Sin salir aún de su primera juventud, Fernando Martínez Heredia estuvo en el centro de dos de los empeños más importantes en el ámbito del pensamiento social de la década del 60 en Cuba: fue director, entre 1966 y 1969 del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana y fundó y dirigió, a lo largo de sus 53 números, la revista Pensamiento Crítico, desde su creación en 1967 hasta 1971.
Esa juventud ha sido de una terquedad ejemplar: las ideas que estaban en la base de aquellos empeños han sido la inspiración de Martínez Heredia hasta hoy, momento en que se le ha conferido el Premio Nacional de Ciencias Sociales, por sus aportes a la historia, a la politología y al pensamiento revolucionario en Cuba.
La existencia de tales empeños demuestra cómo es posible conseguir aún que la tenacidad y la lucidez devengan sinónimos. Leída treinta años después, la obra contenida en aquellos proyectos continúa expresando lo que entonces: un cuerpo de pensamiento revolucionario que, colocado en la sede de la beligerancia crítica con las ideas y las prácticas propia de la reflexión marxista, dista de la anacronía y se proyecta como un legado hacia el presente.
De hecho, la perspectiva descolonizadora y latinoamericana, que se hizo entonces abiertamente hostil hacia el “doctrinalismo marxista” proveniente de la URSS, enfoque que recorre por completo esa obra, conserva mucho de su pertinencia en varios planos del presente y del futuro cubano y latinoamericano.
La entrevista que sigue es un agitado recorrido por la biografía personal e intelectual, si acaso no es lo mismo, del autor de El corrimiento hacia el rojo.
Fernando, como siempre, se alejó de los ditirambos, y se ocupó en plantear problemas. Asegura que es la única forma en que puede recibirse un premio que celebra el pensamiento revolucionario.
¿Cómo definiría usted el estado del pensamiento social en Cuba al momento de la creación del Departamento de Filosofía, y luego, de la revista Pensamiento Crítico?
En esos años se estaba produciendo una nueva profundización de la Revolución en Cuba. Desde 1953, como escribió el Che en 1967, ella había nacido como “un asalto contra las oligarquías y contra los dogmas revolucionarios”. El pensamiento cubano en los primeros cincuenta no ponía en riesgo al sistema de dominación. En la izquierda predominaba una mezcla de dogmatismo y reformismo que se creía, sin embargo, vocera de un futuro hipotético. En términos generales el pensamiento cubano era hegemonizado por el orden posrevolucionario que siguió a las jornadas de los años 30, con sus avances, sus miserias y su sujeción esencial al capitalismo neocolonial.
Aquel pensamiento, sin embargo, tuvo una gran importancia, por sus contenidos y por sus formas de expresarse. Relacionaba nociones avanzadas de democracia con la justicia social, su nacionalismo estaba marcado por una fuerte frustración respecto a los proyectos revolucionarios de 1895 y de 1930, utilizaba espacios nada desdeñables de libertad de expresión y de cátedra, manejaba las corrientes internacionales contemporáneas y, en su conjunto, proveía de gran riqueza al mundo espiritual de buena parte de los cubanos.
La Revolución lo conmovió todo. El pensamiento social también experimentó los efectos de aquel huracán y trató de estar a su altura, o al menos de servir al proceso. En esa compleja situación, muchas personas pertenecientes a sus corrientes se hicieron militantes de la Revolución, pero ninguna de esas corrientes podía proveer el nuevo pensamiento que necesitaba la Revolución. El marxismo se convirtió en la ideología teorizada principal de la Revolución desde 1961, pero no había unidad de criterios respecto a qué era el marxismo, cómo se relacionaba con las realidades y los proyectos, qué funciones tendría. Lo más grave era que el marxismo predominante en la posguerra mundial había sido un cuerpo de dogmas en nombre del marxismo, una ideología de obedecer, legitimar y clasificar, hija de la destrucción de la Revolución bolchevique en la URSS. Era incapaz de servir a las necesidades de Cuba en Revolución, pero poseía una influencia notable, que se multiplicó con las relaciones establecidas con la URSS, vitales para nuestro país. Las polémicas y las pugnas dentro del campo revolucionario entre 1959 y 1965 dan cuenta de la inmensa vitalidad y las necesidades del proceso, y también de la existencia de más de una posición respecto a características fundamentales de la sociedad a crear.
