Es notable el momento en la vida de una persona en el que aprende cosas dantescas. Una de ellas es la discriminación racial. Nadie nace racista. Es necesario educar en la diferencia, en la segregación y en el desprecio para producir algo tan brutal y estúpido como el odio de razas.
El racismo me duele más que la falta de maestros, que los hospitales sucios y que los taxis extintos. Es imposible construir un modelo de sociedad alternativa a la capitalista sin soltar el lastre horripilante del racismo. En Cuba al menos podemos decir que el racismo es un delito, es un crimen en toda la línea, está prohibida la discriminación racial en la Constitución y en varias leyes complementarias. Pero esto no basta.
La Revolución de enero de 1959 cambió el panorama trágico de escuelas, clubes y barrios exclusivos para gente blanca. Pero ninguna revolución triunfa con la misma intensidad y profundidad ante todos los problemas sociales. El racismo no es solo ignorancia biológica, química, antropológica, psicológica, cultural en fin, sobre la humanidad y sus caracteres comunes en todas las latitudes del planeta, es también el resultado de siglos de explotación económica de personas, que trae como consecuencia su desplazamiento dentro de la sociedad hacia zonas de supervivencia y de menos oportunidades de desarrollo humano.
En Cuba se resolvió el dilema del acceso a los derechos humanos básicos de los afrodescendientes. Hasta el día de hoy es una joya de la política educativa cubana las escuelas sin segregación racial, ni de ningún tipo, a las que asisten sin separación, los niños y las niñas del municipio donde está la institución escolar. Lo mismo sucede con la matrícula universitaria y con la atención médica estatal en todo el país. Pero esto no basta.
Los indicadores del racismo en Cuba debemos buscarlos también en la forma en que se realizan estos derechos, en la frecuencia e intensidad del uso de los derechos por las personas de piel negra. Desde hace décadas la mayoría de los estudiantes en la Universidad de La Habana son blancos, por lo tanto no alcanza con la simple apertura sin discriminación, hay que ir a las causas sociales del uso diferenciado de los derechos.
Es triste que no se divulguen, con la claridad e intensidad que merecen, los datos trabajados por investigadores cubanos que nos ilustran que algunos de nuestros orgullos nacionales también esconden racismo. Por ejemplo, la esperanza de vida es más grande para personas blancas y la mortalidad infantil es más grande para niños negros.
Al racismo se le debe poner una lápida encima pero no para silenciar su existencia. La pobreza en Cuba está difuminada, no existen barrios cerrados ni pequeñas ciudades privadas, con talanquera y dueños, donde solo entran los escogidos, como son comunes en México D.F. o Miami, por poner ejemplos cercanos. En Cuba, sin embargo, es apreciable que los barrios pobres, que las peores casas, que los más bajos salarios, son para las personas afrodescendientes.
El capitalismo no tiene la costumbre de tocar la puerta, solo la empuja. En Cuba su entrada ha sido rápida, es extraño e inocente que la gente espere muros derribados y ositos Michas en cenizas. En cambio tenemos espacios públicos privatizados sin permiso del pueblo, ciudadanos indios trabajando en obras donde debiera haber cubanos, negocios privados donde no se seleccionan a mujeres negras para servir al público porque ‟se ve feo”, dueñas de guarderías que informan a las posibles clientas ‟no cuidamos niños negros”.
Hace treinta años nadie confesaba en Cuba que era racista, o al menos no exclamaba en una guagua que los negros son los culpables de todo. Hoy prolifera la ideología racista como candela por la pólvora. Es un juego, un deporte, culpar a las personas de piel negra de toda la delincuencia, de toda la mala educación, de toda la violencia, se les culpa hasta de su pobreza.
Pero nadie se queja de que haya pocos seres negros en el gobierno, de que haya poca gente de piel negra entre las actrices célebres, de que sean minoría en los laboratorios de punta y en los grandes negocios por cuenta propia.
Un pueblo racista es un pueblo subdesarrollado, ignorante de la historia y de la ciencia más elemental. Los cubanos y las cubanas debemos aprovechar que las leyes obligan a no discriminar. Si el racismo pulula dentro de las familias, en la aspiración de la muchacha negra de ‟adelantar” casándose con un blanco, en la lógica sin lógica de la madre que afirma no ser racista pero que a la vez no acepta peinar ‟pasas”, imaginen el panorama de un país donde el racismo sea una opción.
Es también sospechoso que en un ordenamiento jurídico y en un sistema de justicia donde el racismo sea un delito, que ninguna fiscalía use la acción penal por discriminación racial, que ningún tribunal radique una causa por esta razón.
No es posible amar a la patria y repetir el amor a la independencia y a la libertad de Cuba siendo racistas a la vez. No hay patria posible, ni libertad de veras, sin el amor a todos los seres humanos que conforman la nación. Es además un sinsentido histórico olvidar que nuestra República fue fundada por hombres y mujeres de piel negra, que murieron por miles en la manigua, en los ingenios, en los cañaverales, y que después todavía sufrieron el escarnio del fratricidio de 1912, por el que deberíamos pedirles perdón para siempre.
La esclavitud lleva al racismo, el racismo lleva a la esclavitud. Ser esclavos del odio de razas es un camino seguro a la violencia y a la injusticia.
He llegado con los años a tolerarlo todo, o casi todo, pero mi padre me enseñó a no tolerar a los intolerantes y ahí con ellos no tolero el racismo.
Aprendí en mi casa a amar a las personas, no a los colores. La cultura africana, del color que sea, me hace tan feliz como las demás. Amo al violín con la misma pasión que al tambor, a Omar Linares con la misma pasión que a Silvio Rodríguez. No hay Cuba sin Lezama pero tampoco sin Guillén.
En mi hogar mi padre repetía la frase ‟mi negro” para referirse a alguien negro o blanco al que tenía un cariño sincero. No soy el amo de ‟mi negro”, soy su deudor y su compañero en esta yunta apretada y agobiante que es el peso de la patria.