Al Maestro le debo las respuestas a mis dudas de adolescente que vivió una fe y una vida confrontada por la Iglesia Bautista y por la sociedad cubana de los setenta y ochenta; temas duros de pelar y que él nos despejaba en una ecuación abierta: fe y religión, fe y política, fe y cultura, espiritualidad, reflexiones sobre la sexualidad y la diversidad (las más abiertas y osadas de esos lustros, las que nos ayudaron a tener dignidad y valentía), vocación, métodos de estudio bíblico, Parapsicología… Muchos asuntos y preguntas con los cuales compartía sus respuestas con humildad para que uno las tomara o las dejara, pero indudablemente imposibles de no pensarlas.
El Maestro, que no se sintió santo, es el santo de muchas y muchos de nosotros. No al que le rezaremos para pedir milagros, si no al que evocaremos sintiendo su ausencia y buscando inspiración para seguir.
Gracias a los esfuerzos del Seminario Evangélico de Teología de Matanzas que lo acogió e hizo de él un anfitrión de la hospitalidad en esa gran casa, gracias a tantos jóvenes que fueron discípulos de sus danzas y saberes, gracias a los que nos dejan la memoria de su versos, de sus reflexiones en libros, revistas, artículos, documentales, gracias a la comunidad que hemos sido alrededor de ese diminuto, saludable, sabio, crítico, tierno, brillante y servicial hombre.
Hoy muchos que le quisieron y están en las moradas del Maestro, del Maestro Castellanos, le estarán recibiendo con gozo y gratitud para que también nos acompañe desde la nube de testigos, desde la columna de fuego para iluminar nuestros días y nuestras noches.
En el 65 aniversario de nuestra Iglesia Ebenezer le hemos recordado y reconocido como uno de los maestros, pastores, teólogos que nos ampliaron la visión y ensancharon nuestra práctica pastoral.
Nos veremos Castellanos, nos veremos en la eternidad.