Durante cinco generaciones, los cubanos se han entrenado para enfrentar el golpe aéreo, masivo y sorpresivo, proveniente del Norte; no precisamente para el diálogo y la convivencia con Estados Unidos. Éste ha recurrido a casi todos sus medios de fuerza para amenazar o atacar a Cuba, desde los misiles nucleares hasta el suministro encubierto de artefactos supuestamente capaces de encender la mecha de primaveras árabes en la “isla comunista”, en lugar de aprender a entenderla, y a procurar sus metas por medios civilizados.
Ninguna de las dos partes está adiestrada para lidiar con un adversario, sino con un enemigo. El éxito de cada cual, en un escenario de acercamiento, dependerá de su capacidad para adquirir ese conocimiento y transformarlo en política real.
¿Qué pierde y gana Estados Unidos en un diálogo-negociación con Cuba?
Los costos consisten en afrontar resistencias creadas en los poderes establecidos y las camarillas de la derecha radical, incluido el segmento extremista de la élite cubano-estadounidense; en reconocer de jure al régimen cubano, después de ignorarlo por medio siglo; en sujetar los intercambios con la isla a un acuerdo recíproco, en lugar del clásico unilateralismo ejercido hacia abajo del hemisferio.
Los beneficios serían responder a una constituency de intereses de negocios -agroindustriales, turísticos, de transporte aéreo y marítimo, de productos biomédicos, de servicios de salud, de educación superior, deporte, entretenimiento, petroleros, etcétera–; liberar al empresariado cubano-estadounidense, rehén de la política establecida, para expresarse y organizarse en apoyo al estrechamiento de vínculos; facilitar, con el levantamiento del embargo, que las corporaciones nacionalizadas en 1960 puedan reclamar las indemnizaciones pendientes, según la ley cubana; eliminar un punto de discordia, creado por la Ley Helms-Burton, con América Latina y los países industrializados en torno a la libertad de comercio; distender la confrontación en los organismos multilaterales; mejorar el flujo informativo bilateral, mediante el intercambio acordado de programas de radio y TV, la conexión al cable de fibra óptica, el establecimiento del correo directo, telefonía e internet; consolidar la estabilidad de los acuerdos migratorios, evitar el flujo desordenado o ilegal, precaver las crisis; acordar formalmente la cooperación en la intercepción del narcotráfico, la seguridad naval y aérea, la coordinación entre militares y guardacostas; colaborar en control de epidemias, protección de especies, prevención de huracanes, preservación del medio ambiente compartido, entre otros.
¿Qué gana y pierde Cuba en un acercamiento con el Norte?
El primer beneficio, implícito en el reconocimiento al gobierno cubano que entraña la normalización de relaciones diplomáticas, se expresa en términos de la independencia, soberanía y autodeterminación del país. El fin de la hostilidad reduciría el alto costo en materia de seguridad y defensa, y el lastre sobre el desarrollo económico causado por el efecto multilateral del embargo; abriría el acceso al mercado y los flujos de capital estadounidense, con un efecto multiplicador sobre el conjunto de sus relaciones externas; apoyaría la normalización de relaciones en curso con los emigrados; permitiría alianzas o convergencias de intereses con diversos sectores de la sociedad de Estados Unidos; facilitaría la cooperación en problemas derivados de la contigüidad geográfica, como los apuntados arriba; despejaría el camino a una futura negociación que restituyera el territorio de la base naval de Guantánamo al control nacional.
En cuanto a costos, si bien la mayoría de los cubanos favorecen la distensión y aprecian sus beneficios económicos, no son pocos los ciudadanos de a pie, y de variada edad, que se preocupan por sus efectos políticos e ideológicos. De hecho, el discurso del presidente Obama reitera “el compromiso con la democracia y la libertad del pueblo cubano”. Naturalmente que la normalización tampoco desactivaría a los beneficiarios del anticastrismo radical de Miami, alebrestados por la nueva política hacia Cuba, ni aplacaría sus aspiraciones de incidir en el contexto doméstico cubano.
El vecino de arriba
Desde mi punto de vista, el mayor desafío para el gobierno cubano es encontrarse en una situación estratégica y táctica inédita. No se trata de otra ronda de cartas, sino de un juego nuevo. Este reto plantea la opción de adoptar una línea conservadora, limitada a jugar a la defensiva, o diseñar una estrategia proactiva. En ese replanteo, la capacidad para rearticular los recursos de poder político disponibles resulta decisiva. Además de los actores afines en el sistema internacional, y de las corrientes simpatizantes, la dinámica del acercamiento conlleva “aliados” dentro del propio campo del “adversario”. Son obvios cuáles son los de Estados Unidos en la región, en Europa, y también dentro de la isla. Los de Cuba, también; algunos resultan paradójicos, como empresarios y militares estadounidenses que tienen en alta estima a sus pares cubanos.
En el escenario del reencuentro, ambos enfrentan el reto de superar viejos esquemas. La mayor debilidad para Cuba no es su menor poder militar o económico, sino su mentalidad de fortaleza sitiada; la de Estados Unidos no es su ineptitud para lidiar con “regímenes comunistas” (China, Vietnam), sino su omnipotencia de superpower.
