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Universidades blancas

La Educación Superior cubana vive, desde hace años, la preminencia de un estudiantado de piel blanca. Cada vez menos negros o mestizos ingresan o permanecen en las casas de altos estudios. ¿Cuánto intervienen los procesos económico-sociales y contextos familiares en el proyecto educativo de estos sujetos? ¿Serán necesarias acciones o estrategias específicas, más allá de la gratuidad, para responder al fenómeno?

Cristian Herrera Torres no es una estadística, o sí. Depende. Si quisiéramos puede ser uno de los más de 1 410 000 graduados de las universidades cubanas desde 1959 hasta el 2015; o integrar ese 55,1 por ciento de egresados que en todo ese tiempo prefirieron las Ciencias Pedagógicas o Médicas para formarse en su educación terciaria.

Pero Cristian se resiste a ser una estadística. Si las probabilidades no fueran solo eso, probabilidades, cuentas matemáticas con un margen de error, ni siquiera hubiera formado parte de estos primeros datos.

Porque Cristian tenía —tiene— todo lo necesario para no ser un Licenciado en Pedagogía, para no haber egresado en el 2012 y hoy estar cerca de una Maestría y ya pensando un Doctorado. Porque Ortega y Gasset lo dijo: «yo soy yo y mis circunstancias». Y aún con una educación gratuita garantizada para todos y todas en el país, sin distinción por color de piel, credo o género, existen factores que inciden, más o menos, en el ingreso y permanencia en las casas de altos estudios de ciertos grupos sociales.

Las investigaciones así lo muestran. Los especialistas lo explican. Cristian también lo cree. Él lo vivió. Él lo pudo sobrevivir. Tenía suficientes impedimentos para no optar por la universidad: es negro, de bajos ingresos, sin padre y con madre ama de casa, sin recursos económicos, sin incentivo profesional… y vive cerca, muy cerca, de la «candonga» del barrio habanero de San Miguel del Padrón.

Pero Cristian se burló de Ortega y Gasset. Se hizo maestro. Cristian, a estas alturas, es más que un número.

Poner color a las estadísticas

Cristian, al final de su vida estudiantil, se sintió «extraño». A medida que avanzaba en los niveles de estudio, veía cómo predominaban estudiantes blancos en las aulas. «En el preuniversitario, éramos pocos negros, pero ya en la universidad solo fuimos dos en mi clase. Aunque no exista discriminación en la institución, te sientes descontextualizado, como pez fuera del agua».

Herrera Torres lo cuenta a su manera. Los estudiosos le agregan cientificidad: la Educación Superior cubana vive desde hace años la preminencia de un estudiantado de piel blanca. Los patrones nacionales exhiben, como tendencia, que son las mujeres blancas las que más ingresan a las casas de altos estudios. Dicho de otra forma: cada vez menos hombres negros o mestizos obtienen o culminan una carrera universitaria.

Los datos así lo afirman. Según el Prontuario 2015-2016, que reúne las estadísticas de la Educación Superior en Cuba, hoy estudian, en las más de cien carreras, 109 749 blancos (66,1%), 34 320 mestizos (20,7%) y 21 857 negros (13,2%).(1) Estas
dos últimas cifras han disminuido con el tiempo, como mostraron recientes pesquisas del Centro de Estudios Demográficos (Cedem). Los números convocan a interpretaciones, si se tiene en cuenta que, según el Censo de Población de 2012,
existe en Cuba un creciente proceso de mestizaje.

Y hay más. De acuerdo con investigaciones son mayoría porcentual los negros y mestizos que completan sus diez peticiones y no acceden a la universidad. Hay territorios más vulnerables que otros; en San Miguel del Padrón, en La Habana, por ejemplo, más del 45% de los estudiantes negros de nivel medio que llenan boletas no ingresan a la Educación Superior. En el caso de los mestizos, alrededor del 30 %. El número crece con los años. Y todas las provincias tienen su San Miguel.

El dilema tiene raíces históricas. Los 57 años de Revolución en Cuba parecen nada, ante los siglos de esclavitud, segregación, discriminación y marginación a los que fueron sometidas estas porciones de la población, todavía vulnerables.

Si bien el racismo fue arrancado de raíz de manera institucional a partir de 1959, existen brechas en la sociedad que continúan marcando la diferenciación por el color de la piel.

