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Más que “la otra”, hagamos nuestra comunicación

Tamara Roselló Reina

¿La otra?

Cuando escucho hablar de “la otra” comunicación siempre pienso que esa es la mía, la nuestra. Pareciera entonces que hemos asumido que la comunicación, la oficialmente aceptada, no es la nuestra, sino de ellos, de quienes más hablan de libertad de expresión y de prensa, aunque en definitiva son los que ponen los límites de lo permitido, según sus intereses y conveniencias. Por supuesto, defienden un espacio para legitimar el orden vigente, para autorratificarse, y en ese universo simbólico, ni nuestras voces ni nuestras urgencias ni nuestras demandas ni nuestras identidades quedan incluidas —ni siquiera reflejadas.

Nos empeñamos en hablar de esa otra comunicación y de definirla, no como un concepto único o acabado, sino como un espacio de encuentro de la pluralidad que somos, pero sobre todo de proyectos, de modos de ver y entender la vida.

La nuestra es la comunicación, que en verdad aspira a poner en común, a enlazar y articular, en tanto recupera nuestras capacidades como seres creativos, de pensamiento y de acción, de palabra y escucha activos.

Nuestra comunicación necesita del otro, no para lograr ese balance perfecto que da cuenta de un enfoque de moda, sino porque su sentido más exacto está en el complemento, en el tejido que se logra cuando voces diversas quieren dialogar y tomar parte de la construcción de esas sociedades más justas e inclusivas que buscamos. Pero nuestra comunicación no será posible si a la par no hablamos del tipo de sociedad que construimos, de la ciudadanía que aspiramos a ser, si no emprendemos procesos culturales, educativos que nos formen para compartirnos, para verbalizar el futuro y hacerlo mano a mano.

Acompañando procesos, carácter estratégico

Constantemente la hegemonía necesita reproducirse en la interioridad de los sujetos, reconfigurarse; por eso, y al decir de Bourdieu, se encarga de hacer sentir sus normas “como naturales, legitimarlas, persuadir —sobre todo a los sectores subalternos— de que esa organización social es la más conveniente para todos”. (García, 2004:191) Con ese propósito desarrolla capacidades para encontrar formas nuevas de manejar los conflictos sociales, económicos, políticos, culturales, institucionales, y mantener los equilibrios entre las clases dominantes y las dominadas. Consustancial a esas estrategias se aferra el poder, que “no pesa solamente como una fuerza que dice no, sino que de hecho circula, produce cosas; induce al placer, forma saber, produce discursos; es preciso considerarlo más como una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social que como una instancia negativa que tiene como función reprimir”. (Foucault, 1999: 277) Las relaciones de poder se ejercen, por tanto, en diferentes niveles.

Para cambiar ese orden vigente hay que superar la hegemonía de la cultura capitalista de la dominación, caracterizada por la competencia desmedida o “selección natural capitalista” que genera ganadores (los ricos) y perdedores (los pobres). La homogenización, que absorbe identidades disímiles e impone las ofertas del mercado, las desigualdades (de género, racialidad, etarias…), el consumismo, la monopolización, la privatización y el ecocidio, que ha puesto contra los límites al medioambiente.

Las agendas y rutinas productivas que predominan en el sistema comunicativo hegemónico, muestran sus interconexiones con la estructura comercial y antidemocrática a la que se deben. En ocasiones, utilizan como recursos la manipulación, la descontextualización y la tergiversación de la realidad. Sus flujos comunicacionales son asimétricos y unidireccionales, es decir, los mensajes son producidos por un reducido grupo y la audiencia no actúa como participante de un proceso recíproco de intercambio comunicativo, más bien recibe el tratamiento de consumidora de estas formas simbólicas. (Thompson, 1998)

El pedagogo brasileño Paulo Freire acertaba al desconfiar del discurso ideológico que amenaza con anestesiar mentes, confundir la curiosidad, distorsionar la percepción de los hechos… Las coberturas periodísticas del golpe de Estado al presidente venezolano Hugo Chávez y a las falsas justificaciones de las guerras estadounidenses en el Oriente Medio, son solo dos antiejemplos de la “objetividad” mediática que sacrifica ética y veracidad para respaldar a las clases tradicionalmente dominantes, es decir, a sí mismos, porque son parte de ellas.

