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¿Dios en Haití?

En la tragedia de Haití concurren dos fenómenos convergentes y diferentes. Por una parte, la situación de la isla caribeña en una zona sísmica, con frecuentes terremotos y maremotos, expuesta también a huracanes y ciclones, en una de las partes más vulnerables del planeta.

Por otra, la agresiva mano del ser humano, que ha desforestado Haití, sobreexplotado sus reservas naturales y construido poblaciones y ciudades carentes de los mínimos de seguridad. Las condiciones extremadamente precarias en que los colonizadores dejaron el país, la tradición racista y esclavista, la corrupción generalizada, la dictadura de gobiernos explotadores, como los Duvalier, y la injusta distribución de los recursos han aumentado los males de la isla.

Se ha hundido todo, incluido el casco histórico y los organismos estatales, pero se ha preservado el moderno barrio rico de “Pétion Ville”, en Puerto Príncipe, como también la vecina y menos desafortunada República Dominicana.

A la luz de estos datos, la pregunta religiosa “dónde está Dios” no es ni puede ser la primera. Haití ejemplariza lo que ya pasó con el tsunami de Indonesia y las hambrunas subsaharianas.

Hay pueblos, naciones y Estados que viven en la miseria, sin capacidad para defenderse de las catástrofes naturales. El orden internacional está montado sobre la concentración de riqueza en el 20% de la humanidad y el desamparo de buena parte de ésta. Por sí solos no pueden salir de su miseria, agravada por multinacionales que esquilman los recursos para obtener grandes beneficios en poco tiempo, gobiernos propios corruptos y vendidos, y países ricos que protegen sus intereses y los de sus compañías en el Tercer Mundo.

Sin este orden de cosas se hubiera podido evitar la repercusión de la catástrofe o habría sido muchísimo menor. Pero los habitantes de Haití son tan pobres que ni siquiera tienen capacidad para recibir y repartir la ayuda que les llega. ¿Quién tiene la culpa? El actual orden internacional que sólo puede sostenerse en base al poder económico, político y militar de los países ricos, y la persistente corrupción de las élites dirigentes del país.

¿Y Dios? Seguimos buscando al dios relojero de Newton, que ajusta la maquinaria del universo para arreglar sus disfuncionalidades. Pedimos milagros naturales, que Dios envíe las lluvias o las pare, detenga los tifones, haga prodigios. Eso era también lo que pedía el pueblo a Jesús, el deseo con el que el espíritu del mal le tentaba (poder, prestigio y dinero), y el sueño de los discípulos (un mesías milagrero).

Dos mil años después seguimos buscando un Dios-providencia a nuestro servicio, un super-padre protector y un ser omnipotente que nos proteja de la naturaleza. Pero Dios no intervino para evitar el Gólgota, ni tampoco en Auschwitz, ni ha evitado pestes, hambrunas y otros desastres.

Creemos, con todo, que el mal es también un misterio que encaja difícilmente con la imagen de un Dios omnipotente y misericordioso, sobre todo, cuando se traduce en sufrimiento de los pobres y de los inocentes.

La ciencia formula las leyes de la naturaleza y explica las causas de los desastres, facilitando el progreso y el avance en el control de ella. Dios no tiene celos del ser humano, imagen suya, sino que capacita a la persona para ser creadora y generar vida.

Le ha dado a la humanidad una responsabilidad en el mundo con la condición de que todos los seres humanos y la propia naturaleza participen equitativamente de las riquezas del universo. Defiende al pobre y al oprimido, y bendice a los que trabajan por la paz y la justicia, valores del Reino de Dios

Dios no es neutral, está en Haití en las víctimas y en cuantas personas trabajan allí solidariamente, se identifica con las víctimas y hace de ellas el criterio del juicio divino (Mt 25,31-46). Nadie tiene derecho a hablar en su nombre, sólo ellas y quienes comparten sus sufrimientos. Pero todos podemos y debemos hacernos presentes en Haití, atender a las necesidades urgentes de los haitianos y colaborar en su reconstrucción. Más eso no basta.

Dentro de pocos meses Haití será un mero recuerdo, excepto para los que siguen allí. La gran tragedia del siglo XXI es la de una humanidad que tiene recursos suficientes para acabar con el hambre y mitigar las catástrofes naturales, pero prefiere emplearlos en armamento, para defenderse de los pobres; en policías, para evitar que lleguen los inmigrantes a nuestras islas de riqueza; y en los despilfarros consumistas de una minoría de países.

Del mal de Haití somos todos responsables, especialmente los países más ricos, y la solidaridad no puede quedarse en un momento puntual, aunque sea necesaria, sino que exige otra forma de vida. Haití personifica hoy a los pueblos crucificados, y la única respuesta válida es comprometernos para que no haya màs Haitís asolados ni Palestinas masacradas, como tampoco ningún Auschwitz ni Hiroshima.

Todos tenemos que cambiar, y la referencia al Dios de Jesús ha de ser el gran acicate de justicia y solidaridad para los que nos llamamos cristianos.

Firman este documento los siguientes miembros de la Asociación Juan XXIII: Josè Luis Andavert, Xavier Alegre, Juan Barreto, Fernando Bermúdez, José Manuel Bernal, Rafael Calonge, José María Castillo (vocal), Josè Centeno, Juan Antonio Estrada, Benjamín Forcano, Máximo García Ruiz (vocal), Josè Ignacio Gonzàlez Faus, Julio Lois, Francisco Margallo, Eduardo Malvado, Albert Moliner, Federico Pastor (presidente), Jesús Pelàez, Victorino Pérez Prieto, Margarita Pintos, Josè Luis Quiròs, Ignacio Simal, Alfredo Tamayo Ayestaràn (vicepresidente), Juan Josè Tamayo-Acosta (secretario general), Rufino Velasco, José Vico, Evaristo Villar, Juan Yzuel.+ (PE/ Lupa Protestante)

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