Los jóvenes marxistas de aquellos años leíamos sin parar, pero no solo a Marx, Engels, Lenin y otros líderes y autores marxistas. Leíamos también a Enrique José Varona, Fernando Ortiz, Jorge Mañach, Carlos Loveira, al pensamiento y la cultura cubanos, porque si bien nos identificábamos como marxistas, teníamos una fuerte conciencia de ser marxistas cubanos. Y lo central: nos era imprescindible encontrar tanto una formulación teórica que respaldara nuestra ideología, como una ideología estructurada capaz de participar en la creación de una nueva cultura, no solo opuesta sino también diferente a la del capitalismo.
En 1966, afirmé que el “marxismo-leninismo” debía colocarse a la altura de la Revolución Cubana. Con ello no recurría a una boutade, solamente expresaba una angustia. Debíamos lograr que el pensamiento valioso acumulado nos sirviera para una Revolución que era internacionalista, comunista, igualitarista, antimperialista, y por todo ello extremadamente ambiciosa. Debíamos desarrollar el pensamiento revolucionario, sin olvidar que la actividad intelectual tiene sus reglas y sus problemas y acumulaciones propios, que no es una “forma” de un “contenido” que sería la “esencia” de lo social. En pocos pero muy intensos años habíamos arribado a una convicción: la Revolución enseña que es preciso actuar sin esperar a tener condiciones “objetivas”, pero esa actuación no puede enamorarse de sí misma hasta el punto de convertirse en antintelectual. Y durante la transición socialista, los comunistas están obligados a pensar, y pensar muy bien y con una profunda libertad de pensamiento, precisamente para ser útiles en tareas regidas por la intencionalidad y por la necesidad de ser muy creativos, y de que cada vez más gente consciente sean los protagonistas.
Esas ideas predominaron pronto en el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, que ocupó la casa de calle K número 507, en El Vedado, y le dieron especificidad a nuestra actuación y nuestro camino. El italiano Saverio Tuttino escribió acerca del Departamento, en el semanario cultural comunista Rinascita: “muy cerca de los viejos muros de la Universidad, pero convenientemente fuera de ellos…”
Para profundizar el pensamiento revolucionario era necesario abandonar el marxismo soviético, que no solo no se correspondía con las necesidades cubanas, sino que resultaba muy perjudicial. Al mismo tiempo, afirmábamos que la tarea del intelectual no era repetir, escandalizar ni adornar, sino cumplir con los deberes específicos de la actividad intelectual, siempre atravesada por la política. Nuestros empeños de aquella época deben comprenderse como parte de esa profundización revolucionaria, y no como el resultado de una genialidad personal o de grupo.
Entonces, ¿cómo pensaron a Cuba desde esa posición intelectual y desde tales espacios políticos?
Como investigadores, profesores y editores, estábamos abocados al estudio de toda la complejidad que pudiésemos alcanzar, tanto en relación con Cuba como respecto a los problemas internacionales. Por cierto, esa era la actitud corriente en la época. Por ello, investigábamos los problemas concretos mas disímiles de la realidad cubana, pero a la vez discutíamos y pensábamos qué era la revolución misma, cuáles sus valores y su proyecto, sus fuerzas y sus insuficiencias, las relaciones entre la historia y el destino de Cuba. También vivíamos intensamente los sucesos y las luchas de América Latina, e intentábamos reflexionar sobre todo acerca de la revolución en nuestro continente y en el mundo. Nos era imprescindible comprender al capitalismo de los años 60, sus rasgos nuevos y su continuidad, y las formas de protesta que surgían en países desarrollados. Nos era preciso conocer la verdad acerca de los procesos soviéticos, desde la revolución bolchevique hasta nuestros días —incluidos los países de su campo europeo que en variada medida se relacionaban con Cuba—, de la revolución china y de China Popular, de Viet Nam y Corea. Conocer el pensamiento marxista y el revolucionario en general, y el pensamiento opuesto.
