El pasado 8 de marzo se celebró el Día Internacional de la Mujer. Los días o años internacionales no son, en general, celebraciones. Son, por el contrario, modos de señalar que hay poco para celebrar y mucho para denunciar y transformar. No hay naturaleza humana asexuada; hay hombres y mujeres. Hablar de naturaleza humana sin hablar de la diferencia sexual es ocultar que la “mitad” formada por las mujeres vale menos que la de los hombres.
Bajo formas que varían según el tiempo y el lugar, las mujeres han sido consideradas como seres cuya humanidad es problemática (más peligrosa o menos capaz) en comparación con la de los hombres. A la dominación sexual que este prejuicio genera lo llamamos “patriarcado” y al sentido común que lo alimenta y reproduce, “cultura patriarcal”.
La persistencia histórica de esta cultura es tan fuerte que, incluso en las regiones del mundo en las que ha sido oficialmente superada por la consagración constitucional de la igualdad sexual, las prácticas cotidianas de las instituciones y las relaciones sociales siguen reproduciendo el prejuicio y la desigualdad.
Ser feminista hoy significa reconocer que esta discriminación existe, que es injusta y desear activamente su erradicación. En las actuales condiciones históricas, hablar de naturaleza humana como si se tratara de algo sexualmente indiferente, ya sea en el plano filosófico o político, es pactar con el patriarcado.
La cultura patriarcal viene de lejos y atraviesa tanto la cultura occidental como las culturas africanas, indígenas e islámicas. Para Aristóteles, la mujer es un hombre mutilado y para Tomás de Aquino, siendo el varón el elemento activo de la procreación, el nacimiento de una mujer es un signo de debilidad del procreador. Esta cultura, anclada en ocasiones en los textos sagrados (la Biblia y el Corán), ha estado siempre al servicio de la economía política dominante que, en los tiempos modernos, ha sido el capitalismo y el colonialismo.
En Tres Guineas (1938), en respuesta a una petición de apoyo financiero para el esfuerzo de la guerra, Virginia Woolf, recordando la exclusión histórica de las mujeres de la vida social, política y pública de la nación, declara provocativamente: “Como mujer, no tengo país. Como mujer, no quiero un país. Como mujer, mi país es el mundo entero”.
Durante la dictadura portuguesa, las Nuevas cartas portuguesas, publicadas en 1972 por Maria Isabel Barreno, Maria Teresa Horta y Maria Velho da Costa, denunciaban el patriarcado como parte de la estructura fascista que sostenía la guerra colonial en África. “Angola es nuestra” era el correlato de “las mujeres son nuestras (de nosotros, los hombres)” y mediante el sexo de ellas se defendía la honra de ellos. El libro fue requisado de inmediato, precisamente por considerarlo un libelo contra la guerra colonial y las autoras no fueron juzgadas porque entretanto estalló la Revolución de los Claveles el 25 de abril de 1974.
La violencia que la opresión sexual implica se presenta bajo dos formas: hardcore y softcore. La versión hardcore es el catálogo de la vergüenza y del horror del mundo. En Portugal, murieron cuarenta y tres mujeres en 2010 víctimas de la violencia de género. En Ciudad Juárez (México) fueron asesinadas en los últimos años 427 mujeres, todas jóvenes y pobres, trabajadoras en las fábricas del capitalismo salvaje, las maquilas, un crimen organizado hoy conocido como feminicidio.
En varios países de África sigue practicándose la mutilación genital femenina. En Arabia Saudí, las mujeres, hasta hace poco, ni siquiera tenían partida de nacimiento. En Irán, la vida de una mujer vale la mitad que la del hombre en un accidente de tráfico; en el tribunal, el testimonio de un hombre vale tanto como el de dos mujeres; las mujeres pueden ser lapidadas hasta la muerte en caso de adulterio, una práctica, por otro lado, prohibida en la mayoría de los países de cultura islámica.
La versión softcore es insidiosa y silenciosa y se da en el seno de las familias, instituciones y comunidades, no porque las mujeres sean inferiores, sino porque, por el contrario, se las considera superiores en su espíritu de abnegación y disponibilidad para ayudar en los momentos difíciles. Como si se tratase de una disposición natural. Ni siquiera hay que preguntarles si aceptan los encargos o en qué condiciones.
En Portugal, por ejemplo, los recortes del gasto social del Estado actualmente en curso victimizan particularmente a las mujeres. Ellas son las principales proveedoras de cuidado a las personas dependientes (niños, ancianos, personas enfermas, personas con discapacidad). Si con el cierre de centros de salud mental los enfermos mentales son devueltos a sus familias, el cuidado queda a cargo de las mujeres. La imposibilidad de conciliar el trabajo remunerado con el trabajo doméstico hace que Portugal tenga una de las tasas más bajas de fecundidad del mundo. Cuidar de los vivos se vuelve incompatible con desear más vivos.
Pero la cultura patriarcal tiene, en ciertos contextos, otra dimensión particularmente perversa: la de crear la idea en la opinión pública de que las mujeres están oprimidas y, como tales, son víctimas indefensas y silenciosas. Este estereotipo permite ignorar o restar importancia a las luchas de resistencia y a la capacidad de innovación política de las mujeres.
Se ignora, así, el papel fundamental de las mujeres en la revolución democrática de Egipto o en la lucha contra el saqueo de la tierra en la India; la acción política de las mujeres que lideran municipios en muchas pequeñas ciudades africanas y su lucha contra el machismo de los líderes del partido que bloquean su acceso al poder político nacional; la lucha incesante y llena de riesgos por la punición de los criminales llevada a cabo por las madres de las jóvenes asesinadas en Ciudad Juárez; las conquistas de las mujeres indígenas e islámicas en la lucha por la igualdad y el respeto por la diferencia, transformando desde dentro las culturas a las que pertenecen; las prácticas innovadoras de defensa de la agricultura familiar y las semillas tradicionales de mujeres de Kenia y de muchos otros países africanos; la respuesta de las mujeres palestinas cuando, al ser interrogadas por autoconvencidas feministas europeas sobre el uso de anticonceptivos, contestan: “en Palestina tener hijos es luchar contra la limpieza étnica que Israel impone a nuestro pueblo”.
por Boaventura de Sousa Santos