La Iglesia, principal responsable de la opresión de los indígenas.
“Quedan los árboles que sembraste”. Es éste un verso del bello poema que escribiera Leonidas Proaño el 4 de marzo de 1984. Cuatro años después fallecía a los 78 años dejando un testamento oral a su más estrecha colaboradora Nidia Arrobo, quien, contra viento y marea, ha asumido la hermosa y titánica tarea de mantener viva la memoria del obispo de los indios del Chimborazo, de todos los indios del Ecuador, de todos los indios de Abya-Yala y, con ellos, de todos los condenados de la tierra, y de activar su herencia liberadora.
Un testamento dolorido, dramático, amargo, sin concesiones al triunfalismo, que señala con el dedo a la propia Iglesia como responsable de la opresión que viven los pueblos originarios. Taita Proaño se expresaba de esta guisa poco antes de morir: “Nidia, tengo una idea, me sobreviene una idea, de que la Iglesia es la principal responsable de la situación de opresión de los indígenas… ¡Qué dolor! ¡Qué dolor! Y yo estoy cargando con ese peso de siglos. ¡Qué dolor! ¡Qué dolor!”.
El, que tanto luchó por la dignidad y los derechos de los indígenas y de la Pachamama, él, que repartió centenares de hectáreas pertenecientes a la diócesis de Riobamba entre las comunidades indígenas, precisamente él quiso cargar con ese dolor, con ese peso de siglos como hiciera el Siervo de Yahvé de los Cantos de Isaías, de quien Taita Proaño fue la más viva y auténtica encarnación.
¿Recordáis el Canto primero? Vamos a leerlo juntos todos los árboles ya dispersos por nuestros pueblos: “He puesto mi espíritu sobre él: dictará la ley a las naciones. No vociferará ni alzará el tono. Y no hará oír en la calle su voz. Caña quebrada no partirá, y mecha mortecina no apagará. Lealmente hará justicia; no desmayará ni se quebrará hasta implantar en la tierra el derecho, y su instrucción atendrán las islas… Yo Yahvé, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé; te he destinado a ser alianza de los pueblos y luz de las gentes para abrir los ojos a los ciegos, para sacar del calabozo a los presos, para abrir los ojos a los ciegos. Para sacar del calabozo a los presos y de la cárcel a los que viven en tinieblas” (Isaías 42,1-4.6-7).
La inter-identidad como nueva forma de afirmar nuestra identidad.
La propia figura y el estilo de vida de monseñor Proaño y de los indígenas con quienes compartió su suerte, el Sumak Kawsay (bien vivir, vida en plenitud, que poco tiene que ver con vivir mejor o darse a la buena vida) responden a la descripción que del Siervo de Yahvé hiciera el cuarto Canto de Isaías: “¿Quién dio crédito a nuestra noticia (del Sumak Kawsay) Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciado, marginado, ser doliente y enfermizo… Un Don Nadie. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!” (Isaías 53,1-4).
Para celebrar el 100 cumpleaños de Proaño nos reunimos en Quito, del 27 al 31de enero de 2010, 250 árboles sembrados por él a lo largo y ancho del Planeta. Árboles que no han logrado ser abatidos ni por el huracán de la globalización, ni por la actual involución de las iglesias, ni por el fundamentalismo político (religión del Imperio), ni por el fundamentalismo económico (religión del Mercado), ni por el fundamentalismo cultural (religión de Occidente). Éramos, somos, árboles de todos los pueblos y naciones de Abya Yala, también de Haití, presente en nuestro recuerdo a través de la solidaridad efectiva, de varios países de Europa, del Norte de América, de África. Cada uno con nuestra propia savia, con nuestras ramas autóctonas, con nuestras raíces, con nuestros propios nombres.
Ninguno de los árboles allí convocados por Taita Proaño tuvimos que renunciar a nuestras raíces profundas, a nuestras identidades conformadas desde siglos y milenios. Eso sí, eran todas raíces e identidades en comunicación y sintonía, en convergencia y armonía con otras raíces e identidades, hasta tejer la inter-identidad en red, que es nuestra verdadera identidad. Así hacíamos nuestras las palabras de Sygmunt Bauman: “La identidad es como un mosaico al que le falta una tesela”. La inter-identidad es la verdadera identidad de los pueblos, de los originarios y ancestrales y de los surgidos posteriormente.
La interdependencia y la intercomunicación, la fraternidad y la sororidad, la solidaridad inter-humana y la cosmicidad fue lo que nos mantuvo unidos a los hombres, las mujeres, los pueblos y la naturaleza durante los últimos cinco días de enero en la Universidad Andina Simón Bolívar de Quito. ¿Con qué finalidad? ¿Con qué intención?
Para conmemorar la efemérides de la “resurrección” de monseñor Proaño, obispo de los indios, símbolo de resistencia contra el capitalismo, despertador de las conciencias adormecidas, educador popular siguiendo el método jocista del “ver, juzgar y actuar” y la pedagogía de la concientización de Paulo Freire, profeta que denunció las injusticias estructurales y anunció una nueva sociedad igualitaria, poeta y cantor de la solidaridad y de la esperanza, “el jilguero de Pucahuaico”, como le llama el cantante Ataulfo Tovar, el más universal, al tiempo que el más local, de todos los ecuatorianos y ecuatorianas.
