Inicio Resumen Semanal No. 18-2012 Obstruir la estrategia imperial en Libia era una prueba decisiva

Obstruir la estrategia imperial en Libia era una prueba decisiva

Cuando ninguno de los Estados con poder de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se atrevió, el sábado 18 de marzo de 2011, a oponerse a la escalada invasora sobre Libia, quedaron descifrados varios enigmas. Diez votos a favor y cinco abstenciones: creo nunca antes las abstenciones habían sido más reveladoras que los votos definidos.

Antes de formular otra observación, admito que quedé impresionado por la aceptación generalizada, entre los abstinentes, de la coartada de la «zona de exclusión aérea», para que el acuerdo no fuera explícitamente el de invadir, como si de todos modos no significara cruzar el umbral mismo de una nueva cruzada imperialista, con toda la agresividad y la sofisticación de armamento de la guerra moderna, que se exhibió ya en Iraq. Una decisión que terminará masacrando a la población civil bajo la falacia de la protección de la población civil.

Entre las cinco abstenciones, hay que diferenciar a China y a Rusia, cuyo poder de veto convierte esta opción, prácticamente, en un enmascaramiento del voto positivo. No pude dejar de recordar con nostalgia las veces que vi, en otros tiempos, al representante de la Unión Soviética impedir con el veto que se consumaran maniobras imperiales. De China, la potencia emergente cuyo ímpetu económico querríamos creer acompasado con una postura antiimperialista, toda vez que en teoría se declara fiel a su legado revolucionario, recibí una inquietante sorpresa.

De las tres abstenciones restantes, que no hubieran impedido la escalada, saludo la de Alemania, cuya pertenencia al bloque de poder no le fuerza a renunciar a una posición digna; me desagrada como ninguna otra la de Brasil, y me pregunto (solo me pregunto) si esa hubiera sido la actuación en tiempos de Lula. La de la India la valoro positivamente, frente a otros que votaron con los poderosos y que debieron al menos haberse abstenido.

De todos modos, a partir de la votación del Consejo de Seguridad, la suerte parece haber quedado echada para el Estado libio y para sus líderes actuales, al margen de evaluaciones de sus cuarenta años de ejercicio de poder, ya que no es por decisión del pueblo que va a cambiar su destino.

El conflicto libio, que estalla en el arrastre de la marea revolucionaria que se inició en Túnez y continuó en Egipto, se ha convertido en el segmento más comprometido del escenario en el cual se inserta. En los dos casos anteriores, movimientos populares lograban remover, a partir de una sostenida y valerosa resistencia pacífica, a las respectivas dictaduras.

Sabemos que posteriormente esta marea ha llevado su onda expansiva, a través de Al Mashrek, al corazón mismo de la península arábiga, en apariencia, sin un programa muy definido, sin nada que pudiera identificarse aún con proyecciones antiimperialistas, pero siempre con una visión inequívoca de sus rechazos en el cuadro doméstico, caracterizado por regímenes en extremo autoritarios, fundamentalistas en algunos casos, y represivos.

Tampoco era muy definida en cuanto a objetivos la marea popular que tomó la prisión de La Bastille en París un 14 de julio. Hasta hoy no es posible afirmar que en El Cairo o en Túnez estos procesos hayan tocado a su fin, y este es también un dato importante para los poderes que mueven los hilos del orden internacional.

De alguna manera, el alzamiento de un tercer movimiento en Al Magreb, que la prensa europea se esfuerza por mostrar análogo al protagonizado por sus vecinos, en tanto se rebelaba contra otra dictadura de la región, se apoderó de Bengasi e iniciaba la campaña por derrocar el régimen de Muamar al Gadafi.

Sin duda, se da una aparente sintonía que puede ayudar a confundirnos. La distorsión clásica entre las apariencias y las esencias. Por tal motivo, ciertas diferencias merecen atención: la primera es que en Libia la protesta no se levanta desde un plantón espontáneo y pacífico (no armado, no beligerante) de las masas, como el que se instaló en la plaza Tharir en El Cairo, a comienzos de febrero, o el que con anterioridad había hecho renunciar a Ben Alí en Túnez, sino de un movimiento armado, liderado por altos oficiales de las fuerzas armadas que han roto con Gadafi, quienes seguramente capitalizaban la existencia de un grado no despreciable de protesta popular. En Libia se desencadenó, por lo tanto, eso que llamamos una guerra civil.