Como ves, en esos años no era posible pensar a Cuba sin pensar al mundo, sin pensar sus conflictos fundamentales.
Así fue en el Departamento de Filosofía, que tenía una gama enorme de actividades, no solo de docencia, y esto se expresó también en sus publicaciones. Pensamiento Crítico multiplicó bruscamente nuestras capacidades de comunicación y por eso tuvo una importancia estratégica para nosotros. Todos los temas que traté de relacionar en el párrafo anterior fueron atendidos en la revista. Si bien el peso del análisis de los problemas revolucionarios internacionales fue enorme, Cuba está siempre en Pensamiento Crítico, en su propio proceso y en sus implicaciones con el mundo de entonces.
Creo que la apertura a los problemas y las ideas del mundo desde una pequeña isla en medio de una revolución constituyó un logro real para el pensamiento marxista cubano. El marxismo regido por la ideología soviética o por su influencia estaba, en realidad, lejos de un enfoque mundial internacionalista, preso en las redes de la razón de Estado y en las contingencias de la geopolítica.
¿Qué posición representaban el Departamento y la revista al interior de la ideología revolucionaria?
Formábamos parte de la gran herejía que fue la Revolución Cubana de los años 60, desde las tareas del Departamento de Filosofía y en iniciativas como El Caimán Barbudo (primera época). Naturalmente, también desde Pensamiento Crítico.
En los 60, las relaciones de las revistas de pensamiento con las estructuras políticas eran muy diferentes a los controles que se establecieron al inicio de los años 70, y a la evolución y permanencias registradas hasta hoy. Pensamiento Crítico no pretendía ser vocero oficial del Estado o de la Revolución, sino una revista, y una revista revolucionaria; por tanto, no existía el problema de si era o no oficial. Tuvimos que aclarar a más de un visitante que ella no había sustituido a la revista Cuba Socialista (1962-1966), pero no había que aclararlo a los cubanos.
La cuestión es de importancia crucial para entender el orden de relaciones que se establecen entre el poder político y los intelectuales que son militantes de ese propio poder político. Una de las ventajas de la revista fue la de deberse a la Revolución, pero sin convertirse en una oficina determinada de una instancia específica. Eso le daba la posibilidad de expresarse como revolucionaria, pero sin otra sujeción que la del compromiso libre y abiertamente asumido con la Revolución. Opino, hasta hoy, que sin esa condición el pensamiento revolucionario no logra aportar, y no puede satisfacer, por tanto, la necesidad inexorable de pensamiento que tiene la política revolucionaria.
En América Latina los compañeros que luchaban y los partidarios de cambios revolucionarios veían a la revista como expresión militante de la Revolución Cubana y del internacionalismo. Esa percepción era compartida por los que conocían nuestra publicación en las demás regiones del mundo, con las consecuencias de cada caso.
La revista era polémica, y más de una vez sumamente polémica. De no ser así, no hubiera valido la pena.
¿Cuál considera que sea el legado de la revista?
Después de tantos años he entendido mejor el significado de Pensamiento Crítico. Fue un hecho intelectual protagonizado por jóvenes de la nueva Revolución, que tenía como contenido los problemas principales de su tiempo, desde una militancia revolucionaria del trabajo intelectual. Combatió con ideas, con la elección de sus temas y con la presentación de hechos, problemas e interrogantes que las estructuras de dominación suelen ocultar o deformar, sin temor a la crítica de las ideas y del propio movimiento al que entregábamos nuestras vidas, en busca de la creación de un futuro de liberaciones y bienandanzas. Pensó por ser militante, no a pesar de serlo, y fue una de las escuelas de ese ejercicio indeclinable. Contribuyó a la formación de numerosos revolucionarios y su práctica significó un pequeño paso hacia adelante en la difícil construcción de una nueva cultura.
Creo que Pensamiento Crítico hizo reales contribuciones al pensamiento y las ciencias sociales cubanos, en varias direcciones y sentidos, pero me parece mejor que sean otros los que entren a valorarlas.
