ALAI AMLATINA, 11/04/2007, Sao Paulo.- Les presento un pequeño héroe: se
llama Eduardo Sousa Pereira Júnior. Tiene 9 años. Desde los tres meses
de edad hasta hoy vive con su padre, Eduardo, y su madre, Maria
Aparecida, en el campamento “Gurita”, en el municipio de Jataí, Goiás
(Brasil), bajo la lona negra, entre la cerca del latifundio y la
autopista, a la espera de la tierra, junto a otras familias. Vio y oyó
muchas cosas. Desde las amenazadoras visitas de la policía y de los
malhechores, hasta los insultos provenientes de los carros en tránsito.
Vive la dureza inenarrable del día a día. Esta es su infancia. Además es
el polvo, el sereno, la tos. Eduardo es un pequeño antihéroe de la
antireforma agraria.
Hay también el personal de la caña. Según una indagación de la
Delegación Regional del Trabajo (DRT) de São Paulo, murieron, en este
Estado, 416 trabajadores rurales en 2005 en el sector azucarero-alcohol.
Es preocupante la incidencia del agotamiento y de los calambres entre
las causas de algunas muertes, siendo que el más viejo tenía 55 años.
Estos y otros son héroes y víctimas de la actual política agraria.
¿Estaría, entonces, en curso una antireforma agraria en nuestro país?
Hay dos datos que van en esta dirección: en primero lugar el no
cumplimiento de la constitucional “función social de la propiedad”. En
segundo lugar la nueva mega-política energética gubernamental del
agro-combustible.
La constitución brasileña de 1988 produjo una joya de las más luminosas,
digna de esta “Carta ciudadana”, a saber, la “función social de la
propiedad”. Y esto figura en el título fundacional de los “Derechos y
Garantías Fundamentales”, donde, en el ítem XXIII se dice: “la propiedad
responderá a su función social”. Estamos, de hecho, ante una innovación
jurídica copernicana. En la Carta de Ribeirão Preto, los miembros del
Ministerio Público Provincial y Federal, en el seminario sobre “El
Medioambiente y Reforma Agraria”, del 13 de diciembre de 1999, respecto
de esta preciosidad constitucional, con admirable solidez jurídica
declaran lo siguiente: “La función social define el derecho de
propiedad. La función social no es una limitación del uso de la
propiedad, ella es el elemento esencial interno que sustenta la
definición de la propiedad. La función social es elemento del contenido
del derecho de propiedad”. Es el fin, por tanto, del nefasto derecho
absoluto de la propiedad privada.
La Constitución asumió un mecanismo de garantía de esta función social y
también del establecimiento del ordenamiento agrario. Se trata de la
“expropiación por interés social, para fines de reforma agraria, del
predio rural que no esté cumpliendo su función social” (Art. 184). Pero,
desgraciadamente, a lo que asistimos es al abandono de la tierra por
parte del poder Ejecutivo ante la voracidad de la privatización nacional
y extranjera. Incluso ante la presión para revisar los índices de
productividad para cumplir el tímido plan de reforma agraria, el
Gobierno prefiere comprar la tierra antes que dar paso a la
expropiación. Y el poder judicial, salvo honrosas excepciones, no hace
otra cosa que garantizar la defensa del latifundio a través de una
industria de providencias contra las expropiaciones y la condena de los
líderes de los movimientos sociales. En 2006 fueron desalojadas de la
tierra 19.449 familias.
El 80% de las expropiaciones realizadas en los últimos 10 años fue
obtenido gracias a las ocupaciones de tierra por las organizaciones
campesinas. Sin esto, la figura de la expropiación ya sería letra
muerta. Sin embargo, la bancada rural del Congreso, ciegamente apegada
al latifundio, ya anda articulando, soterradamente, la criminalización
de la ocupación de tierra como terrorismo y, por tanto, como “crimen
perverso”.
