La generación que nació con la Revolución o poco antes creció en los ideales de un mundo donde todos empezábamos a ser iguales. Y cultos, para ser libres, como soñó Martí. En los albores, comíamos, vestíamos y calzábamos lo que nos correspondía por el sistema de racionamiento, sin ambiciones materiales, o apenas, libres del yugo del consumismo que embrutece y banaliza. Éramos felices y teníamos fe en el mejoramiento humano, como el Maestro, y creíamos en la formación del hombre nuevo, como el Ché. Éramos materialistas dialécticos e históricos –seguimos siéndolo-, pero en el fondo, éramos también, probablemente, los idealistas más ingenuos que había parido la Tierra. Soñábamos que todo era posible sin contar con el dinero.
¿Por qué habríamos de contar con el todopoderoso culpable de la explotación del hombre por el hombre? Pero en aquella apoteosis socio-económica y cultural, estábamos olvidando las leyes de la dialéctica y las necesidades siempre crecientes del ser humano.
Lo que no crece hoy es el bolsillo. Y la generación de Mario Conde y la nuestra, están en buena medida perdidas, entre la “neblina del ayer” y el mañana que no acaba de llegar, en todo caso, para nosotros.
“Dinosaurios somos” y, sabido es, la especie que no se adapta al medio perece. Esa es la ley, implacable, de la selección natural. Darwin lo descubrió y Marx lo avaló. Pero si bien es lógico, también es absurdo, porque Marx no habría escrito El Capital si hubiera creído que el ser humano se regía por la misma ley de la evolución de las especies. Para eso descubrió otras leyes y nos enseñó que la fuente de todos nuestros males, sin entrar en los detalles de su obra capital de cientos de páginas, era el maldito dinero.
Nuestra relación con esa categoría económica, para empezar, no podía ser sana: Nené caca, No se toca, Tá sucio, en fin… La ideología judeocristiana había escrito lo suyo en nuestros genes, borrando la codicia de nuestra cadena de aminoácidos. El resultado es que carecemos del gen imprescindible para sobrevivir en la nueva sociedad de mercado paralelo –eufemismo por mercado único, o casi-, de revendedores, cuentapropistas y carretilleros, con precios tan paralelos a los salarios, que aquellos y estos no se encuentran ni en un punto imaginario en el infinito. Somos, entre ser o no ser, esa especie en vías de extinción que trabaja “por amor al arte”, por una miseria o gratis, ayuda al prójimo sin pedir nada a cambio no sabe pedir, declina obsequios y pasa las de Caín, pero no se rinde ni vende su alma al diablo. El trabajo voluntario, como expresión superior de las relaciones productivas en la sociedad encaminada hacia el comunismo, nos había marcado, para bien o para mal, a sangre y fuego.
Éramos, ahora lo creo, portadores de la génesis del hombre nuevo.
No éramos ni somos, sin embargo, el hombre nuevo. Ni siquiera somos “puros”. Teníamos –y tenemos- nuestros pecados, generalmente agrupados entonces en “desviaciones ideológicas” o “rezagos pequeño-burgueses”. Crecimos, eso sí, en el culto al trabajo sin afán de lucro, en la generosidad y el desinterés, y nos entregamos en cuerpo y alma a las tareas agrícolas, micro-brigadas de la construcción, milicias, emulación socialista y a un gran etcétera que incluye tareas de choque, movilizaciones, pasos al frente, guardias, reuniones, etc.
Y hoy ¿dónde estamos? Sin etcéteras ni nada. Casi nos extinguimos. Parecemos ineluctablemente condenados a desaparecer, pero no por ley de la vida, porque nos vamos poniendo viejos y nos va llegando la hora, no, sino por inadaptados. Porque NO sabemos hacer dinero. Ese, el que todo lo resuelve, el valor supremo que ha desplazado a aquellos viejos valores y tiene la voz cantante, no se hizo para nosotros. No tenemos alma de mercaderes. Ni las garras que se precisan. Y mucho menos si por desdicha somos, artistas o no, trabajadores del arte. Lo hacemos todo al revés: pagamos para que nuestra obra exista, no la vendemos, la regalamos, y si hacemos algún “trabajito” suelto como una traducción o una conferencia, tampoco se nos paga, se da por sentado que somos como los curujeyes: plantas epífitas, que viven del aire. O quizás exista la creencia de que el intelectual tiene un estómago superior, más resistente al hambre, o algún tipo de giba capaz de almacenar el alimento como el camello almacena el agua. Sí, porque a nadie se le ocurre pedirle a un albañil que le done la meseta que le hizo para su cocina, mientras se espera de una Thelvia Marín que done a la posteridad su monumento a los caídos por un mundo más justo. De cada cual según su capacidad, a cada cual ¿qué rayos?
¡Me caigo y me levanto!
Por obra y gracia de la lectura, y a eso voy acabo de regresar de la manigua. He vuelto a ver a mi tío bisabuelo Serafín Sánchez Valdivia cuando aquella bala lo atravesó de lado a lado y nos dijo: “Me han matado. Eso no es nada. ¡Siga la marcha!”
Que siga, claro, pero “con todos y para el bien de todos”, como lo quiso su entrañable amigo que había caído en Dos Ríos, que los que hoy no tienen nada, ayer lo dieron todo y ahora mismo se mueren de ganas de ir a la Feria del Libro, ¡ah!, pero bien lo dijo Marx, el hombre come primero y después… compra libros. Aunque nos duela en las tripas, “están verdes”.
¿Y el hombre nuevo en todo esto? Bueno, sin el ánimo de generalizar, que no es sano, observo que con la ductilidad, la praxis propia de sus años y esa tendencia a “cogerle el golpe” a la realidad con relativo desenfado, si el “hombre nuevo” sigue adaptándose a las exigencias del “todopoderoso”, podrá sobrevivir, desde luego, pero también puede involucionar y convertirse en su contrario. Dura lex, sed lex.
por: Ana María Reyes Sánchez