Se dice que en los momentos críticos caen las máscaras. Y esto es lo que está pasando con los grandes medios de comunicación cuando en lugar de propiciar un debate amplio y diverso han optado por atrincherarse en la esencia de su realidad oculta: la propaganda. De ahí las multimillonarias campañas publicitarias que el poder mediático ha desplegado en los países donde se ha dado o está por darse una apertura a la democratización de la comunicación. Campañas, por cierto, muy interrelacionadas no sólo por tener una matriz común, sino por la sincronización de movimientos y soportes: institutos de investigación, centros de observación y entidades afines, y obviamente la inefable SIP (Sociedad Interamericana de Prensa, que es el gremio de las corporaciones mediáticas).
Al centro de tales campañas: ese mismo poder mediático erigido como paladín de la libertad de expresión. O sea, un valor intangible utilizado para señalar que su poder acumulado es intocable. Por lo mismo, se convierte en un atentado a dicha libertad toda iniciativa que pretenda abrir nuevos parámetros asumiendo que en ella se contempla también la libertad de la ciudadanía toda. Por decir algo, que simplemente reivindique que el escenario vigente precisa dar paso a la incorporación de nuevos actores sociales para hacer efectivo el sentido de mayor pluralidad y diversidad.
La conquista de la libertad de expresión marca un hito en la permanente lucha de la humanidad por garantizar los derechos inalienables de las personas y las colectividades. En ese devenir histórico con la Declaración Universal de Derechos Humanos, en su artículo 19, se consagra el Derecho a la Información que reconoce portadores de tal derecho a todas las personas. Se trata de una concepción englobante de todos los derechos reconocidos y reivindicados hasta entonces en esta materia, y que para los tiempos que corren resulta insuficiente por lo que hoy la lucha gira en torno a la demanda del “Derecho a la Comunicación”, reconocida ya en varios países e instrumentos internacionales.
Asuntos de democracia
En ese devenir histórico, el curso que ha marcado el mundo de la comunicación y consiguientemente el ordenamiento de los medios de comunicación tiene el signo de una cada vez mayor concentración. Los teóricos del liberalismo clásico cuando cimentaron las ideas del “cuarto poder”, seguramente hoy serían los mayores críticos. El hecho es que bajo tal premisa se operó el proceso de institucionalización que ha hecho que los medios de comunicación se conviertan en entes autónomos en tanto “naturalmente neutros”, por fuera de cualquier control social. Y bien, es lo que ahora les permite actuar por sí y ante sí con una agenda propia, supuestamente como expresión de la sociedad. Una seria secuela de ello es que ahí se produce la separación entre emisor y receptor, estableciéndose una relación unidireccional a partir del polo emisor; aunque se diga que es una cuestión simplemente técnica, no es así.
Expresión de lo dicho es el tema autorregulación, presentada como un mecanismo para preservar la libertad de expresión, bajo el entendido que la más insignificante regulación es un atentado a tal libertad. El argumento comúnmente utilizado es que el control lo hacen el lector, el oyente, el televidente quienes en cualquier momento pueden decidir no seguir con tal o cual medio o programa. Por tanto, sostienen, es el control perfecto, y no se precisa de ningún otro; vale decir, todo se resuelve en el mercado. Sin embargo, ni la comunicación ni la información se las puede considerar como meras mercancías pues son bienes esenciales y relevantes para el convivir de una sociedad democrática. Precisamente por eso merecen protección del ordenamiento jurídico.
De modo que lo que tenemos es un poder mediático cada vez más concentrado, que conjuga tanto el ser parte de los grandes negocios como el hecho de ser un factor preponderante para la disputa de ideas (1). Y por otro lado, una lucha histórica por la ampliación de derechos o cuando menos para que se hagan realidad los ya consagrados. Vale decir, se trata de una disputa entre el poder mediático que habla de libertad de expresión, aunque en realidad reducida a la libertad de prensa (que consagra los derechos a los empresarios); y actores sociales que con un sentido englobante y amplio reivindican el Derecho a la Comunicación.
Por esa simbiosis de los grandes medios de comunicación con el poder es que justamente se asiste a una creciente pérdida de su credibilidad en muchos países del mundo, al punto que ya se habla de crisis de la prensa (2). Precisemos, esa simbiosis no es nueva, lo nuevo es que las tradicionales fórmulas de disimulo han comenzado a fallar ante la evidencia de los hechos. En todo caso, es un factor que está gravitando para que la demanda por la democratización de la comunicación paulatinamente sea asumida por cada vez mayores sectores sociales organizados.
A propósito, resulta muy significativa la experiencia de las organizaciones sociales argentinas respecto a la Ley 26522 de Servicios de Comunicación Audiovisual. En primer lugar, por la confluencia que han logrado establecer con la conformación de la Coalición por una Radiodifusión Democrática, integrada por representantes de organizaciones sindicales de los trabajadores, sus centrales obreras, de los movimientos sociales, de derechos humanos, de emisoras y claustros universitarios, del movimiento cooperativista, de radios y canales comunitarios y pequeñas pymes, de los pueblos originarios, ciudadanas y ciudadanos en general.
