Si bien dicha imagen ha sido estereotipada hasta el cansancio, partiendo de moldes estandarizados para su producción en serie (algo que satirizó el director cinematográfico Tomás Gutiérrez Alea, en su memorable cinta “La muerte de un burócrata”), también existe la obra original de muchísimos y prestigiosos artistas plásticos del patio, que han recreado la imagen del prócer.
Tan vasta y dispersa es su ubicación, que el pico Turquino, la más elevada montaña del patio, ostenta en su cima un busto en bronce fraguado por la escultora Gilma Madera. En otros viajes he podido constatar la práctica de emplazar bustos, como en el cabo de San Antonio, en el extremo occidental del archipiélago; o en la punta de Maisí, en el extremo oriental.
Lo que si constituyó una soberana sorpresa para mi, fue la replicación, a diversas escalas, de la casa natal de tan insigne cubano. Nacido en Enero de 1853 en La Habana, en una modesta casita de dos niveles ubicada en la calle Paula, su memoria trasciende la mera representación física de su persona. Hace unos años, viajando por intrincados parajes de la vecina provincia de La Habana, vi, en el poblado de Cayajabos, en el municipio de Madruga, una graciosa casetica, como las que se hacen para proteger motores, o efectos afines, que reproducía la histórica construcción.
Durante el pasado mes de agosto, refocilándome con un necesario viaje por el Oriente (cubano) Desconocido y Pintoresco, pude encontrar una, exactamente idéntica a la original de su natalicio, en la calle donde se pavimenta el boulevard de la ciudad de Manzanillo, en la Provincia de Granma. Ante mi sorpresa, que mis amigos manzanilleros no supieron comprender, estos explicaron que se había erigido hacía algún tiempo, y que estaban familiarizados con el asunto.
Habituado como estaba a visitar y transitar la única construcción de esa naturaleza que había conocido en mi vida, no salía de mi asombro por la exactitud de detalles y proporciones con que esta había sido ejecutada, salvo que se encontraba en un contexto totalmente desacostumbrado. Luego de algunas necesarias fotos para documentar el hecho, el tour manzanillero continuó hacia otros espacios de la ciudad.
Varios días después, trepando y viajando en cualquier vehículo, el recorrido se extendió por lugares tan disímiles como cabo Cruz, en el extremo Sur-oriental de dicha provincia, donde pernoctamos casi a cielo abierto, dada las precarias condiciones en que se encontraban nuestras frágiles tiendas de campaña. Allí, redundaría en decirlo, también estaba el busto omnipresente. Luego de abandonar Alegría de Pío, otro enclave histórico visitado tras dejar cabo Cruz, anduvimos largos kilómetros, con pesados paquetes a la espalda, por donde no pasaba, ni pasaría, ningún transporte automotor que nos condujera hasta el enclave de Pilón.
La marcha, de unos doce kilómetros, perseguía como único fin visitar un sitio conocido entre los vecinos del lugar como Blanquizal, donde los sombreros arrojados al vacío eran devueltos a sus dueños. Así, visto de esa manera, cualquiera podría sospechar que algo mágico envolvía al mito local de un altísimo barranco, que ululaba y cumplía promesas. Contado del modo en que se nos contó, con ese trasfondo esotérico, cargado de subjetividades y referentes rurales circunloquéales, era lógico que el misterio y la expectación fueran el combustible de nuestros pasos.
Sin desdoro de la historia vecinal, el encanto de Blanquizal superó todas nuestras expectativas: había magia, y mucha. Ubicado en el borde de los vestigios escalonados del terreno que se extiende hasta la costa, el profundo abismo, de más de trescientos metros de altura, sobrecogía con solo atisbarlo. Un fortísimo ras de aire, procedente del mar, no cesaba de batir contra la gran pared desde que el mundo era mundo. No digo yo si los sombreros regresan, cuando hasta a las piedras arrojadas les costaba mantener su trayectoria.
Embebidos por el fabuloso espectáculo, despedimos a los amigos que tan gentilmente se ofrecieran a acompañarnos hasta allí, desde Alegría de Pió. Lo que debió ser un paso rápido rumbo al Este, se convirtió en una estadía de más de cuatro horas, a riesgo de que la noche nos tomara por sorpresa en el borde mismo del alto precipicio. No hay nada que hacer cuando una mujer hermosa te retiene.
Justo bajo nuestros pies, como una diminuta representación cosmogónica de La Tierra, se extendía Ojo del Toro, un pequeño feudo a orillas del río Toro. Bajando con celeridad inusual, ya oscuro en el fondo del valle, fuimos a dar a la primera casita del villorrio: una escuelita rural, en cuyo patio la imagen del apóstol daba la bienvenida. Esa noche dormimos en casa de uno de los tantos amigos que uno desconoce que tiene. A la mañana siguiente, conducidos por nuestro anfitrión, avanzamos hasta el paso de La Concordia, donde abordamos una carreta tirada por tractor, que iba hasta muy cerca de Pilón.
Caña y más caña, campos extensos de la gramínea, fueron el paisaje rutinario del tramo que nos alejaba de Blanquizal, que no se nos perdía de vista, dada su magnitud sobre el relieve. Justo en un cañaveral holguinero, provincia vecina de Granma, a la vera de la guardarraya, pude ver, semanas atrás, otra réplica de la casita martiana. Aquella era muy pequeña, de modo que dos tejas de barro la techaban en su totalidad; rodeada de la más socorrida fuente de ingresos, causas y efectos, de nuestra historia económica: la caña.
Ya en Pilón, ultimo enclave relativamente llano del Sur Granmense, tratamos de buscar rápidamente otro transporte con rumbo a las estribaciones de la sierra Maestra, en su porción más elevada. Rápido: comprar algo de comer, beber un poco de agua y llenar los pomos, nos ocupó casi todo el tiempo, mientras avanzábamos hasta la carretera.
Ya cerca de la vía, oculta entre otras construcciones de similar porte, ¡! Otra casita Martiana ¡! solo que esta, a diferencia de la réplica a escala de la manzanillera, mostraba exclusivamente el frente, un poco achatado, como una tapia muy alta. Detrás de tan altas paredes, reales en términos históricos, replicadas, requeterreplicadas; pequeñísimas, o incluso tan monumentales como Blanquizal, daban luz sobre la memoria indispensable de un cubano que habita en cada rincón de este archipiélago.
texto y fotos: Amilkar Feria Flores