“Esas falsas objetividades, que tienen como fin la creación de sentidos comunes hegemónicos, son construidas a través de técnicas y gramáticas profesionales que varían de acuerdo con las estrategias comunicacionales y los intereses de cada medio o conglomerado de medios.” (López, 2008) El modelo de Intencionalidad Editorial1 lo explica a partir de los emisores de ese discurso, que de reconocer que su “objetividad” es sinónimo de parcialidad propia, acabarían con la mitificación del discurso del poder y, por tanto, con su eficacia como ordenador y disciplinador social.

Para comprender la hegemonía en términos comunicacionales es preciso entender las complejas relaciones globales que le sirven de marco en pleno siglo XXI. Luego de la caída del Muro de Berlín, la mundialización de la economía ha puesto en una misma órbita a conglomerados financieros, industriales, diplomáticos, tecnológicos y culturales, bajo la égida de los EE.UU. A la par se han incrementado las desigualdades y exclusiones, máxime en medio de la actual crisis global, que ha sacudido hasta las economías de mayor solidez. Bajo esas condiciones, la comunicación es un negocio más que conecta —y enlaza en la virtualidad enajenante— el dominio de lo público y lo privado.

Según Sally Burck (2007), la globalización neoliberal “llegó con tal fuerza al mundo de la comunicación, que tanto los soportes tecnológicos, como también la propia industria cultural de contenidos, se han convertido en sectores altamente rentables”. En las últimas décadas, se registra un proceso creciente de centralización y monopolización multimediática.

Diversas formas de resistencia a ese modelo comunicativo elitista han proliferado en el continente latinoamericano, reconocido por su riqueza en la práctica y teoría de la comunicación alternativa.

José Ramón Vidal (2009) sintetiza la propuesta comunicativa contrahegemónica como aquella “que rompe radicalmente con los modelos transmisivos propios de la dominación y que tiene como horizonte el diálogo, la participación, la construcción de visiones compartidas, la generación de procesos político–pedagógicos que subviertan las formas tradicionales del ejercicio del poder y de la comunicación hegemónicos… Entonces la comunicación es contrahegemónica no solo por sus contenidos, sino por el modelo que asume, por el sentido que le da al proceso de comunicar, por los procesos de concientización, de cambio cultural que genera; de lo contrario, de alguna forma, inconscientemente no llegamos a ser realmente una alternativa a la dominación, sino una nueva forma de esta”. En esencia, las diferentes formas de entender lo alternativo están asociadas a un proyecto más amplio de la sociedad, alternativo también al sistema capitalista y sus expresiones de dominación. Opción que, por otra parte, se traduce en la estructura del medio, sus formas de gestión, el tipo de relación con los protagonistas / destinatarios, los contenidos, las formas de propiedad y de financiamiento, etc. De modo que lo alternativo se levanta aquí “frente a otra concepción no solo de la comunicación, sino de las relaciones de poder, y de la transmisión de signos e imposición de códigos que esas relaciones permiten vehicular”. (Calicchio)
El discurso alternativo se presenta como posibilidad de subvertir el lenguaje dominante y sus formas institucionalizadas, sus lugares comunes tendientes a la descontextualización y despolitización de los mensajes. Tiene arraigo en las experiencias concretas de la vida cotidiana, en sus problemas, necesidades y expectativas. Produce, además, otra comprensión sobre la realidad, que busca las causas estructurales de las problemáticas sociales a fin de establecer propuestas de cambio. Contextualización, politización, contenido social, actitud crítica y pluralismo de posiciones, son algunos de los aspectos del mensaje contrahegemónico. Entre sus desafíos está operar dentro del marco de la sociedad capitalista, de las relaciones económico-políticas imperantes y de la mentalidad generada por la cultura de la dominación que ha prevalecido siglos.