La revista fue hija de su tiempo, como todo hecho o proceso social. “Los 60” fueron —aunque no solamente eso— la segunda ola de revoluciones en el mundo del siglo XX. A diferencia de la primera ola, que sucedió sobre todo en Europa a partir de la Revolución bolchevique, el protagonista de la segunda fue el llamado Tercer Mundo; sus revoluciones de liberación nacional, sus socialismos y sus exigencias de desarrollo combatieron o chocaron con el sistema del Primer Mundo —el imperialismo—, o trataron de apartarse de él. También tocaron muy duro a las puertas del “Segundo Mundo”, de las sociedades que se consideraban socialistas. En los propios países desarrollados hubo numerosos movimientos de protesta y propuestas alternativas de vida, que tuvieron trascendencia.
El pensamiento revolucionario carecía de desarrollo suficiente para enfrentar estas novedades, porque el marxismo había sufrido demasiado en la etapa transcurrida entre una y otra ola, y otras ideas que también eran revolucionarias resultaban insuficientes ante los retos de unir nacionalismos y luchas socialistas, civilización moderna con negación liberadora de la modernidad, diversidades culturales con unidad de proyectos. Sin embargo, entre todos los involucrados conseguimos hacer retroceder la colonización mental. Pensamiento Crítico fue uno más entre los escenarios de aquel combate de ideas.
El pensamiento de los 60 logró hacer aportes extraordinarios. Urgido por las prácticas y por la potencia desatada de los ideales, abrió nuevos campos, propuso cambiar el mundo y la vida, recuperó las mejores ideas revolucionarias anteriores y se dedicó a los temas fundamentales de su tiempo. Desgraciadamente, las tres décadas de ofensiva del sistema —conservadora en los países desarrollados y represiva primero y “democrática” después en América Latina— han logrado hacer retroceder las ideas y silenciar u ocultar los hechos y el pensamiento de la segunda ola revolucionaria. Hay que recuperar otra vez la memoria de experiencias y de ideas, hay que ejercer la crítica revolucionaria y, sobre todo, hay que crear. Tendrá que ser de otro modo, no solo ante otros problemas, pero habrá también una continuidad.
Cuando le fue conferido el Premio Nacional de Ciencias Sociales se subrayó su labor de investigación en el campo del pensamiento marxista. Sin embargo, usted no es un intelectual de los que ha coordinado una cátedra de investigación durante toda su existencia. ¿Qué es para usted ser marxista hoy?
Para mí, ser marxista ha sido una aventura intelectual que comencé en los albores de mi vida adulta. En el orden personal, primero fui revolucionario y luego me hice marxista. Ese orden no me parece indispensable, pero a mí me ayudó mucho. Después he estado en muy diferentes relaciones formales con el marxismo, pero siempre lo he utilizado y mantengo relaciones muy estrechas con él.
Ser marxista hoy exige algunas cualidades personales. El final indecente de los regímenes europeos que se llamaban socialistas perjudicó en extremo el prestigio del socialismo, y por tanto al marxismo como ideología y como concepción teórica. Pero ya había sufrido falseamientos y deformaciones terribles, y estaba siendo sometido al abandono. La victoria ideológica del capitalismo incluyó vulgarizaciones acerca de los paradigmas, que pretendían expulsar al marxismo del campo intelectual. Los “cambios” de que tanto se alardeaba hace quince años exigían no mencionar al marxismo —ni al socialismo o el imperialismo—, ni a las condiciones estructurales del desarrollo de los países o la justicia social. En consecuencia, recuperar es un acto central para el marxista de hoy. Lo decisivo en este momento son los ideales opuestos al capitalismo, a todas las dominaciones y a la depredación del medio, y a partir de ellos reapoderarse de la obra colosal de Marx y de la historia del marxismo, de los aportes maravillosos que ella contiene y de sus errores e insuficiencias. Y con esa formidable acumulación cultural trabajar intelectualmente y hacer política, que es para lo que sirven las buenas teorías sociales, y tratar de que el marxismo participe en la formación ética y en la inspiración de las conductas.
