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Roberto Fernández Retamar: razones para vivir

Un frente frío proveniente de Canadá obró la rareza de que el invierno de La Habana se parezca, aunque sea pálidamente, a la idea que nosotros tenemos de esa estación. El mal humor del mar impide caminar por el Malecón; uno tras otro se suceden los latigazos de espuma. Frente al Malecón, en las calles 3ra y G, de El Vedado, se yergue con perfil de templo laico la Casa de las Américas, institución cultural que Fidel Castro fundó a los pocos meses de que triunfara la revolución, cuando después de tanta humillación toda Cuba se puso a vivir.

En un comienzo la Casa fue presidida por Haydee Santamaría, heroína del Moncada; años después, regresado de su destino diplomático en París, la continuó en el cargo Roberto Fernández Retamar, nacido en La Habana en 1930. Doctorado en La Sorbona y en la Universidad de Londres, ejerció la docencia en las Universidades de Yale, Praga y Bratislava; diputado en la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba y en la actualidad miembro del Consejo de Estado, pero, por sobre todas las cosas, Fernández Retamar es uno de los más grandes poetas de nuestro continente —“uno de los que mejor han expresado las grandes disyuntivas que la revolución cubana ha traído”, dijo Roque Dalton; en tanto Mario Benedetti celebró que en la obra de Retamar “la Revolución aceleró una madurez que acaso solo hubiera llegado con muchos años más de esa incolora frustración que tan bien conocemos en el resto de América Latina”.

Su don poético quedó demostrado en numerosos libros: Elegía como un himno, Buena suerte viviendo, Vuelta de la antigua esperanza, Con las mismas manos y Que veremos arder, entre muchos títulos que se intercalan con clásicos de la ensayística latinoamericana nacidos de su pluma, como Calibán, Para una teoría de la literatura hispanoamericana y Concierto para la mano izquierda; libros que conforman una obra que tiene el mismo efecto que la sorpresa de la luz en los ojos de un recién nacido.

Con él estuvimos conversando en el primer piso de Casa de las Américas, en su despacho —aunque esta palabra es engañosa, porque remite a una atmósfera estéril y muerta; y el lugar de trabajo de Retamar, con la sencillez de sus muebles, la calidez de sus retratos y adornos, la multitud de libros desparramados por el piso y trepando por las paredes como plantas luminosas, y la bonhomía que se respira a pleno pulmón, son el lugar ideal para comprobar que hay puertas a los sueños que se abren con palabras, que no hay frontera geográfica ni ciego bloqueo que el diálogo no consiga burlar.

Tiene un prodigioso parecido con el Quijote, no solo en la indisimulable semejanza física sino también en la fabulosa capacidad de soñar con mundos mejores. En lugar del yelmo de Mambrino lleva una boina calada; este Caballero Andante de la palabra, próximo a cumplir ochenta años, espanta toda solemnidad con la revolucionaria virtud de su sonrisa, y una bella manera de discurrir por la memoria y lo por venir con una voz a un tiempo poderosa y tierna, que se hamaca al ritmo de su mecedora.

¿Cuáles son los primeros apuntes que haría para un autorretrato?
No me tienta autorretratarme, como tampoco escribir mis memorias, según me han solicitado. Pero en una ocasión dije, y repito ahora, que si en lo exterior tengo figura de Quijote, por dentro tengo más de Hamlet.

¿Qué mirada tiene sobre el momento actual de Latinoamérica?
Comparto el criterio que hace poco le escuché a Frei Betto: nuestra América está viviendo ahora una primavera. Sin olvidar cuestiones tan negativas como los sombríos sucesos de Honduras o el establecimiento también sombrío de siete bases estadounidenses en Colombia y otras que se anuncian. Ya teníamos la presencia de la IV Flota en aguas nuestras. Nos esperan muchas pruebas. Pero confío en que no cejará la primavera.

¿Cuáles son las primeras imágenes que le vienen a la memoria cuando piensa en la Argentina?

