Finalmente, este miércoles la historia de Brasil se partió en dos.
Como en aquella noche del 31 de marzo de 1964, los dueños de todas las cosas despacharon de arrebato a los inquilinos legítimos del Palacio de Planalto en un sainete vergonzosamente fraudulento. Esta vez no hicieron falta las botas militares ni el protagonismo tan activo del Tío Sam. El putrefacto, elitista y machista sistema político brasileño lo hizo posible. Secundado, claro está, por los cañones del leviatán mediático y su cabeza de Globo, que aportaron la necesaria cuota de blindaje y anestesia.
Luego de 112 días de farsa jurídica, el trabajo sucio en la estocada final lo asumieron los 61 senadores que eligieron colgarse la mochila eterna del golpismo a cambio de un puñado de favores para sus negociados. Misma tragicomedia que habían protagonizado 367 diputados aquel 17 de abril. En buena parte de ellos, la prebenda pasa también por una eventual inmunidad judicial: 41 de los 81 senadores y casi un tercio de los diputados está salpicado en casos de corrupción.
Lo mismo que el conspirador Michel Temer y su tropa. Quien ahora tendrá la banda presidencial hasta fines de 2018 está vinculado al escándalo de Petrobras: en una delación premiada, el empresario Marcos Odebrecht (preso por este caso) aseguró que Temer le pidió más de 3 millones de dólares para campañas de su partido.
Directivos de la misma empresa admitieron que el entramado de corruptela arrancó en la campaña presidencial del actual canciller José Serra en 2010. Por si acaso, tres ministros de Temer ya debieron renunciar por escándalos similares. Y ni hablar de Eduardo Cunha, principal autor intelectual del impeachment, suspendido por la Corte Suprema como presidente de la Cámara Baja por delitos ostentosos.
Es cierto que la huella de corrupción inunda a toda la clase política brasileña, incluida parte de la dirigencia del PT (decía el periodista Pompeu de Toledo que “la corrupción forma parte de nuestro sistema de poder así como el arroz y el fríjol de nuestras comidas”). Pero no menos rigurosa es la inocencia de Dilma, a quien no se le consiguió probar delito alguno. Tan floja de papeles fue la imputación, que las irregularidades fiscales por las que se la destituye fueron practicadas por todos los gobernantes de los últimos 20 años, incluido el propio relator del impeachment, Antonio Anastasia, quien durante su gestión como gobernador en Minas Gerais las cometió 51 veces…
La historia la absolverá
El discurso de defensa de Dilma el pasado lunes estuvo cargado de una lucidez y una fuerza moral admirable. Sin efumemismos, describió el proceso como una “grave ruptura institucional, un verdadero golpe de Estado. Un golpe que, una vez consumado, resultará en la elección indirecta de un gobierno usurpador”.
También dejó al desnudo que “la ruptura democrática se da por medio de la violencia moral de pretextos constitucionales para que se otorgue apariencia de legitimidad al gobierno que asume sin el aparo de las urnas. Se invoca a la Constitución para que el mundo de las apariencias encubra hipócritamente el mundo de los hechos”. Y sintetizó las implicancias del golpe: “Lo que está en juego no es sólo mi mandato sino el respeto a las urnas, a la voluntad soberana del pueblo brasileño. Lo que está en juego son las conquistas de los últimos 13 años”.
En efecto, la conspiración político-judicial-mediática que se llevó puestos 54 millones de votos vino a imponer el proyecto económico derrotado en las últimas cuatro elecciones. A desandar las conquistas sociales (progresistas, ni siquiera transformadoras) desplegadas desde que asumió Lula en 2003, a reinstalar el modelo neoliberal noventoso que impulsaron Collor de Mello y Fernando Henrique Cardoso.
Como sintetizó la senadora Regina Souza, era una batalla entre la Bolsa Familia (principal programa social) y la Bolsa de Valores. La victoria estaba cantada.
Los dilemas del PT
Pasado el duelo de tremendo cachetazo, el PT y las fuerzas que lo acompañan deberán afrontar una necesaria autocrítica para analizar con precisión la etapa que se cerró este miércoles.
Van algunos posibles interrogantes al respecto: ¿Qué hubiese pasado si se escuchaba con más audacia el clamor de la reforma al sistema político? ¿Con qué estrategias enfrentar a una maquinaria de poder legislativa controlada por la elite empresario-evangélica? La supuesta indispensable alianza con el centroderechista PMDB, ¿no terminó siendo un salvavidas de plomo? ¿Es ineludible la fórmula de conciliación de clases para llegar al gobierno y mantenerse? ¿Cuánto influyó no atreverse a democratizar el esquema comunicacional y combatir el monopolizado terrorismo mediático? ¿Por qué no se apostó a sostener el proyecto en el protagonismo y la movilización popular?
Tal vez en las deudas pendientes se podrán encontrar algunas pistas para recalcular y reimpulsar las fuerzas del progresismo brasileño. No todo está perdido: quien aparece hoy con mejores chances para las presidenciales de 2018 es nada menos que Lula.
La consumación del golpe tiene, sin dudas, un gran impacto en América Latina. No sólo por la descomunal influencia del gigante del Sur como primera economía regional. El giro en política exterior –encabezado por el canciller Serra- trastocó la correlación de fuerzas en el escenario diplomático. La ofensiva contra Venezuela en el Mercosur, articulada junto a Argentina y Paraguay, evidencia un plan continental monitoreado desde Washington cuya principal obsesión es tumbar la revolución bolivariana. De la capacidad de rearticulación de las fuerzas progresistas y populares y de la resistencia que logren los pueblos en las calles dependerá que esta ofensiva conservadora se pueda revertir.
http://www.tiempoar.com.ar/articulo/view/59722/