El alemán Joseph Ratzinger, que a la muerte de Juan Pablo II asumió el papado con el nombre de Benedicto XVI, emprende su viaje a la Isla luego de una interesante y compleja trayectoria teológico-política iniciada bajo el aggiornamiento del Concilio Vaticano II, en el que despuntó junto a teólogos reformistas como Küng y Rahner, pero al cabo corregida por cambios en su orientación socioteológica y por timonazos hacia el lado conservador del espectro, sobre todo después de los sucesos de mayo del 68, que le hicieron romper lanzas contra el liberalismo, el ateísmo y el marxismo. “Los regímenes comunistas”, escribió el cardenal Ratzinger en sintonía con su alma gemela, Juan Pablo II, “pretenden liberar al hombre, pero son sólo una vergüenza de nuestro tiempo”.
Se le ha definido como el “Peregrino de la Caridad” a los cuatrocientos años de la Virgen del Cobre, una de las narrativas fundacionales de lo cubano, sintomáticamente ubicada en un bote entre las aguas. También como intelectual y “científico del pensamiento teológico” y “Papa de la Verdad”. Lo primero resulta incuestionable, dada su formación y sus meritorios créditos académicos, pero lo segundo parecería no ajustarse mucho al país donde llega, en el cual la palabra “científico”, investida como siempre de una fuerte carga positivista, sirvió no sólo para marginar política y socialmente a los creyentes durante la institucionalización (1971-1985) bajo la sombrilla del “ateísmo científico”, sino también para poner apellido a un cierto tipo de socialismo que hizo gala de manuales y ortodoxias y acabó confundiendo socialización con estatización, una movida cuyos impactos llegan hasta hoy al funcionar como un pesado lastre estructural y psicológico ante los cambios de la hora.
Juan Pablo II lo colocó al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el nombre actual que designa a la Inquisición, establecida en 1542, en pleno apogeo del Renacimiento, con el objetivo de defender a la Iglesia de las herejías, una categoría que para todo el mundo evoca emplumamientos con brea, potros de tortura y un insoportable olor a carne quemada; sólo que esta de ahora, basada justamente en la Verdad, se concentra en detectar las “doctrinas no aceptables” —es decir, aquellas teológica y políticamente incorrectas—- para acabar castigando, por ejemplo, a teólogos como Hans Küng y Jon Sobrino, en el primer caso apartándolo de su cátedra en Tübingen por poner en discusión la infalibilidad del Papa; en el segundo, prohibiéndole enseñar y escribir por “subrayar el lado humano y olvidar la faceta divina de Jesús”. Sin desconocer el proceso contra el sacerdote y teólogo brasileño Leonardo Boff, en principio condenado y suspendido a divinis por su labor dentro de la Teología de la Liberación.
Evidentemente, las credenciales de Benedicto XVI no contribuyen demasiado a catalogarlo como “Papa de la Verdad”, un concepto que la posmodernidad ha puesto en crisis, toda vez que se trata de una construcción social, no de un cuerpo doctrinal impuesto y administrado desde la cúpula de un poder, sea el Vaticano o cualquier otro. En todo caso, Ratzinger tiene la suya propia, que es también la de la alta jerarquía eclesiástica y la de instituciones como el Opus Dei: vigilar y castigar a los desviados, sostener que fuera de la Iglesia no hay salvación, negar el derecho de las mujeres a controlar sus propios cuerpos, estigmatizar a homosexuales y lesbianas, condenar el condón en tiempos del SIDA y, en el caso cubano, de hecho restar legitimidad a las religiones populares de origen africano, a pesar de constituir parte esencial de la identidad nacional. Antonio Machado, proveniente de esa España profunda, marcada por Ignacio de Loyola y por esas murmurantes viejas de negro que también aparecen en Lorca, escribió una vez: “¿Tu verdad? No, la Verdad,/ y ven conmigo a buscarla”.
Bienvenido entonces el Papa como jefe de Estado y sucesor de Pedro, pero que sea sin olvidos ni desmemorias. Y sin gato por liebre.
por: Alfredo Prieto
tomado de Periódico 7 Días
Santo Domingo, 18 de marzo de 2012