Por Rosario Alfonso Parodi
Nunca me he sentado en este espacio sin que Fernando haya estado al lado mío, ni una vez. Y por eso quiero compartir con ustedes algunas cosas que aprendí de Fernando, trabajando siempre con él. Fernando me enseñó que la Revolución no es un mundo de quimeras ni una osadía muy cara ni una añoranza muy bella, sino la hija más amada de la filosofía de la praxis.
Me enseñó que cuando su empuje deriva y funda el Estado revolucionario, este debe ser muy fuerte para defenderla, pero sin perder de vista que es UN instrumento, privilegiado, del proyecto de hacer la Revolución. Que sus instituciones deben ser efectivas, forjadoras, formativas, pero nunca puntos de llegada.
Me enseñó que el verdadero poder revolucionario debe estar obligado a avanzar hacia su conversión en poder popular y que los verdaderos revolucionarios tienen que velar porque su proyecto no degenere en poder de un grupo que termine cerrando el paso al socialismo, con una pragmática salpicada de palabras que reiteran que lo que se hace es para el pueblo y lo que se dice, en nombre de él.
Me enseñó que Fidel y el Che fueron los más originales marxistas latinoamericanos, que lo hicieron todo por un comunismo de liberación nacional, insurreccional e internacionalista, como querían Mella y Guiteras. Me enseñó que la Revolución no les dio a los cubanos “según su trabajo” sino por ser cubanos.
Me enseñó que esos cubanos debíamos recuperar el principio guevariano de devolver golpe a golpe, de avanzar sin retroceder y, sobre todo, sin comprometer la estrategia, que los de abajo debíamos apoderarnos del carácter emblemático de la rebeldía del Che, para que nadie nos dijera que las metas de nuestra justicia no solo deben ser diferidas sino que ya “a estas alturas” son impracticables.
Me enseñó que la guía de los que pretendan hacer una contribución intelectual a ese horizonte tiene que ser, como era la suya, la de una militancia en defensa de la revolución, en busca de la profundización de su socialismo, pero que esa tarea muy, muy difícil, no podía efectuarse con armas inadecuadas, mucho menos con armas que nunca sirvieron.
Me enseñó que el intelectual honrado para serlo, debe proponerse un pensamiento descosificador, anti hegemónico, totalizador, aun cuando busque ser muy específico; que el intelectual honrado tiene que ser audazmente inquisitivo y no tener miedo a equivocarse.
Me enseñó que hay que seguir combatiendo el prejuicio de que el debate y la discusión de problemas reales y de criterios diferentes entre revolucionarios es inconveniente “porque puede ser usado por el enemigo” uno de los pretextos y nichos preferidos del autoritarismo.
Me enseñó que solo una recuperación profundamente crítica, honradamente crítica, del marxismo y una mirada liberadora de nuestra historia será capaz de cerrarle el paso a la vuelta del dogmatismo y del reformismo. Para Fernando, el debate real, sin cortapisas era una necesidad intrínseca a cualquier proyecto de justicia. Veía como verdad, muchas veces verificable, que sin debate y sin problematización, no habría socialismo posible en Cuba.
Así me enseñó que es imprescindible la libertad de cátedra y de investigación dentro de la militancia revolucionaria; que, dentro de la Revolución, el pensamiento solo puede servir a la sociedad si mantiene su identidad y goza de plena autonomía en su ejecutoria. Si no, es fútil; si no, es yerto.
Eso que tanto oímos decir a Fernando tiene que ser una profesión de fe, y no un slogan de repetidores: pensar por ser un militante y no a pesar de serlo.
Por eso siempre fue escudo de gente muy valiosa que chocaba con estructuras impenetrables, con las estructuras que mantienen prohibiciones a la investigación, pues Fernando consideraba UN DEBER dar la pelea contra los que quisieran que las tareas intelectuales fuesen solo un adorno.
Me enseñó que debemos combatir las deficiencias de la socialización de las ideas revolucionarias, porque existe una muy peligrosa escisión en el conocimiento entre “élites informadas” y las mayorías, porque hay zonas descomunales en el silencio y en el olvido y, otras, aparentemente cubiertas, que son tratadas de manera vana, interesada y desde lugares comunes, para que sean, también ellas, funcionales al ocultamiento. Me enseñó que la gente debe apoderarse de TODA su historia, para que ¡los José Antonio Aponte, carpintero tallador, lector del Quijote, sean más importantes que los José Antonio Saco!
Sobre cómo debe organizarse nuestro sistema de valores siempre andaba con eso de que el joven Marx escribió, con razón, que la vergüenza era un sentimiento tremendamente revolucionario.
Me decía que hay que cargar con la dignidad a todas partes, mantenernos muy firmes para no arriesgar un ápice de ella y, ¡claro! atenernos a las consecuencias.
Me enseñó que la dialéctica con la que debía obrar era la de Pablo de la Torriente, quien decía que la espada tiene que ser flexible, pero de acero y SIEMPRE una espada.
Me enseñó que se puede admirar la obra mejor, tener condiciones uno mismo, querer trabajar y así todo ser inmovilista. Que hay que combatir el inmovilismo. Ser subversivos, inconformes y no solo resistentes. Me enseñó que debíamos plantearnos las tareas intelectuales más duras y perseverar, per-se-ve-rar. Crear, producir pensamiento, conocimiento y acciones para el conocimiento, no solo visiones y versiones de lo que está dado.
Me enseñó que para construir no se puede actuar en soledad, porque la guerra sí es contra el imperialismo y el despliegue interno del capitalismo, que, apuesta por conquistar el albedrío de nuestras voluntades, las llamadas vidas privadas, el adentro de nuestras casas vs el afuera de la sociedad, precisamente para dejarnos solos, no con nosotros mismos, sino ante ellos.
Me enseñó que el revolucionario no es un nostálgico, pero tiene que ocuparse de su sensibilidad; tiene que valerse, el que pueda, de la artística, tiene que emocionarse y sentir mucho.
Lloró cuando me habló por primera vez de Miguel Enríquez, ¡lloró de verdad! como lloró cuando me habló de su socio Hugo Azcuy, en aquel parque, o cuando hablamos de publicar las cartas de Raúl Sendic a sus hijos, o cuando me contó que los asesinos se contuvieron y dijeron ¡no lo maten, no queremos otro Guevara! y entonces le volaron el maxilar.
Lo quise mucho. Nunca como cuando estuve a su lado sentí tanta fe, porque nunca vi practicar a nadie como a él, esa vocación de servicio a una causa muy limpia, con todas sus dosis de angustia, pero con la voluntad para hallar, para él mismo y proveer a otros, a mí, de esperanza.
La primera vez que lo vi, iba ya con mis rollos del Directorio, por lo que de inmediato me cantó, de memoria, el himno del DR 13 de Marzo. Lo conocía porque un día vio pasar una columna con un muchachito herido en parihuela por Yaguajay y el jefe del grupo los conminaba a cantar el himno de ellos, para protegerles el ánimo hecho polvo. Me recibió Fernando cantando y me despido de él con esa misma estrofa, de ese mismo himno: Juventud, juventud cubana, unidos por un solo ideal, estaremos por siempre a la vanguardia, en defensa de la Libertad.