En aquel enorme país, con una población reducida e inmensas extensiones desérticas, el orden tribal mantiene un peso considerable dentro de la nación. Y orden tribal significa intereses y diferendos tribales, y estilos tribales de conducción política. No estoy de acuerdo con quienes lo reducen ―en análisis lineales― a un simple retraso societal; debe tomarse en cuenta como un rasgo estructural que trasciende lo étnico, toca profundamente las esferas de la economía y el quehacer político, y se hace significativo en las determinaciones de la historia del país.

Como sabemos, Gadafi encabezó el movimiento militar, de inspiración nasserista, que derrocó la vieja monarquía libia en 1969, adhirió de inmediato al no alineamiento, y le atribuyó al régimen de poder inaugurado la denominación de Jamahiriya Árabe Socialista. ¿Un cuestionable socialismo? ¿Cuál socialismo puede sentirse a salvo de cuestionamientos después que se vivió el derrumbe soviético?

En cualquier caso, durante dos décadas la Jamahiriya alcanzó logros de justicia social incomparables en el continente. Logros que la llevaron al lugar 56 en el índice de desarrollo humano (IDH) del PNUD.[1] Algunas extensiones desérticas se hicieron productivas y se invirtió una proporción apreciable de las ganancias petroleras, nacionalizadas después de 1969, en costosos proyectos de beneficio social, como los de desalinización del agua en la franja costera del Mediterráneo. El producto interno bruto per cápita de Libia es el más elevado del Continente Africano. Todo esto seguramente bajo un estilo de conducción autoritario, fundamentalista en el plano religioso, y con las implicaciones propias de lo que se realiza en el contexto de confrontaciones tribales.

Gadafi fue sistemáticamente demonizado a lo largo de aquellos años por las potencias occidentales. Resultaba un estadista inaceptable para los márgenes de tolerancia predominantes en el orden internacional impuesto por los centros de poder. Yo diría que ha sido, incluso, un aliado difícil dentro de los entornos de resistencia en los que se ha insertado. El imperio llegó, en su caso, más allá de las condenas retóricas, diplomáticas, y hasta conspirativas, y lo agredió sin escrúpulos, como a ninguno de sus adversarios, cuando implementó, bajo el mandato de Ronald Reagan, una expedición aérea para exterminarlo físicamente en 1986. No lo eliminaron porque no se encontraba allí, sino en el desierto, aunque dejaron no pocas muertes detrás; entre ellas, a una de sus hijas.

Se le involucró después en atentados a aviones de pasajeros de empresas aéreas norteamericanas en los años siguientes, supuestamente en plano de revancha. Un episodio de contornos oscuros. Pero que no le impidió a las potencias imperiales abrirle los brazos cuando él se avino a las reglas del juego de los poderosos.

De modo que lo verdaderamente significativo para analizar el proceso actual es que Gadafi, a finales de los 80, solicita el ingreso de Libia al Fondo Monetario Internacional, adopta políticas de ajuste, privatiza una apreciable parte de la economía, estrecha sus lazos con los Estados de la Unión Europea, con los propios Estados Unidos y con el mundo del capital transnacionalizado. Su distanciamiento del nasserismo se produce con posterioridad a que Anwar al Sadat lo hubiera echado por la borda en los acuerdos de Camp David.

El demonio del «libro verde»[2] deviene en poco tiempo un aliado de las potencias occidentales; precisamente en las dos últimas décadas, en las cuales la introducción de políticas neoliberales acentúa dentro del país la brecha de ingresos, incide en la reducción del gasto público y cambia el esquema de relaciones con los centros hegemónicos del capital. Han sido ellos incluso los que han provisto a su ejército de armamento moderno y entrenamiento. Hasta le han premiado borrando su nombre de la nómina de Estados terroristas, el eje del terror según las normas del Imperio.

Las miradas desde la izquierda han solido atribuir este giro (¿habría que decir claudicación?) a la inestabilidad del líder, a la incoherencia de su proyecto, a un oportunismo petrolero defensivo ante la coyuntura, a su iluminación voluntarista o a todo eso junto. No faltan motivos para ello.

Yo me permitiría, sin embargo, sugerir otra lectura al análisis: Gadafi, como el sagaz político que ―a través de sus defectos― mostró ser desde un principio, calibró cercano el derrumbe soviético, el cual no lo tocaba directamente, pero significaba el final de la détente. Y aquel cierre del bipolarismo Este/Oeste dejaba desprotegido al mundo subdesarrollado en su totalidad, al margen de proximidades o disensos con el sistema socialista que se venía abajo. Si dentro de las coordenadas bipolares, Reagan se había permitido despachar cuatro cazabombarderos de última generación para borrarlo del mapa, ¿qué no harían sus sucesores en un escenario que dejaba las manos libres al poder imperial?