Existen variables favorables hoy para este difícil trabajo. Ante todo, la naturaleza actual del capitalismo, parasitaria y excluyente, que está liquidando sus propias instituciones de la competencia, el neocolonialismo, su democracia, que ha dejado en la miseria a gran parte de la población del mundo y arremete contra el medio diariamente. La debilidad de su pensamiento social, que abandonó la idea de progreso y la gran promesa que contenía, rechaza los “grandes relatos” y apela al más grosero determinismo económico. Como un potencial inmenso de rebeldía, cientos de millones de personas poseen una conciencia social opuesta a aspectos de las dominaciones, creada a lo largo del siglo XX, y una parte de ellos identifica al sistema vigente como culpable de los males del mundo. Las olas revolucionarias anteriores no contaron con esa acumulación cultural. En América Latina, el continente que alberga más contradicciones, se está levantando una conjunción de fuerzas a favor del bienestar de sus pueblos y del rescate de los recursos y la soberanía de los países, que es contraria al imperialismo norteamericano. La idea del socialismo ha regresado, y se plantea y debate cómo debe ser en este siglo XXI.
El marxismo necesita una recuperación profundamente crítica, que cierre el paso a la vuelta del dogmatismo y a la del reformismo, y más que dar buenas respuestas ante los nuevos problemas, necesidades y actores, debe hacer buenos análisis y formular preguntas nuevas. Como siempre, debe montar en la caballería, como reclamaba Martí a los intelectuales, sin perder nunca su esencia intelectual. Cuenta con una enorme acumulación que le permitiría avanzar con mucha fuerza, pero hoy es todavía bastante débil.
Fernando, usted es uno de los especialistas más importantes a nivel internacional en la obra de Ernesto Che Guevara. A 40 años de la muerte del intelectual guerrillero, ¿qué hay y qué debería haber en nuestros días de su imagen y de su pensamiento?
Ciertamente, hay mucho más que hace 20 años. El Che estuvo siempre en los ideales comunistas y el trabajo abnegado de muchos cubanos, en el guevarismo de tantos combatientes revolucionarios latinoamericanos, en el internacionalismo de los cubanos que lucharon, trabajaron o dieron la vida en numerosos países. Pero en los años 70 y gran parte de los 80 el Che sufrió relegación y olvido. Fidel reclamó su vuelta en el vigésimo aniversario, como parte del proceso de rectificación de errores, y el deslinde tremendo que fue necesario frente al final de los regímenes llamados socialistas necesitó mucho al Che. Para el trigésimo aniversario, su imagen estaba en todas partes, y se multiplicó la aceptación del valor de su ejemplo y el significado de su posición. Ese fue otro gran aporte del Che, dar valores y esperanza en una etapa en que había tanto derrotismo y desilusión. Pero su pensamiento, que había sido abandonado, está distante todavía de ser de manejo general. Hoy es imprescindible que tengamos al Che completo, y sobre todo su pensamiento, que sea moneda común, que forme parte de la cultura, porque hace mucha falta.
La obra del Che es una herencia yacente. El Che significa la rebeldía frente al mundo del capitalismo. No es la suya una rebeldía apenas hermosa, incluso brillante, pero sin mayor objeto. Es una rebeldía consciente, organizada, dirigida a destruir la sociedad de dominación y encaminada a construir la liberación, a que la gente se vuelva capaz de cambiarse a sí misma y al mundo, y llegue a dirigir el proceso, y que el proyecto sea tan ambicioso que resulte viable.
La rebeldía consciente del Che es comunista. Por tanto, resulta opuesta a las experiencias que en nombre del socialismo liquidaron las revoluciones y fueron formas de dominación de grupos. Nadie asocia al Che al pasado del socialismo, sino a su futuro.
El pensamiento del Che constituye un enorme desarrollo de la reflexión revolucionaria en el siglo XX, tanto en sus análisis sobre las necesidades y problemas de la lucha mundial contra el capitalismo, como en el estudio de los problemas relativos a la transición y la creación del socialismo. Ahora que América Latina comienza a levantarse, necesita la obra del Che. Y la Revolución Cubana, que continúa siendo el único proyecto socialista vigente en Occidente durante medio siglo, y quiere recorrer los caminos hacia el futuro, necesita la obra del Che.