Cualquier iniciativa de integración, y máxime una integración con participación activa de los pueblos, es impensable sin incorporar la comunicación, considerada en sus diversos ejes. Estos incluyen, entre otros, medidas efectivas para democratizar la comunicación; estrategias e iniciativas regionales de comunicación, y la integración de infraestructuras y compatibilidad de sistemas.

El primero tiene que ver, por una parte, con los marcos legales y regulatorios que permitan afianzar efectivamente una prensa plural, diversa y socialmente responsable. Algunos países ya han dado pasos en este sentido, y en otros, el tema está en debate. Si bien se trata de medidas en el plano nacional, queda en evidencia que no es un problema particular de cada país, que cualquier gesto para poner orden en los medios de difusión provoca una reacción a escala regional en defensa del libre mercado mediático (bajo el discurso de “libertad de expresión”). Está claro que la libertad de expresión —que es un derecho humano conquistado por la ciudadanía— debe permanecer inviolable; sin embargo, hoy en día la principal amenaza a esta es la concentración de poder en manos de estas grandes empresas mediáticas, para la cual los instrumentos internacionales carecen de mecanismos de prevención.

Pero, por otro lado, la democratización también implica la adopción de instrumentos legales y políticas para que los sectores sociales que han permanecido marginados de la comunicación puedan efectivamente ejercer su derecho a la expresión. Implica el pago de una deuda histórica con pueblos, con sectores sociales, con las mujeres, etc. Contemplaría, entre otros, la asignación de recursos, subsidios a los mecanismos de producción y difusión, asignación de un porcentaje de las frecuencias, capacitación, programas de fomento cultural.

El segundo aspecto, las estrategias e iniciativas comunicacionales regionales, habría que considerarlas no solo de cara a mejorar el conocimiento de los programas de integración, sino, y sobre todo, para fomentar el conocimiento y reconocimiento mutuo entre los pueblos. Podrían abarcar una amplia gama de programas desde medios públicos de carácter regional hasta intercambios culturales, involucrando también a medios ciudadanos y comunitarios, el establecimiento de vínculos entre sectores afines de diferentes países y muchas de las iniciativas que ya se impulsan desde los movimientos sociales de la región. Estas adquieren especial importancia en momentos de crisis, cuando existe la tendencia a culpar a la inmigración por la falta de empleo, a exacerbar los conflictos y rivalidades entre países vecinos, incluso, a utilizar la guerra como factor de estímulo económico. Una sólida hermandad entre pueblos vecinos sería un fuerte disuasivo que quitaría apoyo popular a tales maniobras.

En el tercer aspecto —la integración de infraestructuras y sistemas— se han dado avances tímidos en el plano de la telefonía, conexiones de Internet, políticas de sociedad de la información; pero, por lo general, las prioridades miran hacia fuera y no dentro de la región. Un tema clave debería ser la adopción de un sistema común para la televisión digital que facilite, por ejemplo, los intercambios de programación y la creación de medios regionales, y que potencie la capacidad de producción propia, con un criterio de democratizar el acceso a las ondas, al multiplicar las frecuencias disponibles. Sin embargo, este tema se está manejando país por país y con criterios más bien tecnomercantiles. El uso común de satélites y la creación de un backbone de Internet para la interconexión, sin tener que pasar por países externos a la región, son otros aspectos a impulsar. Asimismo, sería beneficioso adoptar políticas análogas de acceso a las bandas libres para democratizar el acceso a Internet; compartir programas de software libre, entre otros.

En consecuencia, es preciso abandonar el modelo de comunicación autoritario, vertical, transmisivo que en demasiadas ocasiones asumimos como parte de la cultura hegemónica de dominación que inconscientemente portamos y reproducimos aún al interior de las organizaciones y movimientos. Así daremos pasos hacia la gestación de una cultura de diálogo y participación de las bases, y entre los diferentes sectores y movimientos.

1. El modelo teórico-metodológico de Intencionalidad Editorial fue desarrollado por un grupo de Investigación Teórica de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), dirigido por el profesor Víctor Ego Ducrot. (López, 2008)

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