Escribí sobre esto al frente del libro Fervor de la Argentina (Buenos Aires, Ediciones del Sol, 1993), cuyo título, como es obvio, es un homenaje intertextual a Borges, cuyo libro Fervor de Buenos Aires cumplía entonces setenta años. Mis primeras imágenes de la Argentina remiten a mi niñez. Nací en 1930, y al ser derrotada la noble República Española en 1939, mi país quedó cortado de España. Poco después, con el comienzo de la llamada Segunda Guerra Mundial, quedamos también cortados del resto de Europa.

»Así las cosas, existiendo apenas en la Cuba de entonces editoriales o cine propio, y recibiendo oleadas de producciones estadounidenses, México y la Argentina nos proveían de publicaciones y películas de nuestra lengua. Dije en una ocasión que podría sintetizar mi condición de lector de textos procedentes de la Argentina con estos títulos sucesivos: Biliken, Leoplán, Sur. Qué festival el de los libros y las revistas que nos llegaban de la Argentina. Ellos, con películas y canciones —claro, sobre todo tangos—, son las primeras imágenes que conservo de su país.

¿Qué ideas, anécdotas, impresiones asocia al escuchar los siguientes nombres: Rodolfo Walsh, Julio Cortázar, Haroldo Conti?
A los tres, escritores extraordinarios y compañeros entrañables, los conocí en La Habana. En primer lugar a Rodolfo, cuando en 1959, con Masetti, Gabo y otros tercos locos, contribuyó a fundar Prensa Latina (en esa ocasión me presentó a Waldo Frank, a la entrada de una pequeña librería habanera); en 1963, a Julio, y algo después a Haroldo. Todos fueron estremecidos por el sismo de la Revolución Cubana, que cambió sus vidas.

»Contribuyeron a unir nuestros vínculos con la Casa de las Américas. Los tres formaron parte del jurado del Premio de la institución (Haroldo, además, lo obtuvo con una novela maravillosa), los tres colaboraron en la revista Casa de las Américas, de los tres se publicaron libros por la Casa, con los tres mantuve honda correspondencia: cartas de ellos aparecieron en el mentado libro Fervor…

»Sobre Julio y Haroldo escribí poemas, como también sobre Juan Gelman, Martínez Estrada, Paco Urondo y Borges (en ese orden). Los asesinatos de Rodolfo y Haroldo nos dolieron en el alma. Y, claro, también nos dolió la muerte de Julio, a quien vi por última vez en Managua, rodeado de otros relámpagos, de otras realidades, de otras esperanzas. Cada uno con un sello inconfundible, eran tres personalidades distintas, unidas por la voluntad de llenar al mundo de belleza y de justicia».

¿Cuándo y en qué condiciones conoció a Fidel Castro?
Lo vi varias veces cuando ambos éramos alumnos en la Universidad de La Habana, aunque él es cuatro años mayor que yo, que estudiaba Filosofía y Letras mientras él lo hacía en Derecho, pero creo que para entonces (mediados del siglo XX) él era ya lo que se llamaba alumno “por la libre”, que no estaba obligado a asistir a clases. No obstante lo cual, a cada rato se presentaba en la Universidad. Lo rodeaba una leyenda: en 1947 había participado en una expedición que se propuso derrocar al tirano de la República Dominicana Rafael Leónidas Trujillo; en 1948, cuando proyectaba organizar un congreso de estudiantes latinoamericanos, vivió en Colombia la experiencia del Bogotazo.

»Calculo que lo vi a partir de 1949 o 1950 (yo ingresé en Filosofía y Letras a finales de 1948). Y lo recuerdo particularmente en un mediodía en que los alumnos de izquierda habíamos tomado la Universidad en desacuerdo con una subida en el precio del transporte público. En esa ocasión caminábamos sin rumbo fijo por la plaza central de la Universidad, cuando Fidel se encaramó en una tarima que había sido usada la noche anterior por el Teatro Universitario, y nos dirigió la palabra. Se refirió a líderes estudiantiles corruptos que estaban vinculados con el gobierno, y de repente dijo: “Pero hace mucho calor aquí, vamos a ir conversando, en protesta, hasta el Palacio Presidencial”. En aquella ocasión que no puedo olvidar, lo oí hablar en público por primera vez».

¿En qué se parecen y en qué se diferencian el Fidel de entonces y el de ahora?
Es claro que Fidel ha cambiado: ha crecido. Pero a partir de la personalidad que alcanzó ya en aquellos años. Cuando se cumplió medio siglo de su entrada en la Universidad (que fue en 1945), dijo en un discurso en el Aula Magna que en dicha Universidad se hizo martiano, se hizo revolucionario y se hizo socialista. El resto de su prodigiosa vida ha sido fiel a las vivencias o las revelaciones que tuvo en sus años universitarios.

¿Podría contar algún recuerdo del Che?
Varios he contado en el libro Fervor… y también, sobre todo, en otro libro mío del que hay una edición argentina: Cuba defendida (Buenos Aires, Nuestra América, 2004); en los que hablé de este hombre a quien tuve la inmensa dicha de conocer un poco y admirar sin reservas. No sé si el lector y la lectora de esta entrevista se animen a buscar esos libros, por lo cual volveré a contar aquí algo. A mediados de marzo de 1965 coincidí azarosamente con el Che en un vuelo Praga-La Habana, el último viaje que él haría abiertamente antes de salir a pelear en “otras tierras del mundo”. El avión tuvo un desperfecto y pasamos varios días con sus noches en Shannon, Irlanda, sin tabaco que fumar y prácticamente sin libros que leer, salvando algunas ocasionales incursiones en el ajedrez y el dominó, no teníamos otra cosa que hacer sino hablar y hablar.

»En cierto momento el Che me preguntó: “¿A qué atribuyes que la Unión Soviética se haya ido a la mierda?”. Mi respuesta no interesa, pero sí la del Che: él estimaba que lo que había desviado el curso de la Revolución en aquel país era la implantación de la Nueva Política Económica (NEP), y el hecho de que la prematura muerte de Lenin le impidió haber rectificado a tiempo».

¿Qué cosas que le quitó el tiempo le pediría que le devuelva?

No todos, pero sí los mejores momentos de mi juventud.

¿Hay algún conjuro contra la nostalgia de lo perdido?

Hay dos expresiones que se dan de cachetes. Una es el refrán español “que me quiten lo bailao”. Otra, la cita de Dante según la cual “no hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria”. Para la primera, está abolida la nostalgia; para la segunda, ella es abrumadora. No creo que haya tal conjuro, pero sí la satisfacción de vivir entre seres amados, y la esperanza de ir a encontrar, aun en la vejez (en 2010 cumpliré ochenta años), cosas nuevas: amistades, experiencias.

¿La lectura de algún libro puede fortalecer al hombre frente a la idea de la muerte?
Borges, que se consideraba más que un buen escritor (sabemos que lo fue en grado sumo) un buen lector, llegó a adquirir —frente a la idea, a la certidumbre de la muerte— la actitud de un estoico. No hace mucho se publicó en libro el diario de Bioy Casares sobre Borges. Dudo mucho que Bioy hubiera autorizado esa publicación. Pero a lo que vamos: allí aparece un Borges íntimo con una suerte de serenidad frente a la muerte que Bioy no compartía. También Alfonso Reyes llegó a tener esa actitud. ¿La derivaron ambos de sus copiosas lecturas? Quién sabe.

¿Cómo se lleva con esa idea?
Descubrí mi condición mortal siendo niño, y durante años padecí una atroz tanatofobia. No comprendía cómo personas inteligentes podían vivir de un modo al parecer tranquilo sabiéndose (como tenían que saberse) mortales. Cuando, sabe Dios cómo, fui saliendo de ese estado, me topé a mis quince años con la obra de Unamuno. El primer libro suyo que leí fue Mi religión y otros ensayos breves (por supuesto, en la edición argentina de Austral). Luego seguí leyéndolo, y me impresionó en particular, como es de suponer, Del sentimiento trágico de la vida. Como he citado a Borges, recuérdese que él, quien también admiró mucho a Unamuno, no compartía la aspiración a no morir del gran vasco. En lo adelante, no puedo decir que me haya reconciliado con esa, digamos, idea, pero he encontrado razones para vivir y la esperanza de que algo de mí pervivirá en gente amada que a lo mejor no he de conocer nunca.

¿Con qué palabras nombraría el futuro que sueña?
El comunismo tal como lo hubiera realizado José Martí.

por: Sergio Marelli

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