Usted se ha referido en varias ocasiones a la relación que debe existir entre el poder y el proyecto, para la consecución de un rumbo revolucionario que se reedite a sí mismo. Usted, que ha estudiado en profundidad los procesos revolucionarios, ¿cómo entiende esa relación y cuál es la jerarquía que existe entre uno y otro en una política revolucionaria?
El poder debe estar siempre al servicio del proyecto. Lejos de ser una frase, lo anterior encierra todo el programa de un poder revolucionario en una transición de tipo socialista. La cuestión trae consigo, a la vez, un formidable problema práctico: solo un inmenso poder es capaz de sobrevivir y de avanzar frente al capitalismo en las condiciones actuales.
Ahora bien, ¿cómo mantener un inmenso poder al servicio del proyecto que lo ha fundado? Sin duda, se trata de un problema de muy difícil solución, pero contamos con una certeza: si el proyecto de liberación no llega a constituir un fuerte poder político anticapitalista no tiene la menor posibilidad de sobrevivir, aunque registre algunos triunfos. El poder revolucionario debe ejercerse sobre un conjunto amplísimo de campos de la vida social y de su reproducción ideal y material. Entonces, ¿cuál debe ser la constitución íntima del poder, para que pueda cumplir sus objetivos? ¿En qué residiría su legitimidad, y cómo ella se mantendría o no? ¿Qué reglas pueden elaborarse para ayudarlo a estar al servicio del proyecto sin dejar de cumplir sus demás funciones, y cómo controlarlo para asegurar que lo haga?
Marx escribió en 1846: “Las ideas dominantes en una sociedad son las ideas de la clase dominante”. ¿Cómo se aplica eso a una sociedad en transición socialista? El dominio sobre la reproducción de las ideas, ¿no puede convertirse en un instrumento eficaz de desposeimiento y desarme de las mayorías? Por otra parte, la correspondencia de las ideas rectoras con el nivel que alcanza la reproducción de la vida social es totalmente insuficiente en la transición socialista, porque ella es un proceso intencional que está obligado a irse por encima de sus condiciones materiales de existencia. ¿Cómo lograr y garantizar que el proyecto sea realmente liberador, y que vaya modificándose para ser capaz como instrumento que guía la liberación? No son demasiadas preguntas, faltan más.
Las ideas deben realizar varias tareas a la vez. Deben ser capaces de reproducir el orden vigente, de cuestionarlo y de ayudar a revolucionarlo, porque este no puede existir sin revolucionarse a sí mismo una y otra vez. Deben ser capaces de ayudar a crear firmeza de convicciones, capacidad de sacrificio, de disciplina, entre otras virtudes y, al mismo tiempo, deben ser capaces de crear rebeldía, criterio propio, pensamiento realmente independiente en la ciudadanía.
Solo del desarrollo humano multifacético puede surgir la posibilidad de que una sociedad lleve adelante un proyecto revolucionario en sus fines y en sus medios.
¿Y qué entiende usted por “el proyecto”?
El proyecto original de la Revolución Cubana se propuso objetivos extraordinariamente ambiciosos. Después hubo quienes consideraron errónea tanta ambición; yo opino, al contrario, que eso fue lo que le dio más fuerza y lo que lo hizo factible. La capacidad de romper los límites de lo posible, y convertir esa audacia en confianza y en costumbre, fue una de las características básicas de la Revolución. A mi juicio, ella está en la base de la resistencia victoriosa de la década de los 90.
A fines de los años 60 y principios de los 70 aquel proyecto confrontó límites férreos, al no poder el país salir rápidamente del subdesarrollo y no avanzar la liberación en América Latina. Cuba tuvo que adecuarse a una nueva situación. Aunque en la práctica el proyecto no desapareció, se proclamó que habíamos sido idealistas, que quisimos ser demasiado originales, en vez de aprender modestamente de las experiencias de los países hermanos que habían construido el socialismo con anterioridad. La economía y la ideología se sujetaron a la URSS y se abrieron camino procesos de burocratización. Se consideró antisovietismo y diversionismo ideológico todo lo que se diferenciara de esa sujeción. El pensamiento social recibió un golpe abrumador. Las corrientes no marxistas fueron declaradas malditas y se trató de erradicarlas, se consideró incorrecto tratar de utilizarlas e incluso conocerlas. Una parte de las ideas marxistas también fue proscrita. Se implementó la censura y nació su hermana peor, la autocensura.
