe González Casanova—, los Caracoles zapatistas construyen pueblos-gobierno3.
Recuperando lo positivo de experiencias y teorías pasadas, los zapatistas re-inventan con la práctica la idea de poder; un poder social revolucionario que no pretende el “monopolio de la violencia legítima” y que por el contrario se convierte en una forma de poder emancipatorio que los libera de la dominación en la que habían vivido por cientos de años. Con este empoderamiento, las comunidades zapatistas se dan a sí mismas gobierno: el poder de la comunidad, del colectivo, se convierte en gobierno; un gobierno que al ser de todos gobierna para todos. Debido a que en las comunidades zapatistas pueblo y gobierno son lo mismo, “el pueblo manda y el gobierno obedece”.
Pero esta historia no es reciente ni sencilla, sino todo lo contrario. Es el resultado de por lo menos cinco siglos de resistencia. Ahondemos un poco.
Durante la Conquista y también en la Colonia, los pueblos originarios de América fueron avasallados, dominados y sometidos a las reglas que la corona española imponía; pero también hubo pueblos que resistieron y lograron mantener vivas sus lenguas, costumbres, tradiciones y formas de organización social, aun cuando esto fue posible al precio de un amplio proceso de hibridación o sincretismo. Dicha resistencia fue acompañada o testimoniada por algunos españoles que decidieron no guardar silencio ante el terrible genocidio que sus reyes encabezaban. Un caso ejemplar es el de Fray Bartolomé de las Casas.
Luego, durante la Guerra de Independencia de 1810, los indígenas-campesinos que sobrevivieron al extermino tuvieron un papel importante en la guerra por la formación de la nueva Nación. Sin embargo, la historia oficial los dejó fuera y la burguesía naciente ocupó el lugar protagónico, en parte porque fueron ellos quienes salieron victoriosos de esta batalla. Es verdad que para aquellos años, los pueblos originarios carecían de un proyecto propio.
Un siglo después, los indígenas-campesinos volvieron a ser pieza clave en los ejércitos revolucionarios, principalmente los encabezados por Emiliano Zapata y Francisco Villa, (Ejército Libertador del Sur y División del Norte, respectivamente). En esta ocasión sus demandas tuvieron mayor impacto y la Reforma Agraria —que no era la única, pero sí la más importante— se convirtió en parte central de la plataforma revolucionaria que convulsionó y transformó las instituciones políticas del Estado mexicano.
Pero —parafraseando a Marx— la historia se repite, primero como tragedia y luego como comedia. Cierto es que al principio se conformó un Estado con fuerte contenido social, que alcanzó su plenitud en el sexenio del general Lázaro Cárdenas del Río. Sin embargo, de nueva cuenta la burguesía nacionalista se apropió del triunfo de la revolución y unas décadas después se fueron sentando las bases para la desestructuración de esta forma del Estado en México.
Así, los pueblos originarios con su organización social han sido un actor social protagónico en las luchas por hacer de México una nación libre, independiente y soberana, a pesar que la historia oficial pocas veces los incluya en sus libros; pero también este breve relato da cuenta de cómo los pueblos originarios han sido victimas de una doble dominación: 1) la del colonialismo externo e interno y 2) la de clase.
La opresión se hace más grave si consideramos también la variable género, pues como expresó una comandanta zapatista en el evento político, deportivo, cultural y artístico Mamá Corral: “las mujeres zapatistas vivíamos —antes de la insurrección— una triple opresión: por ser mujeres, por ser pobres y por ser indígenas”. Es por estos motivos que me atrevo a señalar que la realización de la autonomía por parte de los Caracoles zapatistas es resultado de una cultura alternativa del poder que surge de 500 años de resistencia de los pueblos indios de América.
Así mismo, al interior del zapatismo, la conquista de la autonomía también es resultado de un proceso de consulta, consenso y transformación: consulta y consenso porque de por sí todas las decisiones se toman así. Transformación porque el zapatismo tiene esa capacidad de adecuarse a medida que el momento histórico lo exige, sin abandonar sus demandas originales. Señalo esto último porque luego del cese al fuego, el EZLN —haciendo caso al sentir de sus bases de apoyo y de la sociedad— reconoció al Estado mexicano como un interlocutor con el cual negociar sus demandas4.
Pero luego de incumplir los Acuerdos de San Andrés, intensificar la ofensiva contra los territorios zapatistas y perseguir a los simpatizantes civiles, los insurrectos optaron por continuar con su proyecto alternativo sin detenerse a contemplar a que llegara la “buena voluntad” de los políticos de arriba.
Vino un último intento. En 2001 veintitrés comandantes y un subcomandante llegaron a la Ciudad de México después de recorrer trece estados de la República. El objetivo era llegar hasta el Congreso de la Unión y hacer escuchar una vez más sus demandas, pero en esta ocasión en un recinto oficial. La respuesta, por parte de los senadores, fue la aprobación de la Ley indígena, la cual bien describió Marcos como “Reconocimiento Constitucional de los Derechos y la Cultura de Latifundistas y Racistas”. Fue entonces cuando vino el silencio y en 2003 los zapatistas anunciaron el nacimiento de los Caracoles.
Los Caracoles zapatistas representan también una ruptura con esa visión de los movimientos revolucionarios del siglo XX que pretendían tomar el poder por la fuerza para luego cambiar el mundo. En lugar de esto, los pueblos mayas rebeldes construyen el poder desde abajo (en lo micro) y de esta forma buscan hacer redes de resistencia con otras comunidades u otros movimientos, que con sus modos, construyan en México o en cualquier lugar del planeta (en lo macro); un mundo donde quepan muchos mundos.
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Este trabajo fue publicado por primera vez en Consideraciones, Revista del Sindicato de Trabajadores de la UNAM, no. Especial 1 (2009): 7-9.
por: Raúl Romero, pasante de sociología. Técnico Académico Asociado C en el Instituto de Investigaciones Sociales-UNAM y Periodista del medio Independiente The Narco News Bulletin
Notas:
[1] Ver: Holloway, John. Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder. Argentina: Herramienta, 2002.
[2] Max Weber, Economía y Sociedad, V. 1, Fondo de Cultura Económica, México, 2005, p. 43.
[3] González Casanova, Pablo. “Los Caracoles zapatistas: redes de resistencia y autonomía” en Los caminos de la izquierda, coordinado por Julio Moguel. México: Casa Juan Pablos, 2004, p. 63.
[4] Para evitar confusiones, vale una aclaración: me refiero a negociar no como traicionar, claudicar o ceder, sino al hecho de alcanzar las demandas por la vía del diálogo, donde los argumentos y la razón priven por sobre todo.