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Comunistas y Evangélicos: Ni corderos ni lobos

En un período de los últimos cincuenta años, las iglesias evangélicas vivieron momentos de estrechez eclesial, incluso de angustia por su fe, cuyo más escabroso pico se remite a la década de 1960. Hoy aparecen aquellos días como envueltos en una caótica atmósfera de cambio en la que se debatieron ideas de transformación revolucionaria, actitudes conservadoras, incomprensiones, dudas, malos entendidos, en fin el cuadro típico de una sociedad que transitaba hacia una ruptura de raíz con
las estructuras del pasado republicano. La acción y la reacción, de uno y otro lado, sirvió para que la revolución se radicalizara quizás más rápido de lo que pudo convenir para su propia existencia, y para que los individuos, también de uno y otro bandos, dispusieran de tanto espacio como para convertir la acción y las ideas individuales en acción o ideología colectiva.

De ese modo, mientras la pastora bautista oriental Adela Mourlot publicaba en El Mensajero su artículo “Déjame seguir soñando”, en el que preguntaba con ánimo positivo: “¿No fue siempre un sueño perturbador la erradicación de la contaminada Lotería Nacional? […] ¿No hemos soñado siempre con una patria gobernada por hombres probos, bien intencionados, desinteresados, virtuosos? […] ¿No hemos soñado siempre con la protección de la niñez desvalida y el campesino ultrajado y desamparado?”, ya el metodista Justo González Carrasco, en su libro La revolución que falta, juzgaba en el propio 1959 los inicios del movimiento revolucionario advirtiendo que “no se puede esperar que un movimiento pujante y vencedor, que se originó en acciones de violencia, después del triunfo convierta en cruz de amor la espada tajante a la que atribuyó la victoria”.

El reverendo Suárez Ramos, al recordar aquellos días de confusión casi apocalíptica, confiesa en sus memorias que “la nueva situación creada a partir del primero de enero de 1959 desafió de manera profunda nuestra comprensión y práctica de la fe cristiana”. “Nuestra identidad religiosa resultó tremendamente sacudida. Un fuerte reto a la vocación pastoral, una renovación puesta al ritmo de los nuevos tiempos. Esta era la opción: o el ghetto religioso o emigrar. Cada medida a favor de nuestro
pueblo humilde ahondaba la contradicción entre la percepción de lo que se hacía y las reservas tradicionales sobre quiénes lo realizaban.”

Del lado de los revolucionarios, se extendió una mentalidad que empezó a ver, en óptica global, a creyentes y pastores como enemigos. El propio Suárez Ramos recibió la orden de reclutamiento para partir hacia Camagüey, hacia una de las nuevas unidades militares dedicadas al trabajo agrícola. En las UMAP, aquel a tiempo rectificado experimento de transformar en “hombres nuevos” a quienes eran clasificados como “lacras sociales”, lejos de su iglesia y de su familia en Colón, le preguntaron, impresionados por la conducta del pastor devenido cocinero: ¿Cuál es su problema con la revolución? Y el bautista en plan de regeneración forzada, respondió. Ninguno. Al parecer es la revolución la que tiene problemas conmigo.

Más o menos, esas citas reflejan los altibajos del proceso de cambio empeñado en construir el socialismo entre combates ideológicos y guerras clientes y frías que la cronología cubana de 1959 a estas fechas no puede esquivar, aunque las recoja con colores de izquierda y de derecha, es decir, a favor o en contra del núcleo de nuestra historia reciente: la revolución cubana. Pero el devenir más que deslindar los territorios entre religión y Estado los ha despejado despaciosamente de dudas, injusticias, equívocos, aunque investigadores y periodistas, no podrían afirmar que entre los adeptos y fieles de todas las confesiones cristianas y todos los militantes y dirigentes del Partido Comunista de Cuba, no existan opiniones y actitudes personales que maticen las relaciones entre estas instituciones.

Pluralmente se ha ganado en mutua comprensión. Según las evidencias, el Partido Comunista modificó su percepción de que profesar una religión no implica que el creyente adopte, como por mediación automática, una militancia contraria al socialismo. Y por ello desde 1991 ciudadanos con fe religiosa pueden aspirar a militar en el partido de gobierno y único. Por supuesto, de otra manera no podrían conciliarse las aspiraciones de igualdad que sostiene el programa del Partido Comunista y una práctica discriminatoria hacia los cubanos creyentes. Pero si en lo concerniente a la institución la voluntad integradora se muestra con claridad, en términos individuales, como hemos dicho, aún transitan por la realidad cubana, hecha cuerpo de este o de aquel, un concepto reductor de las creencias religiosas. O entre creyentes se nota también la negativa a aspirar a la militancia entre los comunistas.