Para Gadafi no significaba lo mismo entrar en el siglo XXI como aliado que como adversario de las potencias occidentales. La Jamahiriya hubiera podido figurar en la primera página de la nueva agenda de las cruzadas contra el terror, junto Irak o Afganistán, y al Gadafi haber corrido la misma suerte de Sadam Hussein, con una soga al cuello. La soga que parece que se le quiere ajustar ahora, cuando parece que a la Jamahiriya le ha llegado el turno en el listado de los verdugos.

De hecho, la operación de castigo ha vuelto a trazase en las circunstancias actuales: lo que procura el imperio no es democratización sino un cambio de lealtades en el dominio de Libia. Ha calculado que es el momento para ello. Un cambio cuantitativo y cualitativo: no solamente más lealtad sino con otra configuración. Se confirma lo que dijo, en diáfana simbología, Ernesto (Che) Guevara: «En el imperialismo no se puede confiar… ¡ni tantito así!», completando la imagen con un gesto de los dedos de su mano derecha.

Con el imperialismo no hay arreglos confiables, y Gadafi debiera haberlo comprendido a tiempo: no van a olvidar jamás que la Jamahiriya se instaló como una respuesta a los intereses del pueblo libio y que fue Gadafi quien la trajo al mundo. Por mucho que se le haya liberalizado después. A la larga, en el plan de Washington no hay espacio para la Jamahiriya ni para Gadafi. Poco importan las concesiones al imperio, ni valen para nada convenios, sonrisas, apretones de manos, con aquellos que vieron en la Jamahiriya un engendro poco fiable. Llegó a la hora de sacarse máscaras.

Su hijo Said al Islam reprochó a Sarkozy su activismo en la propuesta de agresión, porque su campaña electoral había sido costeada con dinero libio. De ser cierto, lo considero una penosa ilustración del punto de corrosión política al que había llegado la convivencia de Gadafi con el entramado de los centros de poder.

Claro que estas décadas recientes, de ajustes neoliberales en la economía libia, que han acentuado diferencias sociales en el pueblo e introducido descontentos, pueden tributar (seguramente lo hacen) a una atmósfera de rebeldía similar a la que están viviendo los vecinos tunecinos y egipcios, y no se puede pasar por alto la existencia de una protesta popular.

Las realidades no se dan en blanco y negro: en la coyuntura presente la respuesta no consiste en discernir quiénes son los buenos y quiénes los malos dentro de la nación Libia. Los que se exhiben como buenos, por libertadores, democráticos, etc., expresaron su opción por la vía armada, con generales al mando, y bajo la vieja bandera del reino. Y lo que completa el presupuesto de sospecha es que acaban reclamando apoyo del imperio, y la energía de la respuesta positiva que enseguida se les ofrece por los Estados Unidos y sus aliados. Han reconocido, sin vacilar, la legitimidad de este movimiento (no pacífico, a pesar de la insistencia en que el resto de los actores lo hagan todo pacíficamente).

Desde el comienzo los jerarcas del imperio no han cesado de anunciar que su intervención militar en Libia tendrá lugar si Gadafi no cede a la exigencia de su renuncia, la cual condicionaría la «solución pacífica» del conflicto.

Lo que llaman el conflicto no alude a un conflicto del pueblo con su gobierno, a un conflicto con otro país, y mucho menos al conflicto con el imperio. Alude, insisto, a una verdadera guerra civil. ¿Es que en los Estados Unidos se han olvidado de lo que significa una guerra civil? ¿Se imaginan a Europa exigiendo a Robert E. Lee o a Abraham Lincoln la búsqueda de una solución pacífica, bajo la amenaza de ser invadidos por tropas británicas y francesas para proteger a la población civil norteamericana?

La guerra civil que se luchó en los Estados Unidos fue implacable, prolongada y costosa. Se ejecutaron masacres de parte y parte. Pero aquella era su guerra. De la misma manera que esta ha sido hasta ahora una guerra de los libios, y una cosa es aspirar a que no cueste tantas vidas y otra distinta es tratar de interferir para definir el conflicto en una dirección o en otra. Sobre todo, cuando el interés en adueñarse del petróleo libio bastaría para poner apellido a ese pacifismo que reclama de Gadafi, bajo amenaza, la abdicación.

Desde principios de marzo la flota del Mediterráneo se emplazó frente a las costas libias, otros navíos de guerra cruzaron el Canal de Suez para incorporarse. No tengo idea de la cantidad de barcos de guerra y de efectivos militares movilizados por la OTAN, si se han mantenido todo el tiempo movilizados allí, ni cuántos se les han incorporado después de la resolución 1973 del Consejo de Seguridad, ni del poder de destrucción del armamento que portan, ni del costo diario que hay que pagar para mantener este estado de guerra, que supongo ascienda a varios, muchos millones. No lo he visto reflejado en ningún despacho de prensa, y este silencio me hace pensar en que forma parte de la información que se clasifica ¿Acaso ha revelado Wikileaks algo al respecto?