La omisión de la garantía de la función social de la propiedad mediante
la expropiación viola abiertamente la Carta Magna de manera fundamental.
¿Esta fractura de la función social no tipifica un crimen de
responsabilidad del Estado?
La reforma agraria, siempre abundante en el discurso demagógico
gubernamental y escasa en la práctica, hoy desapareció hasta del
discurso. Los cálculos, todavía no divulgados, estiman que en 2006 han
sido asentadas tan sólo cerca de 40 mil nuevas familias. Como los
recursos presupuestados para 2007 son prácticamente los mismos
irrisorios de 2006, no se puede esperar ningún avance significativo en
términos de nuevos asentamientos de reforma agraria. Es la práctica
descarada de la antireforma agraria.
¿Y el “agro-combustible”? Aquí, al contrario, el dinero corre suelto,
comenzando con el perdón de miles de millones a las usinas. En uno de
los períodos más lucrativos para las usinas de caña de azúcar en el
país, el Banco do Brasil concedió al sector un perdón de deudas superior
a mil millones de reales (más de 450 millones de dólares), según
documentos obtenidos y publicados por la Folha de São Paulo.
Ahora, con las alianzas con el gran capital internacional, sobre todo el
estadounidense, en razón del agro-negocio de la energía llamada
“limpia”, el ritmo de implantaciones de usinas de etanol en el país, con
los respectivos cañaverales, es en promedio de una al mes hasta el 2010.
Es grande, consecuentemente, el desplazamiento hacia la tierra, sobre
todo la tierra con manantiales, por parte de empresas nacionales y
extranjeras. Nunca la tierra estuvo tan valorizada. ¿Cómo queda,
entonces, la reforma agraria que venía implementándose bajo la fórmula
de la compra de la tierra y con escasos recursos? ¿Cómo queda la
soberanía territorial?
Asimismo, surge la cuestión de la soberanía alimentaria. Se trata del
derecho de acceso a la tierra, al territorio, a las semillas; se trata
del derecho a alimentarse de acuerdo con la propia cultura. En efecto,
la propuesta, incluso tentadora, de incorporar la agricultura familiar
en ese gran proyecto del etanol con la expectativa de la diversificación
de la cultura, está resultando, al contrario, en la pérdida de la
pequeña propiedad incorporada al latifundio de la caña bajo la forma de
alquiler pagado anticipadamente. Este dinero se gasta y, luego, la
familia no consigue recuperar su tierra arrasada por el monocultivo. En
esto hasta los quilombolas (asentamientos afros) y los indios están
sucumbiendo. Mañana no faltarán tanques llenos a expensas de barrigas
vacías.
Mucho se pregona la multiplicación del empleo. Hay, de hecho, una
carrera en desbandada hacia los cañaverales, semejante a la que va en
busca de minas. Muchas escuelas del Nordeste se cerraron porque los
alumnos migraron al corte de caña. Gente de toda procedencia, de la
ciudad y también del campo, ocupantes, pequeños productores, hasta
asentados. El trabajo existe, sí, pero con un cuadro sombrío por
delante. El trabajador, estimulado a competir con las máquinas, trata a
veces de cortar de 12 a 20 toneladas de caña por día. Pero las máquinas,
temidas por los cortadores de caña, están llegando para quedarse.
Finalmente, ni trabajo, ni tierra, ni reforma agraria. Queda la
antireforma agraria.
Felizmente las organizaciones sociales están ahora reaccionando, después
de un tiempo de parálisis, ante la expectativa del sueño de cambios a
partir del Gobierno. Es hora, pues, de la reforma que nos restituya un
Estado estructurado para cumplir su verdadera razón de ser, al servicio
del pueblo, en lugar del Estado que está ahí, al servicio del
empresariado capitalista. (Traducción ALAI)
– Mons. Tomás Balduino es Consejero Permanente de la Comisión Pastoral
de la Tierra y Obispo-emérito de la Ciudad de Goiás.
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