Ella tiene la piel negra, negros son sus ojos. Su mirada esconde el pasado de toda una generación. ¡Oh, la libertad! ¡Haití me duele, me duele tanto! Canta en creole con tono seguro, delicado. Es tarde soleada en La Habana. Afuera las personas transitan despreocupadas, hablan, blasfeman, hacen cola, leen las últimas noticias. Es un día de esos rutinarios y parece que nada sucede. Sin embargo aquí adentro, en la casa que ocupa la Asociación Caribeña de Cuba, en un barrio de la periferia de la ciudad, se habla de un grito, un grito convoca.
En otra edad, otra muchacha con una canasta de ropa en la cabeza se pasea por la route de Millot. Sentado en el lado opuesto del puente, un joven la observa de pie, quiere hablarle, contarle sus penas. Ninguno de los dos se ha percatado que, a poca distancia, Philomé Obin ha captado la escena y un chorro de colores comienza a inundar el cuadro naif Pont-medisant sur la route de Millot.
El amor de aquellos dos muchachos llegó a Cuba y aquí dejó su semilla. Su canto vino y ahora regresa como los muertos, llenos de vida, en la voz que estalla en las paredes de esta tarde cuando también se recuerda la historia de una nación, la primera que logró hacer una revolución liderada por esclavos en este continente.
Haití forma parte de los territorios insulares del Caribe. Como las otras islas grandes y pequeñas comparte una historia común de colonialismo europeo. Estas naciones sufrieron el exterminio de la inmensa mayoría de su población indoamericana, el comercio esclavista de África, el arribo posterior de semiesclavos de la India y China, y la migración de portugueses, judíos y árabes. Por tanto, quienes habitan esta parte del mundo (30 millones de personas) comparten una “civilización única” dentro de un paisaje particular abatido por la furia de huracanes, el calor irremediable y una naturaleza jovial y abierta.
Mediante el ejercicio de su imaginación creativa, estos pueblos han sido capaces de sobrevivir el trauma de la separación de hogares ancestrales y la indignidad de la deshumanización de la esclavitud. Como resultado, se fue construyendo, en un largo y violento proceso de contrapunteo, una cultura que tiene más elementos comunes que diferentes.
Situadas entre el Norte y el Sur de América, las naciones del Caribe fueron históricamente percibidas por los Estados Unidos y sus transnacionales como su «área de seguridad nacional». Esa proximidad ha traído pocas ventajas y sí muchas dificultades y desafíos para el desarrollo.
«¿Hasta cuándo seguirán los soldados extranjeros en Haití? Ellos llegaron para estabilizar y ayudar, pero llevan siete años desayudando y desestabilizando a este país que no los quiere», se pregunta y se responde, sarcásticamente, el escritor uruguayo Eduardo Galeano.
Datos divulgados por organizaciones de derechos humanos revelan que la MINUSTAH cuesta a las propias Naciones Unidas más de ochocientos millones de dólares anuales.
Y reitera Galeano: «Si las Naciones Unidas destinaran esos fondos a la cooperación técnica y la solidaridad social, Haití podría recibir un buen impulso al desarrollo de su energía creadora. Y así se salvaría de sus salvadores armados, que tienen cierta tendencia a violar, matar y regalar enfermedades fatales».
El país que no es invisible
Haití fue y sigue siendo vida antes de que estallara el furor y la desvergüenza. Lo dicen las recientes imágenes que trajeron Tamara Roselló y Ángel Piedra, comunicadores del Centro Memorial Martin Luther King (CMLK), quienes asistieron a la reunión regional del Grito de los excluidos y excluidas en Puerto Príncipe. Ellos recorrieron algunas zonas de la capital haitiana donde trabajan diversas organizaciones populares, campesinas, de mujeres, defensoras de los derechos de los inmigrantes y por un hábitat digno. Por fortuna encontraron el apoyo solidario de PAPDA y el entusiasmo contagioso de quienes estudiaron en Cuba como Wilson Sanon, colaborador del boletín Caminos del CMLK.
La cámara pasa de prisa por el mapa de una ciudad que se resiste a morir, capta rostros, paisajes urbanos, rurales, gente que se levanta diariamente para ir al trabajo, a la escuela, que construye sobre las huellas dejadas por el sismo que sacudió escandalosamente a la nación más pobre del hemisferio occidental.
«Pero estas imágenes no se parecen a las que nos pasan por la tele», dice un anciano de más de ochenta cuyos padres llegaron desde Jamaica en los primeros años del siglo XX y asiste a la actividad que el Centro Memorial Martin Luther King y la Asociación Caribeña de Cuba prepararon este año para conmemorar el 12 de Octubre, día de resistencia contra las dominaciones y que tiene como lema ¡Por la vida grita la tierra…!
En los campamentos, improvisados refugios donde después de un año aún viven cerca de ochocientos seres humanos, la gente oculta el rostro. «Lo hacen por vergüenza, por el tiempo transcurrido sin que se haya hecho nada para cambiar la situación», dice Tamara; mientras Ángel apunta que «lejos de los estereotipos, encontró un país que trabaja y lucha con muchos esfuerzos y sacrificios, un país digno que cada mañana se levanta para continuar la vida».
Pero las imágenes lastimeras de niños desvalidos, gente sin esperanza que vive sin rumbo es la que los medios de comunicación se han encargado de transmitirnos y por fuerza de la fragmentación y el cacareo acrítico se nos van haciendo lugar común; son las más «convenientes» porque nos van domesticando el alma sin que nos demos cuenta, y terminamos «creyendo» como rotundas verdaderos. Sabemos, sin embargo, que detrás de ese superficial enfoque mediático se esconde la cara más cruel de la dominación: Haití como territorio para los negocios de las transnacionales; y como fachada el discurso perverso de la «ayuda humanitaria» sustentado por las ONGs y por el cual se mueven miles de millones de pesos.
«Haití no necesita que nadie venga a multiplicar sus calamidades. Tampoco necesita la caridad de nadie. Como bien dice un antiguo proverbio africano, la mano que da está siempre arriba de la mano que recibe.. Solidaridad, médicos, escuelas, hospitales y una colaboración verdadera que haga posible el renacimiento de su soberanía alimentaria, asesinada por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras sociedades filantrópicas. Para nosotros, latinoamericanos, esa solidaridad es un deber de gratitud: será la mejor manera de decir gracias a esta pequeña gran nación que en 1804 nos abrió, con su contagioso ejemplo, las puertas de la libertad, comenta el escritor uruguayo, autor de Las venas abiertas de América Latina.
Una flor de papel
Ella se acercó con temor y temblor al grupo de niñas y niños. La barrera del idioma no le importó, quería que la entendieran, quería comunicarse. Ni siquiera el recurso de la máquina de fotos logró que los pequeños perdieran el pudor de acercársele. Entonces rasgó un pequeño trozo de papel de su bloc de notas y dibujó tímidamente una flor y se la regaló al niño más cercano. En un segundo, todos la rodearon y en su idioma le pidieron nuevas flores. Sus pulmones se llenaron de una brisa suave y el corazón se le agitó como nunca antes. Muy adentro algo le estremeció profundamente. Por esas sonrisas estaría dispuesta a regresar más de una vez a Haití, por esos rostros de esperanza era su grito…