Debo hacerlo porque desde hace 4 años, desde que me gradué de periodismo, he tenido el placer de conocer bastante bien a 6, 12, 17… 9… ¡44 en total! adolescentes que son como Chala. Quizás por eso algunos amigos me escribieron al móvil, al email, y me insistieron en que fuera de una vez y por todas al cine. Fui hoy, con mi novia que también es del proyecto Escaramujo. El cine Acapulco se me hizo un lugar incómodo y a la vez acogedor.
Al igual que decenas de espectadores vibré con cada frase lapidaria de la maestra Carmela, sobre todo con su tajante respuesta ante la insinuación de que llevaba demasiados años impartiendo clases; me emocioné cuando Chala le respondió al taxista: Ella no es mi abuela… ojalá lo fuera; y sentí un apretón en el pecho cuando al final el niño le pregunta a Ignacio: Asere, ¿de verdad tú eres mi papá?
La película muestra un mundo que muchos desconocen. Triste, pero cierto. Desde las primeras malas palabras, la indisciplina en el aula, la apuesta por el trompo, el silbido provocado por las curvas de la nueva maestra y los juegos de manos violentos entre amiguitos de la misma escuela, supe que esta película iba en serio. Entonces me metí en un drama del que solo ahora puedo salir, escupiendo estas palabras que espero alguien les encuentre razón o sentido.
Sí, porque mientras todos en el cine llegaban a la conclusión de que la madre de Chala era una drogadicta, jinetera y alcohólica, y de que su hijo era víctima de aquel hogar disfuncional, yo pensaba en las madres que no salieron en cámara: la del negrito problemático, la del gordito pandillero, la del vecino de Chala que le hacía la pala cuidando a los perros… todos ellos tienen madres así, o peores.
En la mirada del “enemigo” de Chala, reviví el odio, el desafío, la ira o el afán despiadado que muestran estos niños con conductas desajustadas cuando pierden el control en medio de una bronca o salen a fajarse sin importar las consecuencias. También temí que aquel niño de bemba grande se ahogara en el Malecón, por suerte no ocurrió. Chala lo salvó porque en el fondo son solamente niños, y se fajan, y “aguajean”, y se ofenden delante de los otros porque es lo que han aprendido. Pero solos, sin malas influencias, en medio del mar, son simplemente niños que se ayudan y no porque Chala sea bueno, sino porque cuando están solos y nadie los ve, no necesitan aparentar ser hombres de la calle.
La historia en la escuela refleja una triste realidad que conozco: escuelas que “salen del problema” enviando a niños y niñas problemáticos a escuelas de conducta. Ese es solo el primer paso. Un vez allí, algunos profesores bien distintos al profe de la película a veces prefieren solucionar el tema trasladándolo a una Escuela de Formación Integral (EFI) donde el régimen disciplinario es más fuerte porque interviene el Ministerio del Interior. Y si en las EFI tampoco se logra el propósito educativo, esa niña o ese niño, cuando cumpla los 16 años y cometa algún hecho tipificado como delito o siga manifestándose agresivamente, irá a la cárcel. ¿Y de quién fue la culpa? Del padre, de la madre, del barrio y también de aquel maestro que se rindió u optó fácilmente por “salir del problema”.
Llantos en el cine, aplausos… sin dudas, la película conmueve. Y yo pensaba y pensaba: “al final, la historia de Chala no es tan triste”. Su novia “palestina” aprendió con su padre holguinero que debía ser la mejor del aula y no anda pensando en prostituirse cuando cumpla los 13 ó los 14 años. La madre del protagonista no lo golpea con un cinto, no lo obliga a beber ron, no lo lleva a deambular con ella. Yo conozco madres que sí. La maestra recién llegada no es vulgar, mal hablada o de conducta agresiva. También conozco maestras que sí.
Al menos Chala, con 12 años, se faja a las manos y no usa “chavetas” o “cuchillos” como Junior; no quiere reunir para comprarse un “inyector” como Víctor; no arrebata o da puñaladas por entretenimiento como Juan Carlos; no tiene heridas que le atraviesen la espalda como Talía; no tiene que dormir en el piso como Elián; al menos, Chala está vivo… en cambio, Papote no.
Ninguno de estos 6 nombres pertenecen a la ficción, ninguno tampoco ha cumplido 16 años, Papote ni siquiera los cumplirá. Son niños reales que viven en Centro Habana, en Vertientes o en Holguín. Son niños y niñas que muchas veces no tienen la culpa de ser como son, no escogieron familias, ni barrios ¿cómo pedirles entonces que escojan su futuro?
Pensándolo bien, da igual que estás líneas se pierdan o no en el ciberespacio. Da igual que las lean mis amigos o no. En un final, para quien las escribo, los que me gustarían que las leyeran y reflexionarán a partir de una película que cuenta su realidad, nunca tendrán acceso a ellas. Ellos ni tienen Internet, ni les gusta leer, ni siquiera se tomarán la molestia de ir al cine, y lo peor y más grave, es que la mayoría de ellos no tienen ni tendrán nunca maestras como Carmela.