Fiesta de la unidad

En estos días, los cristianos y cristianas vivimos en la nueva realidad inaugurada por Cristo Resucitado. Ya desde el siglo II d. C. el día cincuenta se distingue de los otros. Poco a poco el domingo que concluye el período pascual comienza a festejarse como domingo de la venida del Espíritu Santo. Se comienza a individualizar este aspecto de la celebración pascual. Es por eso que en ocasiones olvidamos la unidad vital que existe entre la fiesta de Pentecostés y todo el Tiempo Pascual.

El Pentecostés es la conclusión y consecuencia definitiva de la resurrección. La relación entre pascua y Pentecostés es íntima y directa, Jesús resucitado sopla sobre la comunidad y les da el Espíritu en la propia tarde del domingo de resurrección (Jn 20, 21-22). Ese mismo Espíritu de la unidad, como madre que enseña a sus hijos a hablar, propició la comunicación con las diversas lenguas y culturas en aquel día de Pentecostés. Fue una experiencia contraria a la del relato de Babel (Gn 11, 7-9), en lugar de confusión, el Espíritu trajo armonía y entendimiento. Pentecostés es la fiesta de la unidad.

En la Biblia

Pentecostés inicialmente era la fiesta de las Cosechas (Ex 23, 14). Con los acontecimientos del Éxodo perdió su carácter agrícola para convertirse en fiesta memorial de la alianza de Dios con su pueblo en el monte Sinaí. Según el testimonio bíblico, los hebreos llegaron al Sinaí el tercer mes después de la salida de Egipto, cincuenta días después de haber celebrado la Pascua de liberación (Ex 19, 1). Así mismo, la iglesia es el nuevo pueblo nacido de la nueva alianza en la sangre de Cristo y vivirá, por la acción del Espíritu del Resucitado, en la dimensión de la gracia y el amor de Dios.

Según los profetas, en la Nueva Alianza, Dios escribe su ley ya no en tablas de piedra, sino en el corazón de las personas que creen (Jr 31:33). Así, Dios quita un corazón de piedra y coloca en nuestro pecho un corazón de carne (Ez 36:26). Esta dimensión de Alianza es vivida como un compromiso íntimo y misterioso. El Espíritu nos hace sentirnos unidos a Dios de una manera definitiva y transformadora. Conforme a los Hechos de Los Apóstoles, fue en ocasión de una fiesta de Pentecostés que el Espíritu Santo, descendió sobre los discípulos y discípulas de Jesús (Hch 2).

Pentecostés se inserta en la dimensión bautismal del Tiempo Pascual. Juan el Bautista había anunciado que el Mesías realizaría el bautismo en el Espíritu (Mc 1, 8), Jesús mismo lo anuncia (Hch 1, 5). Este bautismo de la iglesia en el Espíritu se compara con el bautismo del propio Señor, evento que marcó el inicio de su ministerio público.

El profeta Ezequiel describe la reanimación de la vida del pueblo desterrado y sin esperanzas por la fuerza del Espíritu (Ez 37). El Espíritu creador que se movía en los orígenes de la creación se sigue moviendo ahora, revitalizando las causas perdidas. Joel 3 habla de la efusión del Espíritu sobre todos los seres humanos. Todos profetizan, conocen la palabra de Dios y la proclaman. En Ro 8, el Espíritu es principio y alma del universo mismo, gime con la creación, intercede por ella y nos auxilia en nuestra debilidad. Juan 7, 37-39 habla del Espíritu como un río vivo que corre desde las entrañas de Jesús y apaga la sed del ser humano. 1 Cor 12 nos habla del Espíritu como alma de la iglesia, que manifiesta su presencia activa a través de los carismas, los cuales son dados para la misión y el crecimiento del cuerpo de Cristo.

El Pentecostés permanente de la iglesia

Pentecostés es la fiesta en que somos enviados, bajo el influjo del Espíritu, a continuar con la misión de Jesús. Por tanto es también la fiesta de la misión de la iglesia. Es una buena oportunidad para renovar nuestro compromiso misionero. Jesús nos dice en el Evangelio: “Ustedes son la sal de la tierra y la luz del mundo”. Ser luz es la vida y la razón de ser de la iglesia. Ser testigos, ser testimonio del amor de Dios en esta ciudad donde Ël les ha colocado para ser luz. Esta luz no puede esconderse, debe colocarse en alto para que todas las personas puedan verla.

Pero no nos confundamos, la iglesia no está llamada a mostrarse, a sobresalir, a ganarse la buena opinión de la gente, a convertirse en un patrón social. Esto no es ser luz. La iglesia está llamada a transparentar la luz de Cristo, una luz que no le viene de sí misma ni le pertenece exclusivamente. La iglesia debe reflejar en su ministerio pastoral, la luz del Resucitado. Recuerdo el estribillo de un viejo himno que dice: “Que en mí puedan ver a Jesús”. Sólo en la fuerza del Espíritu que trae vida y resurrección, podrá la iglesia ser luz para el mundo, remitir a Jesús y a su evangelio, y no a sí misma.

