Fidel murió el día de mi cumpleaños. En lo adelante habrá un singular nexo entre nuestras vidas, que confluyen el 25 de noviembre. Supe la noticia justo cuando cerraba mi jornada de celebración en el centro cultural El Sauce en el concierto de la banda colombiana Aterciopelados, invitada al Festival Patria Grande.
Recordé en ese instante a mi abuela materna. Su partida me sorprendió en plenos carnavales en Manzanillo, Granma. Apenas unas horas antes Fidel había cumplido 78 años. La muerte de mi abuela –cuatro años más joven que Fidel- ocurrió repentinamente aunque a su edad podía haber sucedido en cualquier momento. No llegué a tiempo a su funeral. Primero lo lamenté, luego lo asumí como un regalo, la última imagen que me quedó de ella era la de una mujer vital.
No sé cuándo las personas empiezan a sentir la muerte más cercana y a hablar de ella con naturalidad. Pero sí recuerdo a mi abuela jaraneando: “me queda una afeitá” o dando las gracias porque me quería ver vestida con el uniforme de la primaria y pudo mucho más, tocó con sus manos mi título universitario.
A mis mayores –en especial a mis abuelos- les debo quien soy, no solo por sus esfuerzos para vestirme, calzarme, alimentarme…, sino sobre todo por el ejemplo cotidiano que me dieron, por los valores que defendieron y por el testimonio de sus vidas.
Entre mis mayores está también Fidel. No lo siento en el pedestal de la historia, aunque grandeza no le falte para coronarse. No lo descubrí por los libros o las anécdotas de otros. Su agenda de trabajo era bastante pública y cercana para el pueblo cubano en aquella década difícil del derrumbe del campo socialista y el período especial.
En esa época comencé a tomar conciencia política sobre los sucesos que vivíamos y entendí mejor las razones de mi familia para resistir, junto él y a muchos más cubanos, escaseces, apagones y contrarrestar con esperanza y solidaridad, la incertidumbre de otros coterráneos. La riqueza mayor era la honradez que se revela en cualquier acto, sin esperar nada a cambio solo la tranquilidad personal de hacer el bien.
Con mis mayores aprendí a sentir el orgullo de ser cubana, por nuestra idiosincrasia y hospitalidad, porque nuestra nacionalidad es un referente de dignidad y de justicia. Me enseñaron a soñar un país diferente, cuyo fruto principal no fuera la riqueza material de unos y el empobrecimiento de muchos. No habría mejor destino que correr la misma suerte de los míos, sentir a mi vecino, a mi compañero de estudio o de viaje parte de esa familia grande que es el pueblo.
La palabra pueblo estaba cargada de sentidos cuando la decía Fidel, por eso se llenó de admiradores entre la gente de a pie, que quería escucharlo y tocarlo cuando estaba próximo. Sus enemigos han tratado de deslegitimar su figura desde antes de 1959. Pero un mar de pueblo ha acudido a las convocatorias de Fidel, una y otra vez, desde el triunfo revolucionario.
La gente sabía o suponía cuáles eran los desvelos de su líder. Confiaban en sus verdades porque había asumió su destino junto al pueblo. Cuando algo andaba mal, se oía por ahí “eso Fidel no lo sabe” o “si lo supiera Fidel…”, porque los lazos con sus compatriotas no se tejieron desde el silencio, la manipulación o la subestimación, aunque algunos crean lo contrario.
Un ejemplo es este fragmento de un mensaje suyo a la Asamblea Nacional del Poder Popular en diciembre de 2007: “Los cuadros del Partido, el Estado, el Gobierno y las organizaciones de masas se enfrentan a nuevos problemas, en su trato con el pueblo inteligente, observador y culto, que detesta trabas burocráticas y explicaciones mecánicas. En el fondo cada ciudadano libra su propia batalla contra la tendencia innata del ser humano a seguir el instinto de supervivencia, una ley natural que rige la vida”.
Su manera de hacer política sin desdoblamiento, al tanto de asuntos pequeños o inmensos, que colocaba por igual en su agenda, le aportó un sello particular a su liderazgo y le acercó a los sueños humanos. Por eso desde que se aportó de la vida pública y de sus responsabilidades históricas, muchos extrañamos su carisma y elocuencia, y el modo directo de conectarse con sus contemporáneos.
Un símbolo patrio
Junto a la bandera de la estrella solitaria la figura de Fidel se convirtió en un símbolo de Cuba. Tuve la certeza en agosto de 1995, cuando La Habana fue sede del Festival Internacional Cuba Vive y cientos de foráneos visitaron “la isla de los misterios”.
Querían conocer mejor cómo era posible que sobreviviéramos sin la URSS, sin el campo socialista de aliado y con las políticas del gobierno de los Estados Unidos, instando al desaliento. Fidel capitaneaba la nave, con su escudo moral, contra vientos y mareas. En esta como en otras épocas, no faltaron detractores de sus ideas y su obra.
Olivia, una paraguaya que participó en el Festival juvenil, me contó que en el aeropuerto una cubana la abordó acabada de aterrizar y le dijo “no creas nada de lo que te digan aquí. Dicen que a los niños le aseguran la leche y en cuanto cumplen 7 años, se la quitan.” Pero Olivia valoraba el vaso de leche de otro modo. “En mi país hay niños que nunca toman leche ni antes de cumplir los siete”, le respondió a la mujer que evitó continuar la conversación.