Heriberto Feraudy, presidente de la Comisión José Antonio Aponte, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac) advierte sobre algunas de estas expresiones. «Por las desproporciones desde el punto de vista económico el ingreso a esta enseñanza, que antes fuera casi masivo, comenzó a disminuir. Amén de ser la educación gratuita, algunos miembros de las familias cubanas optaron por no acceder a ella. Resulta que algunos de los núcleos no podían —ni pueden—, sufragar otros gastos añadidos a dicho nivel, como los repasadores, el vestir, la alimentación, demandas tecnológicas…

«Tales condiciones han limitado el ingreso de cierta parte del estudiantado no blanco a las casas de altos estudios de todo el país —dijo Feraudy en entrevista previa a este reportaje —. Por otra parte, los medios de comunicación han legitimado estos constructos, debido a que ­determinados decisores se niegan a reconocer el problema y a discutir sobre él. En estos momentos el mayor prejuicio racial resulta la resistencia a combatirlo».

Aunque estas diferenciaciones han llamado la atención de algunos investigadores, como bien afirma Feraudy, siguen bajo la mirada discreta de los estudios y las prioridades educativas. Para asombro de muchos, se trata, como explica el etnólogo Tato Quiñones, de una situación que data de los ochenta, a pesar de acrecentarse con el Periodo Especial.

Vengo de «buena» familia… ¿y hacia la universidad voy?

Cristian no tuvo orientación familiar, ni un adecuado apoyo económico. Tampoco un profesor particular o una preparación extracurricular que, en muchos casos, permite emular con mayor posibilidad por otras especialidades. Huérfano de padre, vivía solo con su madre, ama de casa, sin conocimientos que le facilitaran orientar a un adolescente a tomar la decisión de su vida.

«Me ayudó a decidir un pastor de la Iglesia Bautista a la que asisto. A todos los jóvenes nos inculcaron seguir estudios. Nos asesoraron y enseñaron la importancia de un título universitario». Ya en el pre de Güira de Melena, Cristian había meditado sobre esa posibilidad. Se decidió por la Licenciatura en Español-Literatura.

Pero… ¿Hasta qué punto interviene la familia? ¿Cuánto influyen las condiciones sociales? ¿Qué significación tienen los procesos económicos en el proyecto educativo de las personas negras y mestizas?

Los especialistas apuntan: en el caso de la educación, las diferencias que se producen en los hogares repercuten en el momento de las y los jóvenes plantearse, no solo su posibilidad de ingreso a las aulas sino hacia qué tipo de estudios van a dirigir esfuerzos.

Según María Elena Benítez, investigadora del Centro de Estudios Demográficos (Cedem) de la Universidad de La Habana, a nivel de la dinámica demográfica de una
sociedad, las principales decisiones se gestan en el seno familiar; aunque tales eventos no ocurren de manera aislada.

«Las alternativas y opciones están condicionadas, también, por una estructura económica y social específica —aclara Benítez—. Por lo tanto, la familia influye y a su vez es influida por el entorno económico, social, cultural…, donde se desenvuelve su actividad».

Cuánto incide esto entonces si determinadas pesquisas, —como el estudio «Color de la piel según el Censo de Población y Viviendas del 2012 — muestran que las
familias no blancas son, con mayor frecuencia, las de menores recursos y niveles de escolaridad.

Por tanto, con asiduidad, estudiantes mestizos y negros llegan con desigualdades de conocimientos, ya que a lo largo de su recorrido estudiantil han aprovechado el currículo de manera desemejante. Y aún peor: como advierte Niuva Ávila, profesora de la Facultad de Sociología en la UH, «mientras más elite tenga la carrera y
mayor promedio demande, mayor estudiantado blanco encontramos en sus aulas».

A estas alturas del debate, definimos algunas de las condicionantes (personales y familiares) alrededor de las aspiraciones de muchachos y muchachas en cuanto a los niveles superiores. Mas, junto a los saberes inculcados, aprendidos y aprehendidos por los individuos en cuestión, corren otros elementos.

Los repasos con profesores particulares (existentes ya en todos los niveles de enseñanza, incluidas las pruebas de aptitud), los costos del transporte, alimentación, vestuario y hasta determinada bibliografía, explicitan un hueco en la economía familiar que no todos los hogares pueden asumir durante cinco años. Mientras, tropezamos con la tradición formativa, los hábitos de lectura, la ambición profesional…

Para brindar una mayor idea, resulta necesario un rápido análisis económico: si las pesquisas demuestran que existe una correspondencia entre el ingreso a la Educación Superior con resultados exitosos y los gastos de la familia en el pago de profesores particulares, y si a la vez, otros estudios ­explican que son los educandos blancos los que más acceden a esta superación extracurricular, ¿qué
posibilidades-probabilidades quedan para negros y mestizos cuyos padres no pueden sufragar estos gastos?

