No llores tú, hijo mío. ¡Qué malos deben ser esos que siempre te están regañando sin motivo! ¿Te han llamado sucio porque cuando estabas escribiendo te manchaste de tinta los dedos y la cara? ