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Entreguemos Guantánamo a Cuba

Desde el momento en que el gobierno de los Estados Unidos obligó a Cuba a arrendar la bahía de Guantánamo como una base naval para nosotros, en junio de 1901, la presencia de Estados Unidos ha sido más que una piedra en el zapato de Cuba. Ha servido para recordar al mundo la larga historia del militarismo intervencionista de Estados Unidos. Pocos gestos tendrían un efecto más saludable en el sofocante callejón sin salida de las relaciones cubano-estadounidenses, que la devolución de esta pieza codiciada de tierra.

Las circunstancias por las que los Estados Unidos llegaron a ocupar Guantánamo son tan preocupantes como su última década de actividad allí. En abril de 1898, las fuerzas estadounidenses intervinieron durante tres años en Cuba, en el momento en que los cubanos luchaban por su independencia y tenían esta guerra casi ganada, de modo que convirtieron la Guerra por la Independencia de Cuba en lo que los estadounidenses siguen la costumbre de llamar “Guerra Hispano-Americana”. Los funcionarios estadounidenses luego excluyeron al Ejército de Cuba en el armisticio y les negaron un lugar a Cuba en la conferencia de paz de París.

“Hay tanta ira natural y angustia en toda la isla”, comentó el general cubano Máximo Gómez en enero de 1899, después de la firma de la paz, “porque el pueblo no ha podido celebrar realmente el triunfo tras el fin del poder de los antiguos gobernantes.”

Curiosamente, la declaración de los Estados Unidos en torno a la guerra con España incluye la garantía de que Estados Unidos no buscó intervenir “la soberanía, jurisdicción o control” sobre Cuba y que su intención era “dejar el gobierno y el control de la isla a su pueblo.”

Pero después de la guerra, los imperativos estratégicos primaron sobre la independencia de Cuba. Los Estados Unidos querían el dominio de Cuba, junto con las bases navales desde las cuales lo ejerce.

Introdujeron al general Leonard Wood, a quien el presidente William McKinley había nombrado gobernador militar de Cuba, y con él las disposiciones que se conocieron como la Enmienda Platt. Dos de estas disposiciones fueron particularmente odiosas: una garantía de que los Estados Unidos ejercerían el derecho de intervenir a voluntad en los asuntos cubanos, y la otra, que instituía para siempre la venta o arrendamiento de estaciones navales. Juan Gualberto Gómez, delegado principal de la Convención Constituyente de Cuba, dijo que la Enmienda haría de los cubanos “un pueblo vasallo”.

Presagio de la crisis de los misiles cubanos, proféticamente Juan Gualberto advirtió que las bases extranjeras en suelo cubano sólo traerán para Cuba “conflictos que no saldrán de nuestra propias decisiones y en los que no tenemos ningún interés”.

Pero era una oferta que Cuba no podía rechazar, como Wood informó a los delegados. La alternativa a la Enmienda fue la continuación de la ocupación. Los cubanos recibieron el mensaje. “Hay, por supuesto, poco o nada de la verdadera independencia, que se fue de Cuba con la Enmienda Platt”, comentó Wood al sucesor de McKinley, Theodore Roosevelt, en octubre de 1901, poco después de que la Enmienda Platt fuera incorporada a la Constitución cubana. “Los cubanos más sensibles comprenden esto y sienten que lo único consistente ahora es buscar la anexión.”

Pero con Platt en su lugar, ¿quién necesitaba la anexión? Durante las próximas dos décadas, los Estados Unidos en repetidas ocasiones enviaron infantes de marina con sede en Guantánamo para “proteger sus intereses en Cuba” y la redistribución de tierras que habían sido bloqueadas. Entre 1900 y 1920, 44.000 norteamericanos se establecieron en Cuba, para impulsar la inversión de capital en la isla, que partió de unos 80 millones de dólares a un poco más de mil millones de dólares y llevó a un periodista a comentar que poco “a poco, la isla entera está pasando a manos de los ciudadanos estadounidenses”.

¿Cómo lucía esto desde la perspectiva de Cuba? Bueno, imagínese que al final de la Revolución Americana los franceses hubieran decidido permanecer aquí. Imagínese que los franceses se hubieran negado a permitir que Washington y su ejército asistieran a la tregua en Yorktown. Imagínese que negara en el Congreso Continental un asiento a los estadounidenses en el Tratado de París, que expropiaran los bienes de los ingleses, ocupado el puerto de Nueva York, enviara tropas para aplastar a los Shays y a otras rebeliones y luego emigrara a las colonias en masa, robándose lo más valioso de nuestras tierras.

Tal es el contexto en el que los Estados Unidos llegó a ocupar Guantánamo. Se trata de una historia excluida de los libros de texto estadounidenses y abandonados en los debates sobre el terrorismo, el derecho internacional y el alcance del poder ejecutivo. Pero es una historia conocida en Cuba (que motivó la Revolución de 1959) y en toda América Latina. Esto explica por qué Guantánamo sigue siendo un símbolo evidente de la hipocresía en todo el mundo. No hace falta siquiera hablar de la última década.

Si el presidente Obama reconoce esta historia y pone en marcha el proceso de devolución de Guantánamo a Cuba, podría comenzar a reparar los errores de los últimos 10 años que pesan sobre nosotros, por no hablar de cumplir con una promesa de campaña electoral. (Dada la intransigencia del Congreso, no hay mejor manera de cerrar el campo de detención que entregar ese territorio con la base naval incluida.) Rectificaría un agravio secular y sentaría las bases para nuevas relaciones con Cuba y con otros países en el hemisferio occidental y en todo el mundo. Por último, se enviaría un mensaje inequívoco de que la integridad, auto-control y transparencia no son una prueba de debilidad, sino los atributos indispensables de liderazgo en un mundo siempre cambiante.

Seguramente no hay manera más apropiada de observar este sombrío aniversario de hoy, que defender los principios que Guantánamo socavó hace más de un siglo.

por: Jonathan M. Hansen, profesor de estudios sociales en Harvard, es el autor de “Guantánamo: Una Historia americana”

publicado en The New York Times
Traducido por Cubadebate

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