Eh! Eh! Bomba! Heu! Heu!
Canga, bafio té!
Canga, mouné de lé!
Canga, do ki la!
Canga, do ki la!
Canga, li!”
Plegaria vudú que precedió a la Revolución Haitiana
El hechicero Zamba Boukman entró en trance. Su rostro, de ásperas facciones, se deformaba en rítmicos espasmos. Al otro extremo de la choza, el torso de Cécile, la sacerdotisa, se retorcía en forma de bejuco. Su boca vomitaba un líquido azul y emitía sonidos nunca antes escuchados. Los loas estaban cerca. Boukman, jadeando humo, arrastró al cerdo más rechoncho de su corral y lo mostró a todos. El puerco alzó su cabeza como esperando el desenlace y Zamba Boukman clavó un puñal en su garganta. La sangre que brotó fue bebida por todos, la venganza hervía en la boca de todos. Zamba Boukman había decidido tomar una decisión sin regreso. Al día siguiente estalló en Haití la primera gran revuelta esclava del continente.
Se dice que la explosión de la Revolución Haitiana había sido fraguada el 14 de agosto de 1791 en la choza del hechicero vudú en Bois Caïman, a pocos kilómetros de Cabo Francés (hoy Cabo Haitiano). Se dice también que, tras su frenesí, Boukman escogió entre los esclavos y cimarrones, hipnotizados por su carisma, a tres negros que dirigirían a los ejércitos de Saint Domingue contra los colonos blancos.
Trescientos años después, Haití sigue vibrando al ritmo de los loas. Se cuenta que todos los sectores de la vida pública y privada de este país están relacionados en menor o mayor grado por los temores y las predicciones de sacerdotes del vudú. Y es que esta tradición en Haití es intensa. Cualquier líder local que se respete deberá tener en su séquito a un experimentado hungán, sacerdote vudú. Políticos y artistas se saben protegidos también por esta práctica, mientras que cualquier desenlace amoroso de trágicas consecuencias, pasará irremediablemente por la emulsión mágica de los bokor o brujos de magia negra.
En la ciudad de Mirebalais, en lo más hondo del macizo haitiano, la gente aún se cuida de desandar las calles tras la medianoche. A esa hora salen a cazar los zombis, dicen. Mamá Altagrace, dueña de la mayor quincalla del pueblo, cuenta que ella misma ha visto a los brujos desenterrar cadáveres que más tarde han vuelto a la vida para convertirse en esclavos o asesinos.
La realidad, sin embargo, parece ser mucho más “científica”. Cuentan los haitianos más incrédulos que en un acto, muchas veces encomendado, el sacerdote envenena a la persona con drogas alucinógenas provenientes de sapos o plantas venenosas. Después, la piel del “occiso” absorbe los químicos y no queda rasgo alguno del envenenamiento. Es entonces cuando la persona parece estar muerta cuando en realidad está en coma. Se dice que cuando el brujo reanima el cuerpo, el daño cerebral es tal que la persona pierde su voluntad a tal punto que queda a merced de los brujos para cultivar la tierra o buscar seguidores.
El temor al poder negro del vudú ha llevado desde 1971 a la familia del tristemente célebre François Duvalier, a custodiar con armas de fuego el mausoleo que guarda los restos del dictador e impedir así que algún bokor pueda robar el cadáver y transformarlo en zombi.
Zombis o no, lo cierto es que si se recorre de madrugada los zigzagueantes caminos del macizo central haitiano, podemos encontrarnos con gente que camina, camina, nadie sabe a dónde. No hay electricidad en kilómetros, la única luz que guía a los trasnochados es la de las estrellas. Los haitianos de esos parajes están condenados a caminar largas horas para trasladarse de pueblo en pueblo, así sean zombis o simples paisanos.
El departamento del Centro es uno de los más pobres del país. El único territorio de Haití sin salida al mar y víctima de una agricultura de subsistencia que ha desgarrado las montañas hasta dejarlas en carne viva. La gente allí, saca de la tierra lo impensable y sobrevive cada día sin reparar en el próximo.
Los valles en Haití paren gente. Cada año nacen dos millones de haitianos. Su densidad poblacional es tal que con una extensión territorial similar a la de las provincias del Oriente cubano, este país tiene casi la población de toda Cuba. La naturaleza, por su parte, no ha jugado limpio con Haití. Los seis huracanes más destructores de los últimos diez años han devastado el país. El Lago Peligro, cerca de Mirebalais, se seca cada día más y los pescadores ya pueden caminar sobre sus aguas.
El vudú, en estas condiciones, ha constituido el asidero espiritual para mucha gente abandonada por la historia. El sacerdote puede llegar a hacer mucho daño, sí; pero sus extensos conocimientos de la naturaleza han mantenido vivo y con esperanza a un país condenado por la desidia y los huracanes.
La metrópoli nunca entendió que era el vudú el único elemento cultural común entre los esclavos que llegaban en racimos del Calabar o del Dahomey; el único remanso de espiritualidad concedido entre los eternos cañaverales donde el sol ilumina y quema.
Por eso, Haití le rinde culto al vudú como expresión de la emancipación de un país esclavo. Un país que todavía hoy paga muy caro el costo de la libertad anticipada, como mismo pagó a Francia durante más de un siglo, 150 millones de francos oro (21 700 millones de USD) para que París reconociera finalmente en 1938, la independencia de la colonia esclava. Después de ese año, la deuda externa amordazó al país para siempre.
Hoy Haití tiene escuelas, pero no tiene alumnos; tiene hospitales, pero no tiene enfermos. Las escuelas y los hospitales se construyen o desaparecen de la misma forma en que la cooperación internacional llega o se retira. La provisionalidad es otro de los legados de la modernidad, un espejismo que ya no convence ni a los más jóvenes.
Pero Haití continúa bailando la libertad. A la salida del pueblo se puede ver una bandera colocada bien en lo alto como para que sus franjas de colores alerten de la presencia del brujo comunitario. Cada pueblo en Haití tiene uno, o varios. Los colores señalan la intensidad de los poderes. Si la bandera es roja y negra, ni te acerques.
Las procesiones vudú continúan siendo hoy una de las celebraciones tradicionales más populares en el país. En estas bacanales, los tambores estremecen las calles y el sacerdote se viste con fibras de plantas secas y alza un estandarte multicolor. Detrás, la multitud cabriolea y ríe mientras alza sus brazos al cielo.
Pero la romería vudú del 12 de enero de 2010 fue diferente. Jungán Chute, el sacerdote de Mirebalais, se sintió enfermo de pronto y comenzó a vomitar la bilis. Clavó su bastón en el fango y empezó a rezar su oración más larga. Sus seguidores se prepararon para lo peor. A las cinco de la tarde, la tierra se abrió y se tragó una vez más las esperanzas.
por: Fernando Hermida