M. H. Lagarde
Hace algo más de una semana al vuelo 438 de Air France se le prohibió volar sobre cielo estadounidense porque en él viajaba el periodista colombiano Hernando Calvo Ospina. Ospina, sin saberlo, figuraba en una lista de pasajeros indeseados, (“presuntos terroristas”) en Estados Unidos por el simple pecado de escribir libros, o mejor, por decir la verdad.
Los libros de Ospina, claro está, son bien incómodos para el gobierno de Estados Unidos. En su obra figuran títulos, por solo citar los relacionados con Cuba, como ¿Disidentes o mercenarios? y Ron Bacardí: la guerra oculta, en los que el autor denuncia la impunidad con que el gobierno de Estados Unidos admite la existencia de grupos terroristas anticubanos en su territorio.
Si las indiscutibles verdades de Ospina asustan, la discografía del trovador cubano Silvio Rodríguez debe aterrorizar. No es de extrañar entonces que, a pesar de las trompetas de cambios que suenan hoy en la Casa Blanca, se continúe impidiendo que el cantautor cubano ingrese en territorio norteamericano.
¿Pero cuáles son las razones del pánico que provoca ese hombre, acompañado de guitarra, que se llama Silvio Rodríguez?
En este caso hay muy poco de azar y muchas causas. En primer lugar, la obra de Silvio, uno de los grandes poetas vivos latinoamericanos y del mundo, no hubiera sido posible sin el triunfo revolucionario del primero de enero. Hace casi 50 años, a medio camino entre la Casa de las Américas y el ICAIC, nació la canción de la Nueva Trova, uno de los movimientos artísticos más revolucionarios, en todo el sentido de la palabra, que haya tenido lugar en el pasado siglo veinte.
Silvio, como nadie, en letras y melodías, ha reflejado la épica más reciente, no solo de la Revolución cubana sino también de Latinoamérica. Siempre, a diferencia de otros creadores de la izquierda, evadiendo el evidente panfleto, solo a golpe de pura poesía.
No por gusto varias generaciones de jóvenes latinoamericanos y de otras latitudes han crecido escuchando temas antológicos como Ojalá, Cuando digo futuro, Te doy una canción. Transmitidas de padres a hijos, sus canciones forman parte del imaginario de la izquierda y los pueblos al sur del Río Bravo. En algunos lugares de Buenos Aires, Lima, Santiago de Chile o Ciudad México, es imposible concebir una protesta, una marcha o una historia de amor, sin el acompañamiento de una canción de Silvio Rodríguez.
Tal es su mérito, que hasta algunos de sus más acérrimos enemigos, en ciudades como Miami, no pueden prescindir de sus versos y lo oyen, bien quedo cuando canta, mientras conducen sus autos o en la soledad de sus casas, en silenciosos audífonos.
Silvio, además, ha sido la negación de la industria cultural de las luces y el oropel que en el capitalismo premia y comercializa la banalidad. Quizás por ello nunca haya recibido un Grammy. Hasta ahora, la única luz que ha iluminado e ilumina sus actuaciones es la de su indiscutible talento.
Para colmo, cuando el campo socialista se vino abajo y gran parte de la izquierda le siguió por la inercia de la costumbre en su caída, Silvio cometió la necedad de hacerse El Necio y de empeñarse en seguir viviendo, pese a amenazas y sobornos, como hasta entonces lo había hecho, del lado de la justicia, el decoro y la dignidad.
Por esas y otras razones el miedo a Silvio es de algún modo el miedo a Cuba. Y Cuba tiene prohibido entrar en los Estados Unidos por la misma razón que los Estados Unidos prohíbe que los norteamericanos viajen a la Isla.
Al cara pálida que nos acosa, con bloqueos y guerras mediáticas, simplemente le molesta su arte mayor, su amor sin antifaz, ese amor que es un arte de paz…