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Alegría compartida

Antes de salir de la Terminal de Ómnibus de Niquero, municipio al cual pertenece Alegría, ya nos enterábamos de algunas particularidades del sitio al que nos dirigíamos. En una cola demasiado bien organizada, si se le compara con el instante dramático de abordar el vehículo, tuvimos oportunidad de dialogar con numerosos viajeros procedentes del histórico asentamiento.

Las difíciles situaciones y soluciones que aquellas personas debían afrontar para desplazarse de un lugar a otro, nos ayudaron a soportar la larga espera: “A las once debió salir un carro, pero estas son las santas horas (1:00 pm) en que no aparece la dichosa “Guarandinga”…, y va para largo”. Comentaba una señora, reclinada en una butaca, con muchas cajas y jabas entre las piernas, mientras le acariciaba la cresta a un gallo que llevaba bajo el brazo.

Convidados como estábamos a esperar, soltamos nuestros bultos, convencidos de la autenticidad que arrojaba aquella encuesta, aplicada espontáneamente cuando uno se encuentra en trances desconocidos. Desde la dilatada espera, en la Terminal, empezaron a sonar, en boca de sus co-protagonistas, los paradójicos truenos de una lejana comarca que veía pasar las nubes sin que dejasen caer gota alguna: “La seca está acabando. Es raro que se gocen las cosechas, y hay que andar al hilo con las lloviznitas que caen, pa´ poder sembrar algo de maíz”.

¿A dónde íbamos, eh? Todos lo sabíamos, y era bueno ponerse al tanto, en la medida que nos acercábamos a la “felicidad”. Por eso; obviando el trance de acomodar a más de cincuenta personas en el interior de un pequeño contenedor adaptado en la cama de un camión, y de la cantidad de piezas que iba largando por el camino; cuando estuvimos a unos pocos kilómetros de nuestro destino, sabíamos que la estoica lección brindada por los pasajeros, que nos acompañaron “apretada y calidamente” durante el viaje, resultaba la más esclarecedora antesala de la comunidad.

Desentumecerse, bajar a suelo firme, y esperar a que los calambres ultimaran las conclusiones de la travesía, podría ser perfectamente comparable al impacto que reciben los astronautas al llegar de regreso a La Tierra. Dos horas y media, en una misma posición, costaban trabajo de recomponer a la normalidad.

Alegría de Pío
Haciendo honor a su nombre, y como desde hace algunos años, en Alegría de Pío se celebra el cumpleaños de Fidel. Era 13 de agosto, y todos se disponían con viandas y trozos de cerdo para la celebración. Hace cincuenta y tres años, a pocos días del desembarco de los expedicionarios del Granma por playa Las Coloradas, fue aquí donde tuvo lugar la primera y sorpresiva escaramuza entre los insurgentes y las tropas batistianas. Divididos y diezmados, significó para el naciente ejercito revolucionario, más que un revés, una tremenda lección de estrategia combativa.

A pocas horas de llegar, rápidamente acogidos en la pequeña comarca, tuvimos un encuentro fortuito y cercano con Niño Vega, combatiente del Ejército Rebelde, quien, a sus años, ostentaba una cuantiosa reserva de medallas y reconocimientos. Fue él mismo, agricultor al fin, quien nos puso al tanto, con vívidos ejemplos sobre el terreno, de las dificultades y tropiezos para lograr arrancarle algo a la tierra. Sin embargo, Niño nos ofreció en demasía algo que se da bien en cualquier parte: agua de coco. “No quería quedar mal con ustedes, y esto se da como quiera”

Interesados en conocer un rarísimo lugar de nuestra geografía, estábamos a unos diez kilómetros de El Hoyo de Morlot, una depresión de borde perfectamente circular, de unos sesenta metros de diámetro. Al asomarse, con toda la cautela que exige el gigantesco pozo, se descubre que llega a cerca de setenta metros, o más de profundidad. Allá abajo, a la sombra que proyectan sus escarpadas paredes, crecen árboles tan grandes como los que se ven a flor de tierra, pero, desde arriba, parecen pequeñísimos arbustos.

A nuestra llegada nos pusimos en contacto con Pedro Hernández Figueredo, Julio Pérez y Jorge Segundo, funcionarios y trabajadores forestales que se ocupan del manejo y control del área natural en la que se encuentra El Hoyo. A la mañana siguiente ya estábamos atravesando los diez kilómetros que nos separaban de la gigantesca furnia; pero, desde nuestro primer contacto, empezaron a llover las lucubraciones que se tejen por acá con relación al origen del raro fenómeno orográfico: “Fue una bola de fuego, o de hierro, o sabrá Dios qué, que cayó hace muchas eras sobre el suelo”; apuntaban las versiones más consensuadas. Otros le atribuían origen divino; pero en todos los casos las explicaciones venían de arriba, de hace mucho tiempo.

La tipología del enorme agujero se corresponde con la del desplome de una cúpula cársica, hace millones de años; de modo que, esta vez, la respuesta viene de abajo. Luego de un largo conversatorio, como si no lo hubiésemos tenido, los naturales continuaban aferrados a la idea del origen meteórico del “cráter”. Todos, eso si, coincidimos en que fue descubierto por un aviador (Morlot), a principios del pasado siglo. Muy cerca de allí, en una de las escarpadas escaleras que conforman el paisaje de terrazas marinas, también se encuentra la cueva de Fustete, con más de cinco kilómetros de largo. Abundante en murciélagos y artrópodos, allí también vive “Pepe”, un veterano majá de santa maría, que, a juzgar por el grueso con que describían su ancho, debió medir más de cinco metros. Desafortunadamente, el vetusto ofidio no quiso dar la cara.

La misma noche de nuestro arribo a Alegría de Pío, con el bullón de caldosa espesándose sobre las brazas, compartimos una actividad cultural preparada con motivo de la efeméride. Algunos licores de dudosa procedencia, elaborados en improvisadas destilerías domésticas, sirvieron para animar la calurosa noche de ese fatigoso día de viaje. No debíamos extendernos demasiado, si queríamos despertar temprano para visitar el Hoyo, por lo que nuestra ingestión de bebidas y alimentos fue moderada. Inés Beatríz, joven amiga en nuestra expedición, traía consigo algunos accesorios ligeros que la convertían, en un abrir y cerrar de ojos, en una payasa. Por supuesto que eso encantó a los niños, mientras los demás seguíamos intercambiando con los responsables de nuestra excursión naturalista. Una vez terminada la actividad, como suele suceder todas las noches a la misma hora, se apagaron los generadores de una plantica eléctrica que abastece de corriente a los pobladores del apartado caserío; hasta que eche a andar al otro día, bien temprano en la mañana, poco antes de que salga el sol.

Texto y fotos: Amilkar Feria Flores

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