Comenzó así lo que he llamado la segunda etapa de la Revolución en el poder, caracterizada por extraordinarias combinaciones de avances muy notables que cambiaron decisivamente al país y desviaciones y retrocesos también notables, que hicieron mucho daño y han dejado hondas huellas. Es preciso decir que el proyecto se recortó más en su formulación que en su implementación real, y convivieron su continuidad y la amputación de parte de sus contenidos. Por ejemplo, el XIII Congreso de la CTC lanzó la consigna “a cada cual según su trabajo”, lo cual parecía muy marxista, pero poco tenía que ver con la realidad cubana, donde no se retribuía a cada cual según su trabajo. El salario real era muy superior al nominal, se dio el salto a la escolarización completa de la enseñanza secundaria, con su maravilloso sistema de becas y escuelas en el campo, y al sistema de áreas de salud y no solo de asistencia hospitalaria, sobre la base de absoluta gratuidad y cobertura universal. La seguridad social se consolidó y creció firmemente. La Revolución socialista no les dio a los cubanos según su trabajo, sino por ser cubanos. Otro buen ejemplo es la contradicción insondable entre la orientación general de la economía y la ideología por un lado, y el internacionalismo cubano por el otro, con su epopeya de la Guerra de Angola y su enorme esfuerzo con la Revolución sandinista.
A partir de 1986 el proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas revaloró el proyecto, mientras emergían dos realidades nuevas: el fin de las relaciones con la URSS, que acarreó una crisis económica profundísima, y una nueva generación de cubanos, que no tenía las vivencias de la primera etapa revolucionaria pero poseía una preparación personal altísima, sobre todo educacional, y en alguna medida también política.
En los primeros años 90, defender “las conquistas de la Revolución” y exaltar sobre todo la dimensión nacional implicó poner serios límites al proyecto. En ese momento tres cuestiones eran claves: la sobrevivencia del país, la viabilidad de la economía y de la reproducción de la vida social y cuál sería la naturaleza de la sociedad emergente al final del proceso. Las dos primeras cuestiones, a pesar de sus problemas vigentes, puede decirse que se han resuelto. En la tercera continúan la coexistencia o las pugnas entre actividades, relaciones y modos de vida que tienden hacia el capitalismo contra el tipo de sociedad basado en la solidaridad, la justicia y la inclusión social, la redistribución socialista de la riqueza por el poder revolucionario, el internacionalismo, es decir, basado en el proyecto de la Revolución. Lo que conocemos como “batalla de ideas” es el gigantesco esfuerzo por reformular y llevar adelante el proyecto socialista, que si bien procede de la primera etapa de la Revolución, ya no es aquel; tampoco puede basarse en la gente de entonces, que ya somos muy minoritarios, ni en la mayoría de las variables de los años 60, porque ahora son otras las vigentes.
Para salir adelante y proveer salidas socialistas al presente, será vital que cada vez más cubanos conozcan a fondo nuestras realidades y opciones, y participen en el planteo de los problemas principales y en las decisiones para enfrentarlos. Será vital también una unión intergeneracional, que la sociedad logre que los jóvenes asuman a fondo el proyecto socialista, que su participación sea enriquecida por la profundidad con que lo vivan, y no con que lo sigan, y por lo que puedan aportarle y recibir de él.
Usualmente, ante el tema llevado y traído de la función del intelectual se asiste a tesis que afirman que la libertad es autarquía, que la disciplina es obsecuencia y que la consecuencia no resulta más que uno de los múltiples sinónimos de la intransigencia. ¿Cómo entiende usted aquello que en los 60 llamaban “el compromiso del intelectual”?
Siempre resuena en mi país esa pregunta. Le he dedicado un buen número de páginas que no puedo sintetizar aquí, y unas cuantas polémicas; pero lo esencial para mí ha sido vivir ese compromiso. Prefiero ser honesto, antes que intentar ser original. Titón Gutiérrez Alea escribió: “Las relaciones entre política y cultura son superficialmente amables, pero profundamente contradictorias”.
