Para quien puso su mano en el arado y, a la altura de sus setenta y tantos años, sigue sembrando semillas se preparó el festejo que convocó la Fraternidad de Iglesias Bautistas de Cuba (FIBAC). No podía ser otro el sitio mejor escogido que su iglesia local, a la que llegó un día de agosto de 1971 con su esposa Clara Rodés para integrarse al barrio y a las transformaciones sociales que demandaba aquel momento para la iglesia cubana. Quién sino otro que el pastor que un día decidió arriesgar su vida y salió embistiendo las balas enemigas para defender un trozo de tierra cubana cuando la crisis de los misiles allá por los, ahora lejanos, años sesenta.
Raúl Suárez estuvo sentado en el primer banco de la Iglesia Bautista Ebenezer de Marianao (IBEM), al lado de Caridad Diego y María de los Ángeles González, de la Oficina de Atención a Asuntos Religiosos del Comité Central del Partido; y de sus hermanas y hermanos de la IBEM, la FIBAC, el Consejo de Iglesias de Cuba, otras denominaciones religiosas y de una representación de trabajadoras y trabajadores del Centro Memorial Martin Luther King y, asociación de la sociedad civil cubana que también fundó hace ya más de 25 años. Inquieto, como es, le costó trabajo mantenerse por casi dos horas en el mismo lugar pero él era el “homenajeado” y cumplió hasta el abrazo final de la noche.
Entre cantos, imágenes, palabras y sentimientos fue pasando, como en el clip de una película, la vida toda de este hombre que ha sido consecuente con su vocación cristiana y revolucionaria, siempre al lado de su pueblo, “en las verdes y la maduras” como la gusta decir.
Brillar en el sitio donde se hace una obra humana y trascender precisamente por esa condición es lo que identifica el batallar de Raúl Suárez junto a la familia lutherkineana, a los amigos y amigas de las Caravanas de la Amistad Pastores por la Paz, la gente sencilla del pueblo y de su entrañable Pogolotti, el primer barrio obrero de Cuba donde Suárez y la iglesia local encontraron el verdadero sentido de vida de un cristiano y una comunidad de fe comprometidos con su tiempo.
“Hay Suárez para rato”, dijo con una amplia sonrisa, mientras saludaba a quienes llegaron la noche del pasado dos de noviembre para rendirle un homenaje preñado de recuerdos, añoranzas y alegría, porque como buen cristiano que es, celebrar la vida es avivar el espíritu.
Y aquí le dejamos al pastor, al compañero —que también se equivoca, porque es humano—, estos versos de Mario Benedetti, que sabemos están entre sus preferidos, como testimonio de lo que él representa para quienes compartimos la misma fe y esperanza.
Si cada hora vino con su muerte,
si el tiempo era una cueva de ladrones
los aires ya no eran Buenos Aires,
la vida nada más que un blanco móvil.
Usted preguntará por qué cantamos.
Si los nuestros quedaron sin abrazos,
la patria casi muerta de tristeza
y el corazón del hombre se hizo añicos
antes de que explotara la vergüenza.
Usted preguntará por qué cantamos.
Cantamos porque el río esta sonando
y cuando suena el río suena el río.
Cantamos porque el cruel no tiene nombre
y en cambio tiene nombre su destino.
Cantamos porque el niño y porque todo
y porque algún futuro y porque el pueblo.
Cantamos porque los sobrevivientes
y nuestros muertos quieren que cantemos.
Si fuimos lejos como un horizonte,
si aquí quedaron árboles y cielo,
si cada noche siempre era una ausencia
y cada despertar un desencuentro.
Usted preguntará por qué cantamos.
Cantamos porque llueve sobre el surco
y somos militantes de la vida
y porque no podemos ni queremos
dejar que la canción se haga ceniza.
Cantamos porque el grito no es bastante
y no es bastante el llanto ni la bronca.
Cantamos porque creemos en la gente
y porque venceremos la derrota.
Cantamos porque el sol nos reconoce
y porque el campo huele a primavera
y porque en este tallo en aquel fruto
cada pregunta tiene su respuesta.
Si cada hora vino con su muerte
Si cada hora vino con su muerte.