La cuestión de las transformaciones estructurales en el sistema económico y político cubano, las libertades individuales (en particular, las de expresión, movimiento y asociación), la naturaleza y papel de los medios de difusión, y todos los demás asuntos relacionados con los derechos y la participación ciudadanos, no deben sujetarse a las relaciones con Estados Unidos u otra potencia extranjera. Una voluntad política de cambio, que vinculara los temas de su agenda interna a las conveniencias de una relación más “armónica” con su vecino, perdería legitimidad a los ojos de quienes los apoyan y promueven dentro de la isla. Para decirlo de alguna manera, las reglas de convivencia de una familia no deben depender de acuerdos con el vecino del piso de arriba.
Por otra parte, resulta obvio que el diálogo y la normalización entre Estados Unidos y Cuba contribuirían a descomprimir la atmósfera interna, facilitaría el proceso de cambio, el relevo generacional del liderazgo, la mayor descentralización del sistema, y potenciaría los elementos más constructivos y valiosos entre ambas culturas y pueblos. Un modelo de socialismo más democrático se beneficiaría de una distensión con el Norte en la medida en que ésta ventilara la atmósfera de fortaleza sitiada y sus secuelas.
Si se sigue el debate público cubano actual, se puede constatar que la cuestión de la democracia no se asocia a reproducir sistemas políticos como los surgidos de las transiciones llamadas post-autoritarias, basados en sistemas de partidos altamente regulados. Este debate apunta más bien a una democratización radical de la sociedad y el sistema en su conjunto, incluido el proceso productivo, la comunidad, la escuela, el centro de trabajo, la gestión económica, las organizaciones sociales y políticas, sin soslayar al propio Partido Comunista.
Para el gobierno cubano, la cuestión ya no es evitar que “entren” las ideas del adversario ideológico, pues ya están “adentro” hace rato. No me refiero, naturalmente, a los grupos antigubernamentales, que no son considerados viables ni por la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana, sino a la comunicación de la sociedad de la isla con el resto del mundo. El reto consiste en rearticular y fomentar el consenso interno, rebasando atrincheramientos inoperantes en las circunstancias de la sociedad cubana actual, o limitándose a mover contingentes físicos en momentos escogidos, para facilitar la movilización de ideas nuevas, que le permitan liberarse de cauces y rituales consagrados, ya ineficaces.
Grietas en el muro
¿Cómo podría mutar el conflicto dentro del campo estadounidense? Además de los “nuevos aliados” de Cuba ya mencionados, la normalización ampliaría la posibilidad de que se tejieran nuevos vínculos entre cubano-estadounidenses y sus contrapartes cubanas. Dichos vínculos no sólo serían entre integrantes de la comunidad académica, sino entre miembros de otras instituciones y organizaciones civiles e, incluso, entre empresarios.
¿Seguirá siendo la élite cubano-estadounidense tributaria de la declinante industria del anticastrista aun si el comercio y el flujo de capital prosperaran entre ambas orillas? ¿Mantendrán esa identidad por encima de todo, incluso del ejemplo de otros emigrados históricos (vietnamitas, chinos)? ¿Hasta qué punto los viejos jinetes del anticomunismo y sus editorialistas podrán sostenerse ante la ola de intereses económicos y estratégicos que, gracias a una decisión política “de arriba”, extienda la superficie de contacto entre los dos lados?
En la medida en que el tráfico creciente en el estrecho de la Florida desplace la volatilidad del clima político prevaleciente hasta ahora, disminuiría la probabilidad de que los clásicos torpedos surgidos de las redes de hostilidad y de las propias burocracias desestabilicen el proceso de acercamiento, como ha ocurrido antes.
Más allá de estas contingencias, el conflicto ya ha entrado en una fase de transición. Como ocurre muchas veces entre los seres humanos, cuando se dan circunstancias favorables, un primer paso puede desencadenar una marcha superior a todas las expectativas. El bloqueo económico sigue ahí, y el proceso futuro no será fácil, pero el punto más difícil ha quedado atrás. Ahora el muro tiene una fisura, y la experiencia de las últimas décadas nos recuerdan lo que pasa cuando, bajo presión, un muro se agrieta.
El inicio de esta nueva era es una ganancia neta para ambos lados. Rebasar el clima de hostilidad existente con Estados Unidos desde 1959 realiza el interés nacional legítimo de Cuba; renunciar a una política de fuerza, en favor del diálogo político, se traduce en beneficios para una pluralidad de áreas y actores de EU, incluyendo los propios cubano-estadounidenses.
El gobierno de Estados Unidos no ha renunciado a formular su interés nacional en nombre de la democracia y la libertad, como tampoco los cubanos han relegado los suyos sobre independencia, desarrollo equitativo y democracia popular. Sería muy improbable que así fuera. Confundir los réditos de la pipa de la paz con los de un acto de contrición ideológica no ayuda a apreciar la trascendencia histórica y el valor político de este cambio. Como botón de muestra, véase la avalancha de neocubanología que ha acompañado la noticia desde ambos lados del Atlántico, a partir del mismo 17 de diciembre, anunciando el fin (ahora sí) del socialismo cubano.
¿Podrán concebir ambos gobiernos un mapa de ruta que enlace el diálogo, la negociación, la normalización, la cooperación, hasta el punto de coordinar acciones, más allá de lo bilateral, como lo han hecho ya ante el terremoto de Haití o el ébola en el oeste de África? Los próximos dos años, los de Obama y los de Raúl Castro, serán decisivos en el trazado de ese mapa y en su ejecución pausada, pero también con la urgencia que los tiempos demandan.
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