Pentecostés es también la fiesta de la diversidad y la riqueza de la creación, donde cada cultura y lengua proclama las buenas noticias del amor de Dios. Pentecostés muestra el rostro de Dios reflejado en la belleza de todo lo creado. Nos recuerda no solamente que “los cielos cuentan la gloria de Dios”, sino también que los seres humanos hemos sido creados a su imagen y semejanza. El Pentecostés desafía a la iglesia a reconocer la presencia santificadora de Dios en toda la realidad, una presencia que se vuelve hoy un grito desesperado por la preservación del medio ambiente, por el respeto a la vida de todos los seres vivientes que cohabitan con nosotros en este planeta.

El otro desafío es aprender a convivir en un mundo diverso en lo cultural, lo social, lo político, lo religioso. Construir una cultura de paz que respete y promueva los diversos modos de vida y pensamiento, es un llamado urgente del Espíritu, quien se conmueve y sufre con nuestra libertad mal usada, con nuestra falta de responsabilidad por el otro y la otra, con nuestras divisiones y egoísmos, con nuestras guerras religiosas, con la rigidez de nuestras ideologías. Por eso, el Espíritu es Espíritu de unidad y reconciliación. Pentecostés es así tiempo de comunión y solidaridad. La iglesia es enviada a vivir como Jesús vivió, atenta a las necesidades del prójimo, promoviendo la comunión entre los cristianos, con todas las personas que nos rodean, con toda la creación divina.

Pentecostés es tiempo de escucha. Necesitamos escuchar los gemidos del Espíritu en los gemidos de la naturaleza amenazada, en los gemidos de la humanidad empobrecida y hambrienta que sufre las injusticias y el desamor, en los gemidos de tanta gente que exige libertad, paz y derecho a la vida. El milagro de Pentecostés está en el oír y el entender, no en que los misioneros pudieran hablar en lenguas. El Espíritu provoca el entendimiento y la comprensión. El sentido de una predicación se constituye a partir de la experiencia de quien lo escucha. “La fe viene por el oír”, diría el apóstol Pablo. El Espíritu opera en el ámbito de la comunicación, en la manera cómo se reciben los mensajes. El Espíritu no sólo está en quienes hablan, sino también en quienes escuchan y hay que armonizar las vivencias, descubrir juntos las maneras en que Dios nos ha alentado y nos sigue alentando en este tiempo.

El relato de la torre de Babel en Génesis 11 es una ilustración de la soberbia humana que se propone construir una civilización para su propia gloria. La descripción de la torre, de acuerdo con el Génesis, se corresponde con un edificio militar babilónico, un inmenso sistema de control con un único lenguaje. En Pentecostés la humanidad es afirmada en su diversidad. El Espíritu hace que la palabra fluya y actúe libremente, sin imposiciones. Su actuación se basa en la receptividad de las culturas, en su capacidad de escucha. La dominación universalista de Babel queda descartada. Las iglesias se construyen a partir de la diversidad, la unidad vendrá en la esencia, el ser humano.

Es necesario que de vez en cuando dejemos de escuchar nuestra propia voz para que otras palabras irrumpan en nuestra vida y nos revelen los nuevos caminos del Espíritu. Hablamos demasiado y escuchamos poco. Sólo la palabra cierta para cada momento emerge del silencio, de un silencio activo, un silencio que espera un nuevo Pentecostés, como el silencio de los primeros cristianos y cristianas que esperaban de un momento a otro, en aquel aposento alto, la irrupción del Espíritu.

Aquella primera comunidad supo cultivar el don de la paciencia y de la escucha. No se apresuraron a comenzar a hacer las cosas por su cuenta. Si lo hubieran hecho, quizás hubieran desaparecido como movimiento en unas pocas semanas, porque hubieran sido un grupo movido por otro espíritu, no por aquel que Jesús les había prometido. Ese tiempo que transcurrió entre la ascensión de Cristo y la venida del Espíritu en un día de Pentecostés, sirvió también para que los creyentes maduraran su fe y su vocación en el mundo que les tocó vivir, sirvió para que comprendieran mejor a su mundo y para analizar la mejor manera en que podían servirle.

Pidamos a Dios que nos ayude a esperar el momento preciso para actuar, que nos ayude a cultivar la espiritualidad del silencio, un silencio activo y renovador, y que podamos comprender lo que cada lengua y nación quiere decirnos hoy, lo que cada situación y persona nos está diciendo.

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