Pero precisamente para protagonizar estos despilfarros bélicos, más allá de la crisis, se han inyectado sumas astronómicas en el sistema financiero mundial ―casi ochocientos mil millones de dólares― a costa del hambre no resuelta, la vivienda no resuelta, la salud no resuelta, la educación no resuelta, el desempleo no resuelto, que toca, en una u otra medida, a la mayoría de la población mundial. Gran parte para que se la trague el complejo militar industrial, se tengan que realizar los disparos o no.

Quiero decir también que el silogismo que parte de la premisa de que tanta movilización no se hace si no es para atacar, no funciona exactamente así. La movilización suele devenir un fin en sí, y hace poco vimos portaviones, cruceros, destructores y submarinos en las costas coreanas y después volvieron a casa, y luego retornan de nuevo, a menudo sin disparar un tiro, pero gastando millones. Hay que mantener reciclado al complejo militar industrial, y atemorizado al resto del mundo.

No obstante, es obvio que la conclusión inversa no está excluida, y nos encontramos ante uno de los casos en lo cuales, como en el de Iraq, podrían llegar a una ocupación sostenida y criminal. La opción invasiva puede comenzar con la aplicación del acuerdo sobre la fijación de una zona de exclusión aérea, un evidente eufemismo logístico que solo define un escalón para el ataque aéreo y artillero, y posiblemente completarlo con la ocupación. Esta decisión depende de cálculos más complicados que ni siquiera están del todo en las manos del presidente Obama. Y es evidente que no existe una posición consensuada en Washington entre los que tendrían que asumir los pasos ulteriores, debido al empantanamiento de las armas estadunidenses en Iraq y Afganistán.

La única propuesta plausible que provino desde el exterior fue la del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, de crear una comisión multinacional que promoviera un diálogo centrado en la búsqueda de una solución pacífica, libre de condicionamientos a priori. Me inclino a pensar, incluso, que a medida que se complica el estado de guerra, la propuesta de Chávez, lejos de caducar, gana vigencia.

El conflicto libio se ve definido ya, en el plano bélico. «Las fuerzas de Muamar al Gadafi parecen recuperar terreno a un ritmo que impedirá que la comunidad internacional revierta la situación», afirmó el 15 de marzo Charles Kupchen, especialista del Council of Foreign Relations. Tan era así que las potencias imperiales, sin perspectiva ya de esperar siquiera un triunfo momentáneo de la fuerza rebelde, deciden no dar tiempo a que los combates lleguen a Bengasi. Nada indica en este caso que lo que identificamos como la oposición albergara la salida hacia una opción popular.

El único punto de conflicto ligado a esta marea revolucionaria que vive el mundo árabe en el cual las fuerzas de la OTAN se han desplegado para intervenir, ha sido en el caso de Libia. De haberlo hecho en Egipto, ¿habría sido a favor de las masas manifestantes en la plaza de Tharir?

Estoy convencido de que en el caso de Libia, más que a la instalación en el poder de un movimiento popular, se procura la instalación (imposible ya sin una intervención externa) de un régimen títere, y la entrega total del territorio libio a los intereses imperialistas que, además del petróleo querrán apuntalar su influencia en el futuro de sus vecinos de Egipto y de Túnez.

La victoria del imperio pasa, en este punto del conflicto, por la derrota de Gadafi que, al margen de lo que le pueda ser reprochado, representa una expresión del nacionalismo árabe. La guerra de invasión ya comenzó, y ahora lo que queda es el despliegue de poder de los invasores. La distancia de capacidad defensiva es tal que las estrategias, las prioridades, los movimientos, la duración de las acciones, los niveles de destrucción, y cualquier otro elemento, se determinan fuera de la confrontación militar misma. Las deciden los invasores. La guerra, después de los tiempos de la disuasión propia del mundo que reconocimos como bipolar, dejó también de responder a los patrones que la definieron desde la antigüedad.

En Libia, a partir de la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, un verdadero movimiento popular no tendría otra opción ya, a juicio mío, que responder a una visión antiimperialista desde su nacimiento. Por eso estoy convencido de que la posibilidad de una derrota ahora del imperialismo (la posibilidad que China y Rusia bloquearon en Nueva York) todavía hubiera valido la victoria de Gadafi sobre los rebeldes de Bengasi.

La Habana, 19 de marzo de 2011

por: Aurelio Alonso

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