Como en esos días de encuentro juvenil he vivido otros intercambios con hermanas y hermanos de Latinoamérica, que quieren valorar por sí, la realidad del pueblo cubano, sin idealizarla ni denostarla. En muchas ocasiones me han preguntado cómo está Fidel, como si fuera parte de mi familia, como si fuera ese abuelo con el que hablas y al que le pides un abrazo que te dé fuerzas para seguir andando y que sirve de termómetro para valorar cómo van sus energías.
¿Qué va a pasar con Cuba cuando no esté Fidel? Era otra pregunte frecuente, sobre todo en los últimos tiempos. Interrogante a la que una cubana de a pie, podía responder desde el optimismo y el compromiso de muchos hombres y mujeres que aun sin ver a Fidel, sin tener noticias recientes de él, lo hacen parte de sus vidas, de su quehacer o de pequeños gestos que les ennoblecen como seres humanos en cualquier parte del mundo.
Eusebio Leal, el Historiador de la ciudad de La Habana nos recordó el pasado 5 de noviembre en la presentación del título Fe por Cuba, durante El Sábado del Libro, la parábola bíblica del sembrador. “Es útil lanzar las semillas. Lo que tiene que pasar, pasará. Lo que fue sembrado con amor crecerá.”
Instantáneas con Fidel
En casa conservo algunas fotos de encuentros con Fidel, cuando en plena batalla de ideas movilizó a todo un país y a sus redes solidarias, en el reclamo del pequeño Elián. La táctica utilizada no contemplaba las armas, sino el pensamiento. “La vida sin ideas de nada vale. No hay felicidad mayor que la de luchar por ellas,” nos hablaba a las cubanas y a los cubanos, pero cada vez más sus palabras tenían un valor universal.
Yo estudiaba Comunicación Social en la Universidad de La Habana y fui una de las dirigentes de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), que tuvo el privilegio de su cercanía en aquellos meses de ajetreo popular con marchas y tribunas casi diarias. Fidel descansaba poco. Cuentan que así era su ritmo de trabajo habitual.
Cada encuentro era una oportunidad para aprender de sus preguntas, de sus reflexiones, de su mirada profunda a la coyuntura mundial, sin la presión de las horas. Andaba con mucha prisa a pesar de sus siete décadas, como quien quiere romper las reglas de la Física y ponerle más contenido a la vida que el que admite la brevedad de la existencia.
Luego del regreso de Elián junto a su papá y a su familia matancera, un grupo de jóvenes, estudiantes, artistas y deportistas le acompañamos en octubre del 2000 a Venezuela, a compartir el programa de la semana de solidaridad entre el pueblo de Bolívar y el de Martí. Visitamos universidades, plazas culturales, sitios históricos, comunidades a las que habían llegado los primeros a médicos cubanos… En cada parada contábamos sobre nuestro proceso revolucionario y sus desafíos.
Compartimos con los venezolanos la experiencia de un pueblo que asumió la libertad como “algo que tiene que conquistarse o superarse diariamente” recordando al inmensamente martiano, Cintio Vitier. El primer soldado de esa lucha cotidiana fue Fidel y a su lado atrajo a la juventud porque confiaba en sus potencialidades, porque el futuro estaba en nuestras manos.
“Mi deber elemental no es aferrarme a cargos, ni mucho menos obstruir el paso de personas más jóvenes, sino aportar experiencias e ideas cuyo modesto valor proviene de la época excepcional que me tocó vivir (…)” comentó en una de sus reflexiones.
Ante su despedida
Amigos ni enemigos han podido quedar en silencio. Fidel hizo historia y colocó al pueblo cubano como protagonista de un proyecto de justicia social imperfecto pero perfectible. Cuestionar al sistema capitalista y construirle una alternativa en las narices yanquis es cuanto menos admirable.
La generación más joven de cubanos y cubanas ya no tenía tan cerca al líder histórico. No vieron sus frecuentes intervenciones en los medios de comunicación, compareciendo ante la población sobre situaciones de interés nacional.
Tampoco lo recibieron en pleno ciclón o como impulsor de obras sociales y planes de desarrollo en cualquier sector socioproductivo. No siguieron las noticias de una de sus visitas fuera de la Isla, donde lo esperaban con consignas y banderas de amistad y respeto. No lo escucharon responder a las provocaciones imperialistas, ni hacer predicciones como el profeta que fue.
Sabrán de Fidel como mismo (des)conocen a los grandes de la Historia de Cuba. Sabrán que nuestras vidas han estado ligadas a la suya, que tuvimos el privilegio de seguirlo por elección propia o por voluntad divina, de apostar con él por un mañana con bienestar pero no a la usanza neoliberal.
Tendremos que explicarles que lo arriesgamos todo menos la dignidad, no por imposiciones de un tirano sino por sentirlo un deber. Y habrá que demostrar en cada espacio de esta tierra que seguimos soñando su sueño de un mundo mejor y posible que empiece por refundarse aquí, en su casa, en su Cuba linda y querida, porque ese será el más grande homenaje que le haremos: revolucionar, evolucionar.
Como mis mayores que ya no están, Fidel será inspiración para actuar en defensa de las ideas, de la libertad, del pueblo al que se consagró. Si mi abuela en casa era un símbolo de la unidad familiar en torno a una mesa para tomar el café o cenar como el mejor pretexto para juntarnos y querernos. Fidel es un símbolo de encuentro que en caravana nos convoca por toda Cuba.
En cada lugar de esta tierra hay una huella fresca de su paso y habrá que avivarla para que los más pequeños y los cubanos que están por nacer sepan de la estirpe rebelde que vienen.
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