La herencia de los obispos-profetas frente a la involución eclesiástica.
Vivimos tiempos de involución eclesial, mejor eclesiástica, y no podemos dilapidar la herencia que nos legaron los obispos-profetas que en Abya-Yala han sido durante los últimos cuarenta años: los chilenos Manuel Larraín (1900-1966) y Raúl Siva Enríquez (1907-1991), los mexicanos Sergio Méndez Arceo (1907-1991) y Samuel Ruiz (nacido en 1924), el salvadoreño Oscar Arnulfo Romero (1917-1980), los brasileños Helder Cámara (1909-1999), Pablo Evaristo Arns (nacido en 1921), Antonio Fragoso (1920-2002), Pedro Casaldàliga (nacido en 1928) y Aloys Lorscheider (1924-2008), el argentino asesinado Enrique Angelelli (1923-1976), el guatemalteco Juan Gerardi (1922-1998), el ecuatoriano Leonidas Proaño y otros que harían esta lista interminable, muchos de ellos fallecidos y otros eméritos.
Todos ellos portadores de luz y utopía en tiempos oscuros y anti-utópicos. Tenemos una responsabilidad histórica con ellos: continuar el trabajo que iniciaron, pero no de manera mimética, sino creativamente, cada uno en su lugar, en su tiempo, en su comunidad, en su cultura, en su religión, en su actividad política; responder a los nuevos desafíos que nos plantea la globalización neoliberal, incluyendo a quienes ésta excluye. Los obispos de Abya-Yala citados y otros que caminaron por la misma senda son, como los llama José Comblin, los nuevos padres de la Iglesia latinoamericana que pusieron la primera piedra de la Iglesia de los pobres e inauguraron un nuevo magisterio social al servicio de los excluidos.
Ellos pusieron en práctica un nuevo modelo episcopal alejado de la pura gestión administrativa y comprometido con la evangelizadora liberadora y concientizadora mediada políticamente. Sí, la política como mediación necesaria para hacer realidad el reino de Dios en la historia. Por eso la acusación a monseñor Proaño de hacer política, lejos de ser un insulto, era un elogio, un piropo, como demuestra el título de uno de sus libros más emblemáticos: Evangelización, concientización y político.
Nosotros, los árboles sembrados por el obispo de los indios, tampoco consideramos un insulto la acción política. Todo lo contrario es nuestro timbre de honor. Los cristianos y cristianas, dijo Frei Betto en su conferencia, somos seguidores de un condenado político. Si no hiciéramos política, estaríamos desviándonos del camino de Jesús de Nazaret. Pero, ¿qué política? La del Reino, no la del Imperio, la de Jesús de Nazaret, no la del César, la de las Bienaventuranzas, no la del joven rico, la de Lázaro, no la del rico epulón, la de de los alterglobalizadores, no la de los globalizadores neoliberales.
Aquellos obispos eran todos amigos y muchas veces los acogió Taita Proaño en la residencia de Santa Cruz, donde en una ocasión fueron detenidos y apresados. Ningún proyecto humano puede salir adelante, dice el Dalai Lama, líder del budismo tibetano, si no está basado en la amistad. Amistad, confianza mutua, fe en un proyecto, compromiso de hacerlo realidad: ésas eran las bases del trabajo colectivo del grupo de obispos que había ido forjando su amistad desde la Conferencia de Medellín (Colombia) en 1968.
Todos ellos tenían en común una serie de valores que les convertía en una comunidad viva y los diferenciaba de otros colegas en el episcopado que, quizá con la mejor voluntad, se limitaban a ser “funcionarios de Dios”.
El primero y principal fue la libertad, que ejercieron venciendo el miedo a la represión política a la que se vieron sometidos por las dictaduras militares y los gobiernos autoritarios de sus países, y resistiendo frente a las amenazas de sanciones eclesiásticas de que fueron objeto.
El segundo fue la opción por los pobres, que se tradujo en la denuncia de las estructuras injustas y la lucha por su transformación, en el trabajo por la paz fundada en la justicia y la ubicación de los marginados en el centro de sus preocupaciones.
El tercero fue la persecución por el poder político y por la propia Iglesia-institución en sus distintas modalidades: fueron acusados de comunistas por los poderosos, de “malos obispos” por los sedicentes católicos, de sembrar división en la Iglesia, de defender la lucha de clases. Lo recordaba monseñor Helder Cámara: “Si doy de comer a un pobre, dicen que son una persona caritativa, si pregunto por qué existe la pobreza me llaman comunista”.
El cuarto fue el ecumenismo con otras iglesias cristianas, religiones y movimientos sociales; ecumenismo que no buscaba el entendimiento y el acuerdo en la doctrina, en los ritos, en la moral, sino en el territorio común de la acción liberadora. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).+ (PE/Eclesiala)
- “A los pueblos originarios de Aby-Yala de ayer, de hoy y de mañana, adoradores del Sol como fuente de vida y primeros ecologistas de la historia, en recuerdo de la experiencia cósmico-fraterno-sororal compartida del 27 al 31 de enero, siempre en mi memoria y en mi vida, con respeto y agradecimiento”.*
por: Juan José Tamayo es autor de “La teología de la liberación en el nuevo escenario político y religioso” (Tirant Lo Blanc, Valencia, 2009).