«Cuídamelo mucho», dijo mi amigo antes de entregarme su ejemplar autografiado de Entre dos siglos, primera compilación de los artículos de Leonardo Padura para la revista Cultura y Sociedad, de la Agencia IPS. Precisamente esas dos palabras inmensas: Cultura y Sociedad, eran las grandes secciones del libro, desde cuya portada miraba hacia ninguna parte un viejo, y se distraía, ingenuamente, una niña.
Lo devoré de inmediato. Y comencé a prorrogar —a veces inconscientemente— su devolución. Alguna que otra vez vi al amigo y me justifiqué con las gastadas frases de «no te preocupes, que ya lo terminé» o «pronto te lo devuelvo» o «está buenísimo, tengo que traértelo»… Los días siguieron cayendo; y cuando ya prácticamente no me quedaban estrategias de retención, fue él quien comenzó a darme largas: «no te apures, muchacho»; «luego me lo traes»; «yo sé que tú me lo cuidas»…
Unos meses más tarde supe, por otros amigos, que el dueño de Entre dos siglos ya no estaba en Cuba. Y sentí, como único nexo material sobre la distancia, aquellas páginas del periodista y escritor que ambos tenemos en nuestro particular Equipo de las Estrellas, para decirlo en términos beisboleros.
Ahora, a la vuelta de unos años, el destino, en la gentil voz de mi profesor José Ramón Vidal y del Centro Martin Luther King Jr., me invita —sin haber hecho nada para merecerlo— a presentar otro compendio de crónicas y artículos de Padura. Esta vez bajo un nombre más provocador: La memoria y el olvido.
Y digo «provocador», porque esta quizás sea la primera y gran virtud del volumen, como toda obra de buen Periodismo: provoca: inquieta, moviliza, enamora. Con esto no descubro nada nuevo: un texto de prensa o un libro de este «escribidor» siempre irradia esos atributos. Pero se me antoja que este es singularmente incitante, y vuelve «con esa fuerza más» del vocablo oportuno, a las angustias que rondan al autor y sus lectores.
Del palmarés periodístico de Padura, poco hay que decir que no sea elogio redundante. En los archivos y nostalgias del Caimán Barbudo, Juventud Rebelde y La Gaceta de Cuba, entre otros medios, todavía vibran sus historias, contadas con la sencillez y la elegancia de los maestros de la escritura. En la Facultad de Comunicación, sus textos son moldes para intentar emprender El viaje más largo del oficio, aquel que solo termina con El alma en el terreno. Y en el gremio de la prensa, aun por encima de ciertos olvidos, crece intacta su memoria.
Un hombre es una ciudad de recuerdos. Los que además los escriben, son como ciudades flotantes sobre los vaivenes de la realidad. La realidad es uno de los tantos nombres de la historia. Unas veces maquillada para salir; otras, vestida de combate, casi siempre, despeinada por las utopías. Y la utopía… ese atormentado refugio de los que se atreven, aunque en ello les vaya su único tesoro: el tiempo.
En La memoria y el olvido anda Padura con su ciudad, con sus perros, con sus utopías. Aquí palpita la realidad que en sus ojos ha sido, y el tiempo —todo el tiempo, Eliseo— que cabe en el entramado sentimental de una crónica o en la hondura ideológica de un artículo. Ambos, con vocación de novelas.
Este pelotero de Mantilla sabe bordear las esquinas del imposible sin que la emoción lo descontrole. Anuncia desde su primer wind up las curvas y rectas que nos lanzará para después poncharnos, sutilmente, con un cambio de bola. Nadie podría decir que juega sucio. Lo hace con maña; y en el béisbol y en la vida, no hay que ser ingenuo.
Cada vez más, y con mayor astucia, los potentados del miedo y del olvido intentan vendernos su juego. A ritmo de alguna música simplona las calles y las comunidades se agrietan mientras la «sustancia de evocación»: eso que quedará en los números finales del partido, decrece sin misericordia. Y es hora de imanes, de conectar —como magistralmente logra el escritor— lo fenoménico y lo constante: el microbio y el universo.
Padura ha decidido batear con furia la amnesia. Es periodista, y comprende, con Kapuscinsky, que las palabras —que no cambian nada— pueden cambiarlo todo. La Cuba de los últimos años, y la de hoy, destinada irrecusablemente a cambiar o borrarse, le duele en cada idea, en cada letra. Gravitan demasiadas demoras, demasiados borrones, demasiadas distancias.
Y si el pasado pesa como un ejército, hay algo aún más grande por salvar, lo que con acierto él llama: «la memoria del futuro». Este libro, otra carrera en el alto average de honestidad y coherencia de su autor, al menos lo intenta. Cumple con el más sagrado deber de los fabuladores de mundos: «el dolor de la lucidez».
por: Jesús Arencibia, periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana