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“Si la literatura sólo critica no es lucha sino lamento» Entrevista a Belén Gopegui tras la publicación de su última novela, El padre de Blancanieves

Menuda, casi trasparente, luciendo timidez y canas, Belén Gopegui (Madrid, 1963) es la antítesis del autor obsesionado por la fama. Le horroriza posar, desconfía de las fotos y de las entrevistas, aunque hace tiempo coordinase el suplemento cultural de un periódico. Pero no es una pose sino coherencia, ya que Gopegui, una de las mejores escritoras de nuestro tiempo, es también una de las más polémicas, y sin duda alguna la más combativa. Comunista a ultranza, utiliza sus libros para combatir al capitalismo en estos tiempos de relatos ombliguistas, santos griales y falsas ficciones.

La suya es una literatura pegada a la realidad. Lo fue en 1992, cuando publicó su primera novela, La escala de los mapas y logró el entusiasmo de Carmen Martín Gaite, y lo sigue siendo ahora, con El padre de Blancanieves (Anagrama), una novela que evidencia por qué Umbral escribió de ella que era la mejor de su generación. En su arranque, además, puede identificarse cualquier lector, porque narra lo que ocurre en la vida de una familia cuando la madre, profesora de instituto, provoca sin querer el despido de un ecuatoriano que trabaja en un supermercado y que se le presenta en su casa. Hasta que no le consiga un trabajo, dice, no se librará de él. Si llama a la polícia, vendrán su mujer y sus hijos. Si les deportan, sus amigos le recordarán que causó la ruina de una familia. Y que sigue siendo su responsabilidad…

Camiseta amarilla y pantalones vaqueros, Belén Gopegui aparece en “Ártico”, una cafetería-hostal de Argüelles, amabilísima, pero con las ideas muy claras sobre lo que quiere y no quiere contar.

– ¿Cuál es la prehistoria de El padre de Blancanieves, es decir, de dónde nace la novela, se le ocurrió quizá en un super cualquiera viendo a los reponedores latinos?

Con los nudos en la garganta

– “Estoy cansado del estar cansado, entre plumas ligeras sagazmente”, Cernuda. La novela nace de ahí. A lo largo del tiempo y en especial después de mi novela anterior he estado en contacto con personas y colectivos que piensan que siempre se puede actuar, hacer algo con los nudos en la garganta. He querido escribir desde ellos. Si el arte sólo critica, si sólo se ocupa de desvelar, ya sea directa o irónicamente, si renuncia a la afirmación y a proponer alternativas, no es lucha sino lamento. Busco una novela capaz de afirmar, en el sentido de hacer que algunas cosas queden bien apoyadas.

–¿Cómo fue el proceso de su escritura, sus principales problemas con los personajes y la trama, y cómo los fue solucionando?

–La novela dramatiza el diálogo entre el socialdemócrata que todos llevamos dentro y varios militantes revolucionarios de hoy, con edades en torno a los 25 años. El mayor problema era representarles, dado que apenas tienen presencia en las visiones dominantes, prensa, televisión, conversaciones. Además, en la vida real, en España, no son muchísimos, aunque ocupen más espacio del que les concede el imaginario. Decidí entonces acudir a un ser colectivo que habla, como los Bancos o los clubes de fútbol, un ser que de algún modo abarca ese todo que es más que la suma de las partes y contiene una promesa y un pacto de libertad.

–Hoy pocos autores españoles apuestan por la novela como instrumento de cambio social… ¿No teme (o quizás cuenta con ello) que la valoración ideológica pueda condicionar la literaria?

–Cuento con ello. ¿Lo temo? Supongo que sí.

–“Quien escucha –dice Manuela, uno de los personajes del libro– tiene derecho a saber quién le está hablando y en nombre de qué”. ¿Cómo respondería a estas preguntas si se las formulase un lector?

Los “no normales”

–Si lo hiciera en igualdad de condiciones, empezaría preguntándole sus ingresos y contándole los míos. Creo que es un buen punto de partida para llegar a saber quién habla. Como esta igualdad no se da en una entrevista, de un modo más abstracto le diría: pertenezco a esa imaginaria clase media que parece flotar hasta que viene un momento de crisis y entonces es empujada directamente al proletariado; sostengo que gran parte del dolor es evitable y no por vías metafísicas, sino modificando un sistema económico que se basa en la apropiación privada de los excedentes productivos.

–Una de las claves del libro podría ser el concepto de normalidad, y la certeza de que “algo que pasó en nuestra vida nos hizo no normales, nos enseñó a mirar la vida desde un lugar distinto”¿qué fue, en el caso de Belén Gopegui?

–Más allá de mi historia concreta, pongamos: el día en que despiden a tu amigo; o cuando el único trabajo que te ofrecen es en negro cobrando medio sueldo más el paro; o las recientes declaraciones del premio Nobel de medicina J. Roberts: “Es habitual que las farmacéuticas estén interesadas en líneas de investigación para cronificar dolencias con medicamentos mucho más rentables que los que curan del todo”; o el encogimiento de hombros y el ya se sabe con que se leen declaraciones así en privado; o la pasividad y la impotencia política con que se asumen en público; o la lista de espera que tiene a tu hermana con un tumor maligno sin que la operen durante un año; o las pompas repugnantes con que la Unión Europea nombra comisiones para conceder el chocolate del loro a los proyectos médicos y científicos más necesarios. Etcétera.

–Sin embargo, y a pesar de todo eso, el libro ofrece un mensaje de esperanza: “la amargura no es la solución”; “ya ha pasado el tiempo de creer que no hay salida”. ¿Cómo se puede combatir en la práctica contra la resignación, contra el cansancio y el miedo (a perder el trabajo, etc)?

–Dice Foster Wallace, y suscribo: “Creemos que la ideología es hoy día la provincia de los grupos de influencia y los comités de acción política en su lucha por levarse su porción del enorme pastel verde… y, mirando a nuestro alrededor, vemos que ciertamente es así. Pero […] lo es, en parte, porque hemos abandonado el terreno”·. No abandonarlo, organizarse, requiere paciencia y produce, sí, cansancio. Quizá sirva pensar que sentirse cansado no es (todavía) estar cansado. En cuanto al miedo, real, se atenúa en compañía.

–Su libro tiene varias cargas de profundidad. Por ejemplo, asegura que en España es “pura ficción” un cambio de tendencias. O sea, que ¿Zapatero no representa a la izquierda?

–No; su política no tiene intención de tocar las bases económicas, que es lo que caracteriza a la izquierda. Hay diferencias de grado entre los dos partidos capitalistas que se turnan en el poder, pero nada más.

–También es muy crítica con los grandes sindicatos y su complicidad con la patronal…

–Sin duda hay dentro personas que están trabajando con honestidad y valor. Pero institucionalmente su papel es el que ellos parecen haber aceptado: “agentes sociales” ocupados de contribuir a mejorar la marcha de la economía y, como se sabe, casi siempre es posible traducir “economía” por “beneficio de la clase dominante”.

–Y no salva tampoco a las ONGs y la pornografía de los buenos sentimientos: ¿ejercen quizás un efecto calmante sobre las conciencias?

–Este año “Los Ángeles Times” publicó una serie de artículos donde explicaba cómo la Fundación Gates había invertido 423 millones de dólares en compañías responsables de gran parte de las enfermedades y problemas que su fundación filantrópica (con un presupuesto igual o menor) se dedicaba a aliviar. De modo semejante, ocurre que se entrega a una ONG parte del dinero obtenido trabajando en un contexto laboral que nos reclama comportamientos cómplices con el daño, desleales, sumisos.

El silencio de la clase media

–También se detiene en la educación… de la que escribe que desde hace años se está desmoronando… ¿qué tipo de lectores cree que podrán ser estos adolescentes obsesionados con internet (como Adela) y, en demasiados casos, nacidos para el paro y el consumo?

–Pueden ser los mejores lectores. Tienen a su favor que detectan la retórica al momento, saben que palabras como diversidad, ciudadanía, sociedad justa y solidaria, son absurdas cuando te espera un futuro laboral de esclavo. En contra tienen que ahora hay pocos cauces para organizarse contra ese futuro, pero bastará con que encuentren uno para que empiecen a leer con rabia y necesidad.