Por tales trasfondos, los estudios han estimado una familia tipo detrás de la elevada representación estudiantil blanca en los predios de las casas de altos estudios. Incluso cuando estas clasificaciones varían (sutilmente) en los diferentes territorios, algunas de sus particularidades permanecen incólumes.

«Estimamos —expresa Ávila— una familia blanca, de padres profesionales, con ingresos o dirigentes; profundos niveles culturales-educativos y con residencia en determinadas zonas favorecidas del país».

Jesús Guanche, destacado antropólogo y Doctor en Ciencias Históricas, indica que existen también otras cartas en el asunto. «Más allá del nivel de escolaridad y del poder adquisitivo, influyen el sentido de pertenencia de la familia a una comunidad determinada, a un barrio, a un espacio donde transcurre la vida en sociedad y la voluntad de continuidad cultural de una generación a otra. No olvidemos que existen
personas que tienen una perspectiva de futuro a largo plazo y personas que viven apenas el día a día».

¿Dime con quién andas y te diré si estudias…?

Para Cristian no ha sido fácil. Nada fácil. Ninguno de sus amigos estudió en la universidad. Mientras él comprometía el sueño para lograr buenas notas o alternaba superación con un trabajo a tiempo parcial en una carnicería para poder mantenerse en esos años, sus «socios» ganaban dinero rápido, de mano en mano, en la «candonga» de San Miguel: «La cuevita», como muchos le dicen.

«El medio influye, determina. Aun cuando sea gratuita, para alguien que no tiene recursos, especialmente si vives en San Miguel, es casi un lujo estudiar en la universidad. Es una inversión que pocos pueden hacer», apunta Cristian.

Su experiencia como profesor en dos preuniversitarios de ese municipio le permite fundamentar su idea. «Los estudiantes no piensan otra cosa: terminar el pre y ponerse a trabajar. Casi todos tienen a padres, amigos y conocidos insertados en ese entramado de negocios que hay en el territorio. Ven eso en sus vidas y quieren hacerlo también».

Aquí convergen construcciones derivadas de las circunstancias económicas y sociales de Cuba en las últimas décadas.

Aparece entonces la percepción que tienen las personas de la universidad (tanto los alumnos como los adultos con poder de intervención en sus decisiones), la pertinencia de poseer un título universitario en determinados estratos y ambientes sociales, y no por último menos importante, la necesidad urgente de aportar al hogar.

Jesús Guanche, quien es además Premio Nacional de Ciencias Sociales, incita a pensar el tema de la desigualdad social y su reflejo en la educación desde dos factores: el aprovechamiento adecuado de las oportunidades y la motivación de si vale o no el esfuerzo hacerse graduado universitario.

Para el reconocido académico «si hace varias décadas tener un título era una forma de prestigio social y una digna manera de vivir, actualmente puede ser más reconocido un gerente o hasta el portero de un hotel. Se piensa en términos monetarios y no en el desarrollo de capacidades mediante el conocimiento. Es el peligro ético del paradigma: “tener para ser” y no al contrario. Por ello muchos jóvenes no tienen a la universidad como una aspiración, sino acceder a otra vía rápida para tratar de sobrevivir».

Y los jóvenes negros y mestizos aplican con asiduidad porcentual este pensamiento. Una decisión influenciada por factores familiares, desigualdades económicas-sociales y hasta estereotipos de género. Los datos ahí están.

Educación superior: calidad y equidad

Cristian así lo piensa: «La obtención de un título todavía es un mérito». A pesar de las transformaciones ocurridas en la estructura social cubana a partir de los años noventa, donde los ingresos no necesariamente se asocian a un mayor grado de escolaridad, ser universitario cuenta con cierto reconocimiento social.

«Existe sí, esa representación del universitario. “Él estudió en la universidad”, “está escapa´o”, “cómo sabe”», explica.

Pero no todos piensan en ese crecimiento profesional, y apuestan por una obtención rápida de ingresos, que por consiguiente no implica cinco años en las aulas.

El escenario es complejo. Por una parte, el carácter universal e igualitario de las estrategias comprendidas desde los sectores educativos en Cuba, bien merecen aplausos. Por otra, ante situaciones de desigualdad, —como lo es el caso de la desproporcionada entrada, permanencia y graduación de personas en la universidad por el color de la piel— las estrategias deben profundizar en especificidades que, al menos, equiparen los desniveles.