En términos de espacios, en cambio, las confesiones evangélicas disfrutan hoy de una valoración jurídica, constitucional que las empareja a todas, incluso con la Iglesia Católica. Al ser el cubano un Estado laico, no adopta religión oficial y por tanto las trata sin privilegios. Ningún régimen antes de la revolución, reconoció ese fuero de igualdad. El reverendo y también diputado a la Asamblea Nacional Raúl Suárez Ramos reconoció, en conversación con el autor, que “a partir de 1984 se inició un proceso creciente de mejoramiento en las relaciones entre el Estado y las iglesias, que ha durado hasta hoy”. “Todas las iglesias, como creyentes, abundó, tenemos las mismas limitaciones de índole material que todas las instituciones y todos los cubanos. Pero desde lo pastoral, gozamos de libertad plena. Fue precisamente en 1984 cuando concurrieron varios acontecimientos que coadyuvaron a que comenzara ese proceso de superación de viejas y a veces conflictivas relaciones”.

En junio de 1984, el reverendo norteamericano Jesse Jackson visitó a Cuba, y su presencia, en particular su cercanía con Fidel Castro, sirvió para una especie de mensaje de la posible conciliación entre concepciones ideológicas que parecían no poder vivir sino en la desconfianza. Ese mismo año, en noviembre, el Presidente cubano se reunió con los miembros de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba y diez líderes del movimiento ecuménico. Luego se fundó la Oficina de Atención a los
Asuntos Religiosos, adscrita al comité central del Partido Comunista. Y en 1985, se publicó en una tirada masiva Fidel y la religión, libro que difundió la entrevista entre Fidel Castro y el dominico brasileño Frei Betto, y en cuyas páginas el líder de la revolución explicitó y clarificó sus ideas y posiciones acerca del fenómeno religioso, como si con ello impartiera una catequesis de entendimiento entre cosmovisiones aparentemente irreconciliables.

En abril de 1990, la política de mejoramiento recibió un impulso culminante, cuando Fidel Castro se reunió con 74 líderes ecuménicos de diferentes denominaciones evangélicas. “Se operó desde entonces asegura Suárez Ramos una mayor fluidez en las relaciones entre el Estado y las iglesias, pero los que más se han beneficiado son los creyentes, que viven su fe insertos en la existencia cotidiana. No me equivoco al afirmar que desde 1984 han venido experimentando mucho más libertad para visitar los templos. Lo cual se refleja en el crecimiento del número de fieles. Hablo de la comunidad cristiana. Las iglesias evangélicas estamos organizadas, estructuradas, pero las vivencias mayores ocurren en las comunidades locales”.

Es muy prematuro evaluar, sin embargo, cómo las comunidades reaccionan a la actual etapa de actualización o renovación de la sociedad cubana. Según la experiencia del Reverendo Suárez Ramos en la comunidad Ebenezer, de Mariano, donde también radica el centro Martin Luher King, “no hay dudas de que al contar con más información y al ver la honestidad con que ha hablado el presidente Raúl Castro al pueblo, hay más claridad, más confianza, más esperanza y más fe en ese proceso”… “Uno nota a la gente con más entusiasmo, que no implica que no existan preocupaciones y temores. El pueblo es uno, pero uno en su diversidad”.

Podemos preguntarnos, como conclusión provisional, si “el pueblo de Dios” habrá modificado parte de la tradición frente a las ideas comunistas que heredó antes de 1959. De acuerdo con el criterio del reverendo Rafael Cepeda, reconocido historiador protestante, expuesto en su libro Vivir el Evangelio. Reflexiones y experiencias (La Habana, Editorial Caminos, 2003): “El anticomunismo había sido permanente tema de estudio en el currículo de educación cristiana en las iglesias. Para muchos el reto
se convirtió en terror, y comenzó el éxodo de pastores y feligreses. Aun los más fuertes, los que decidieron permanecer y encarar el desafío, albergaban profundas dudas, y zigzagueaban en pensamientos y actitudes. ¿Qué decir? ¿Qué hacer? ¿Cómo decirlo y hacerlo responsablemente, frente a un pueblo exaltado y esperanzado?

Y habremos de preguntarnos también si desde el lado de los revolucionarios ya disminuye, en el plano de la conducta individual, el ateísmo practicado como un acto de fanatismo, es decir, como un principio solidificado por el dogma. Por ahora, la respuesta para estas preguntas debe de estar en que las iglesias evangélicas, como elementos de integración comunitaria en una fe y una moral, y el socialismo —lo que hasta ahora puede llamarse así entre tantos fracasos socialistas— como factor de unidad, justicia y libertad e independencia nacional, se hagan conscientes de la necesidad de coexistir en la misma patria y como partes integrantes del mismo pueblo. Porque la espiritualidad humana, según un criterio generalmente admitido, no se agota en la religión; también se enriquece con valores éticos laicos, políticos, estéticos. Y por tanto la unidad política de un pueblo no radica en la cosmovisión, la filosofía, sino en un programa político que pueda unir lo que es uno y es también diverso.

por: Luis Sexto*, fuente http://progreso-semanal.com*

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