–Tras escribir el libro, ¿ha llegado a comprender por qué callaba el padre de Blancanieves, por qué calla la clase media ante los abusos, y preferimos ignorar no lo que no se ve, sino lo que, viéndose, no se mira?

–La clase media no toma partido, se lava las manos, es precisamente lo que la caracteriza: ocupa un espacio donde en principio nada le obliga a hacer otra cosa. Sucede también que estamos hechos de agua, de carne, de mierda y de valor y orgullo y bondad y sentido del ridículo y miedo. A veces predomina el miedo, pero no siempre.

Cuba y la información falsa

–Su libro anterior, El lado frío de la almohada, suscitó una extraordinaria polémica por su defensa de Castro y de la revolución cubana: ¿la persecución de los disidentes no le hace cuestionarse su entusiasmo?

–Un tanto por ciento muy alto de la información sobre Cuba es falsa. Quien quiera comprobar esto puede acudir a los libros de Pascual Serrano editados por El Viejo Topo, o a la página www.rebelion.org. Sin siquiera tomarse esa molestia muchas personas habrán leído en periódicos nacionales y escuchado en la radio declaraciones disidentes, críticas, incendiarias, de personas residentes en La Habana que no están siendo en absoluto perseguidas.

No se persigue a disidentes, se condena a quienes colaboran con determinados proyectos del gobierno de los Estados Unidos, un gobierno cuya hostilidad hacia la isla no es una fantasía sino que forma parte de su legislación vigente. Ya dije entonces y repito que la revolución cubana no es la Inmaculada Concepción. Nadie lo es, pero la revolución cubana merece nuestro respeto mucho más que las llamadas democracias occidentales.

–Volvamos a la literatura: ¿qué autores jóvenes le interesan?

–De los jóvenes digamos de menos de 35 años, me interesan Alberto Olmos, Elvira Navarro, Pablo Caballero, Torné de la Guardia, Isaac Rosa, Olga Novo y Yolanda Castaño entre otros. Me interesa el debate que se ha generado a partir del término afterpop. Leo ciertos blogs, ciertas páginas web, el libro delicado y brutal de Santiago Alba, Leer con niños, leo a Günther Anders. Hace poco he leído los dos únicos capítulos traducidos de una novela alemana que creo imprescindible, Bajo el nombre de Norma, escrita por Brigitte Burmeister y que ojalá algún editor decida publicar.

–Hace años, Umbral la destacó como la mejor narradora de su promoción, pero ¿quiénes han sido sus maestros literarios?

–Llevándole la contraria a Steiner que escribió Tolstoi o Dostoievski, elijo Tolstoi y Dostoievski. Los maestros, como los modelos, son desiderativos, puedes querer emular algo, pero lograrlo ya es otra cuestión. En esta novela me gustaría parecerme, salvando las distancias, a un Dostoievski de este siglo, con su misma fiebre pero menos desesperado. Cito cuatro maestros: Brecht, Umbral, López Salinas, Méndez Ferrín.

–¿No cree que la muerte de Umbral ha descubierto demasiadas mezquindades en nuestras letras?

–No hace falta que muera nadie para ver las mezquindades, otra cosa, como decías, es que no se miren. En el caso de Umbral quizá lo más penoso haya sido el deseo de cubrirse las espaldas de muchos literatos: era un gran escritor pero que conste que yo no estoy de acuerdo con, o no suscribo, o utilizo incluso una necrológica para marcar distancias no vaya a ser que mis jefes (todos tenemos muchos jefes directos e indirectos) me afeen la admiración.

Es la clásica actitud de los “ninís”: se confunde, interesadamente, la conciencia crítica con el privilegio de estar en el limbo: ni OTAN ni Milosevic, ni Sadam ni Bush, pero cuando caen las bombas no se puede decir ni tirarlas ni no tirarlas. Y decir que no se tiren, no significa renunciar a criticar lo que hizo Sadam, significa elegir que no se tiren. En otra escala, cuando un escritor como Umbral muere, pienso, se disparan salvas en señal de respeto y duelo; no es momento de cubrirse las espaldas.

–En el libro, uno de los personajes se plantea que cuando acaba la asamblea, comienza la vida, pero, ¿qué ocurre, en su caso, cuando una novela está ya en la calle?

–La novela pregunta, la calle responde a su manera, yo escucho y sigo.

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