El temor a reconocer que sí existen inequidades, los prejuicios arraigados en algunos decisores y la ineficacia de determinadas prácticas, provocan silencio y ambigüedad respecto a un tema tan trascendental como este.

Es por ello que investigadores y especialistas insisten en que además de la gratuidad de la educación en sí, resultan necesarias políticas públicas más focalizadas que permitan potenciar mejores condiciones sociales y económicas para negros y mestizos, que se traduzcan, a la postre, en catalizadores para el cambio de composición del estudiantado cubano.

«Aunque es un punto de inicio importante, no es suficiente que las políticas digan: “todos pueden”—insiste Ávila. Porque no todos pueden. No todos parten de las mismas condiciones. No todos han podido desarrollar, de la misma manera, capacidades y habilidades que, en el momento de ingreso a la Educación Superior, hay que poner a funcionar.

«Si no se tiene un hábito de lectura, de estudio, si no se tienen herramientas, personas que te orienten hacia dónde buscar la información, que te enseñen a estudiar… no se puede.

«A las políticas, en tanto, les falta entender y tratar de apoyar ante las diferencias que se traen de la base, para que en el momento de optar por una carrera realmente se pongan a competir las habilidades que cada persona ha adquirido, y no las habilidades o las condiciones que tienen las familias», culmina la académica.

El etnólogo Jesús Guanche provee analítica mirada: «si la equidad se descuida y no se implementan acciones de motivación, de captación, sin bajar el nivel de la enseñanza, se puede regresar al punto de partida, que estuvo bastante superado hacia mediados de los años ochenta del siglo pasado, en relación con el acceso a las universidades».

En este sentido, el Ministerio de Educación Superior (MES) no asume ninguna estrategia en lo particular que permita una mayor accesibilidad a negros y/o mestizos. La institución se centra en potenciar el derecho constitucional a una
educación gratuita, independientemente del sexo, credo o color de la piel.

Bajo dicha mira, el sistema de ingreso, tal cual está estipulado, posibilita cursar estudios según aptitudes de cada educando, por tanto no tienen mecanismos para regular o modificar la entrada por color de la piel. El MES se limita a cumplir las leyes. No más.

Pero, hallar un punto de encuentro entre lo general y lo particular de estos manejos institucionales deviene principal reto, como explica Yulexis Almeida,
socióloga que realiza su doctorado sobre el tema.

«Muchas veces tanto egresadas y egresados universitarios, como personas que juegan un rol en el MES y están implicadas en las políticas, consideran que en un contexto como el nuestro no sería atinado pensar, por ejemplo, en cuotas, pues eso en sí mismo encierra una forma de discriminación.

«Tenemos una mirada muy reduccionista de lo que acciones específicas en este campo se refiere. ¿Por qué? Pues lo que tradicionalmente hemos hecho es aplicar el tema de las cuotas; pero de la manera incorrecta.

«Primero, porque la cuota es una medida afirmativa, que sí se considera una discriminación, aunque en este sentido positiva, para lograr compensar una desigualdad. Por tanto, a lo que se aspira en una cuota es: uno, que hay que tener en cuenta las posibilidades que voy a establecer, que tienen que estar en relación con la desventaja que existe. Por ejemplo, no puedo aplicar cuotas fijas, cuotas igualitarias, que es lo que generalmente se hace. Debemos reflejar una asignación que responda a una equidad.

«El otro elemento importante radica en que tales cupos no pueden ser permanentes, o durar veinte o treinta años», concluye Almeida.

Aunque, cualquier decisión, tomada o no, trasciende al MES. Es entonces que el Estado debe concentrarse en la disyuntiva entre calidad y equidad. «Por una parte al existir un número limitado de plazas en las universidades, no puede excluir el mecanismo de los méritos académicos a través de los exámenes de ingreso para lograr una selección basada en los resultados del esfuerzo de los propios estudiantes. Y por otra, debe controlar las desigualdades que esto trae consigo e impiden la movilidad social ascendente de algunos grupos», enfatiza Ávila Vargas.

Guanche recalca la idea: «No es posible ceder en la adecuada calidad de la enseñanza, pero eso no puede ser un “sálvese quien pueda” en el orden social».

No hay respuestas simples, si bien las barajas rondan por medidas centradas en corregir, —desde la base y escalonadamente en los diferentes niveles y estratos sociales— las disparidades que aún no se han eliminado y aquellas que han surgido con la crisis iniciada en los años noventa.