Luego, por la activa participación en los debates en torno a la Ley que se desarrollaron en todo el país durante la fase previa a su tratamiento parlamentario, a partir de una plataforma común de 21 puntos. Y ahora, por las movilizaciones que están propiciando para que ésta entre en vigencia puesto que se encuentra suspendida por un fallo de la justicia federal de Mendoza. El pasado 15 de abril, como en los mejores tiempos de movilización, más de 50 mil personas salieron a las calles de Buenos Aires para expresar el respaldo a dicha Ley, cuya aplicación se ha visto frenada por un recurso interpuesto por grupos oligopólicos (como Clarín, grupo Vila-Manzano, entre otros). La decisión final está en manos de la Corte Suprema de Justicia.
Brasil es otro país donde últimamente diversos sectores de la sociedad se han involucrado directa o indirectamente en los debates propiciados por el proceso que condujo a la Conferencia Nacional de Comunicación (Confecom), realizada en Brasilia del 14 al 17 de diciembre de 2009, donde de las 665 propuestas aprobadas, 601 alcanzaron consenso o más del 80% de aceptación en los grupos de trabajo por lo que no precisaron ser votadas. Otras 64 se aprobaron en plenaria.
Como los grandes medios de comunicación no están para el debate, optaron por abandonar la Conferencia y consecuentemente ignorarla o bien descalificarla. Ahora, todas sus baterías apuntan para que las directrices adoptadas en la Confecom mueran en el papel. Pero desde el campo popular ya se habla de acciones de presión para que el Parlamento respete los mandatos de la Confecom, pues, al decir del coordinador de la Asociación Brasileña de Radiodifusión Comunitaria, José Nascimento, “Brasil ya le tomó gusto al debate sobre las comunicaciones”.
Tanto en estos países como en otros que están inmersos en procesos afines, el punto común denominador es la premisa de que lo que está en juego es el sentido mismo de la democracia: una de carácter formal, limitada a votaciones de tiempo en tiempo, donde los actores ya no son los ciudadanos sino los consumidores; y la otra que reivindica una ciudadanía participativa y proactiva para tener voz y voto en las decisiones que vertebran su destino. En esta perspectiva es que va adquiriendo fuerza la demanda por el Derecho a la Comunicación.
Puntos comunes
En clave del Derecho a la Comunicación, ésta no se limita a los medios de difusión, sino que se conecta con ámbitos como la educación y la cultura, en tanto supone diálogo y construcción de sentidos comunes. Pero debido a la centralidad que en nuestras sociedades han adquirido esos medios de difusión, resulta obvio que se le asigne una atención particular.
En términos de democracia, ello implica confrontar la concentración mediática y la lógica que privilegia los intereses de los grandes grupos económicos, para dar paso a una reestructuración que ponga término a los monopolios y oligopolios. Pero también rescatar el carácter público de la comunicación social y por lo mismo la centralidad de la sociedad en este plano: un giro copérnico ya que únicamente se venía contemplando a dos actores: Estado y empresarios. Esto es, garantizar la participación activa, crítica y organizada de la sociedad en todos los procesos comunicativos.
En materia legislativa, uno de los puntos críticos tiene que ver con el reparto del espectro radioeléctrico un bien público inalienable, imprescriptible, inembargable y limitado que pertenece a la humanidad pero que es administrado por los estados. En esta materia, se viene imponiendo el criterio de los tres tercios: sector empresarial, público (estatal) y comunitario. Cuestión que cobra particular importancia ante la próxima entrada del sistema de frecuencias digitales.
Otro punto se refiere al ordenamiento institucional y la consiguiente definición y demarcación del órgano u órganos rectores que habrán de ocuparse de las regulaciones y controles. A propósito, la figura esgrimida es la de un Consejo Nacional o Social de Comunicación, aunque no necesariamente hay concordancia respecto a su composición y espacio de autonomía.
Luego hay una serie de demandas que, con variantes, resultan comunes a los diversos países, tales como: la producción y distribución local y regional; la sustentabilidad de los medios públicos y comunitarios; la precisión del carácter y composición de los medios públicos; las derivaciones prácticas del control y participación social; acceso a la información de las entidades públicas (transparencia), insinuándose que lo mismo debería aplicarse hacia todos los sectores; acceso universal a las tecnologías de Información y Comunicación (TICs); regulaciones en materia de promoción y publicidad, entre otros puntos.
En todo caso, queda claro que para que las leyes no queden en letra muerta tienen que traducirse en políticas públicas.
(1) “El capital va asumiendo directamente ya no solo la reproducción del capital, sino también la reproducción ideológica y social. Esta transformación es clave, porque es la que promueve la penetración de grandes capitales en los mercados de comunicación y cultural”, sostienen Guillermo Mastrini y Carolina Aguerre en su texto “Muchos problemas para pocas voces: La regulación de la comunicación en el siglo XXI”, http://www.catedras.fsoc.uba.ar/mastrini/.
(2) En una nota titulada “Se a imprensa quiser melhorar”, Eugenio Bucci sostiene: “La crisis de prensa, de la cual tanto se habla, no se reduce a ítems como el costo del papel, de la tinta, de la distribución. Ella es más profunda que la tal revolución de la era digital. Ella es resultado del envejecimiento de una formula que creía que el monólogo sería suficiente para informar (o endoctrinar?) a la sociedad. Ese monólogo nos llevó al matrimonio de la irrelevancia con la irresponsabilidad. Esto es lo que tenemos que cambiar”. http://observatoriodaimprensa.com.br/artigos.asp?cod=588IMQ011
*Comunicólogo ecuatoriano, director de ALAI. Publicado en la revista América Latina en Movimiento, La integración en clave de comunicación, Nº 455, mayo 2010.