Toda sociedad está organizada sobre un orden de dominación. En cuanto a sus funciones sociales, la labor intelectual suele estar inscrita en el servicio a la hegemonía de los que dominan, aunque también puede ser de resistencia a ella. En un régimen socialista la dominación tiene que ser cualitativamente diferente a la ejercida por el capitalismo, porque ella debe ser un camino de liberación. Por ello, la función social de los intelectuales debe sufrir profundísimas transformaciones. En este campo, aun cuando se han alcanzado logros prácticos, apenas existen debates serios sobre los problemas, y sin ellos no es posible avanzar mucho.
Los debates de los años 70 fueron eliminados y sometidos al olvido. Los de la rectificación fueron pospuestos en el curso de la gran crisis. Los debates de hoy podrían llegar a ser muy superiores a los anteriores. Pero entre el ser y el deber ser hay ciertamente una distancia muy amplia. A mí no me gusta el reclamo abstracto de libertades, y tampoco me gusta que los políticos reclamen obediencia. Aunque ambos reclamos tengan razón aparente, con ninguno de los dos se llega a ninguna parte. Solo revolucionando la comprensión de ambos campos podremos avanzar.
Este enero de 2007 me recuerda a Jano, el rey que tenía dos cabezas, para mirar hacia el pasado y hacia el futuro. Pero prefiero a Elegwa, el que muestra los caminos. Está más cerca del largo camino de rebeldías de mi pueblo, que es la razón por la que podemos hoy sostener esta entrevista.
Después de estas cuatro décadas de intenso trabajo intelectual y político, de haber sido profesor y cuadro político, trabajador de la industria azucarera, diplomático y subversivo, investigador y varias cosas más, ¿qué significa para usted que le hayan entregado el Premio Nacional de Ciencias Sociales?
Primero me produjo una alegría personal. No hay que subestimar la capacidad de cualquier individuo de alegrarse con algo bueno que le pase. Pero en enseguida me sobrepuse, porque desde muy joven me acostumbré a medir por mí mismo mi actuación, según el papel social que pueda jugar.
Un premio siempre tiene mucho de apreciación de los que juzgan —que agradezco— y de circunstancia. Este me parece muy positivo, porque reconoce no solo lo que pueda haber realizado una persona, sino a una posición determinada. Lo considero compartido con todos los que han tratado en el ultimo medio siglo de investigar y trabajar intelectualmente para servir en el campo del pensamiento y el conocimiento social a los cubanos y al resto de los seres humanos, desde el ejercicio indeclinable de la militancia revolucionaria y el pensar con la propia cabeza, de servir al cambio de las personas y las relaciones sociales en un sentido liberador y no meramente civilizador o modernizador, de servir en algo a la creación de una nueva cultura, sin rendirse ni cansarse.
Como tantos otros aspectos de la sociedad cubana, fue y es la Revolución la que creó el campo que ha permitido la multiplicación y el desarrollo del pensamiento y las ciencias sociales cubanos. Pero ellos han sufrido también vicisitudes muy graves, por más de una razón. A nivel general, en su desarrollo especializado y profesional han debido enfrentar la poderosa y sutil influencia del capitalismo mundial y la agresividad contra Cuba del imperialismo norteamericano, sortear el trágico error de cerrarse en una concha absurda e imposible, superar el empobrecimiento que conllevó la sujeción a la ideología del “campo socialista”, las graves insuficiencias propias y los errores de la política revolucionaria que las han perjudicado.
Las tareas del pensamiento y las ciencias sociales cubanos son muy difíciles y se han cumplido muy parcialmente. Se han obtenido avances profesionales notables, sobre la base de una población muy calificada y una cantidad enorme de graduados universitarios. Es muy necesario continuar y profundizar más los análisis que se han hecho sobre la situación y los problemas de este campo.
He sido, muy modestamente, un abanderado de todo esto, por lo que creo que el premio debe leerse también como un reconocimiento a la urgencia de desarrollos de las ciencias sociales en Cuba.