«Con una política de becas (recursos financieros administrables por el becario) a las personas económicamente vulnerables —como ya se hace en muchos países— sus familias tienen un alivio en los múltiples gastos que genera, independientemente la “gratuidad”, cualquier estudiante universitario», propone Guanche.

El también Premio Nacional de Investigación Cultural 2013, apuesta por el subsidio de las personas: «la inteligencia se apoya y facilita; es necesario subsidiar estudiantes menos favorecidos desde el nivel de ingresos familiar para evitar las bajas hacia otras actividades. Esta medida para nada puede interpretarse como paternalista, sino como reparación de una deuda histórica para superar las inequidades sociales».

Porque el igualitarismo no necesariamente es igualdad. Ha costado—cuesta— reconocerlo.

Ya lo decíamos al principio. Cristian no es un número. Resistió esa probabilidad de negro, hijo de padres no profesionales, de bajos recursos y localidad socialmente compleja. Cristian se hizo maestro, aunque hoy alterne, por cuestiones de lógica económica, con otra labor mejor remunerada.

Pero no todos son Cristian. No todos superan las «malditas circunstancias». Muchos sí entran en esas probabilidades, altas, discriminatorias, que respiran todavía décadas de exclusión que no se solucionan solo con políticas generales y gratuidades.

No se llaman Cristian, mucho menos son maestros. Son ese por ciento sin rostro. Negros y mestizos, que cada año en ciertos municipios del país llenan una boleta de ingreso y no entran a la universidad. Esos mismos que quizás no leerán este trabajo, esos mismos que piensan que su única opción es vender mercancías en la «candonga» de San Miguel.

En los extremos… Pinar del Río y Guantánamo

Un estudio en dos provincias arrojó como resultado la gran influencia no solo de la familia sino del contexto social. En Guantánamo el problema es inexistente, mientras en Pinar del Río las cifras preocupan.

Tal afirmación la corrobora el hecho de que en la Universidad de Guantánamo (UG) 1 685 alumnos (61,9%), de los 2 720 que estudian dentro de las modalidades de Curso Regular Diurno y por Encuentros, son mestizos o mulatos; mientras tan solo 520 son blancos (19,1%) y 541 negros (19,8%).

El color de la piel mayoritario de los estudiantes de la UG está en correspondencia con la composición poblacional de la provincia más oriental cubana.

No obstante, el gran mestizaje en el Alto Oriente también tiene varias interpretaciones dentro de la Educación Superior. Por ejemplo, los territorios Guantánamo, Manuel Tames y el Salvador, manifiestan mayor tendencia a tener lugareños negros, a diferencia de San Antonio, Imías y Maisí, donde la población blanca es un poco más abundante.

Estas propensiones se expresan en la composición de los universitarios de estos municipios dentro de la UG. Dos ejemplos para comparar —tomando como base del Curso Regular Diurno las carreras con mayor matrícula (Cultura Física, Derecho, Agronomía, Contabilidad y Finanzas y Educación para Lenguas Extranjeras en Inglés)—: de los 39 educandos de Manuel Tames solo dos son blancos; mientras de Imías de 37, nada más tres son negros.

En este sentido, todavía existe una propensión a que algunas carreras sean más «claras» que otras, pese a que los mestizos son predominantes en todas.

Pero en general, la balanza por color de piel de la principal universidad guantanamera no es tema que preocupe pues es un reflejo de la composición, en ese sentido, del extremo oriente cubano.

En Pinar del Río, la situación sí responde a un incremento del estudiantado blanco. La matrícula general del principal centro estudiantil es de 6 304 alumnos, de ellos, 4 975 blancos (78,9%), 797 negros (12,6%) y 532 mestizos (8%). La cifra llama la atención, pues no tiene correspondencia proporcional, como el caso de Guantánamo, con la población de la provincia. Independientemente de que Vueltabajo es un territorio eminentemente blanco, es a la vez uno de los que mayor por ciento de población negra posee, no tanto mestiza.

Varios grupos de discusión resumieron que existen municipios y zonas residenciales con mayor presencia de estas inequidades en cuanto al acceso a la Educación Superior.

Este bosquejo muestra que cualquier medida o acción a tomar, debe responder a las características propias de los territorios. Si bien el decreciente ingreso y permanencia de negros y mestizos en las universidades es un dilema de país, cada localidad vivencia el tema de variadas maneras.

(1) En estos datos no se incluyen las instituciones educativas vinculadas a las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) o al Ministerio del Interior (Minint).

tomado de Alma Mater
(www.almamater.cu)

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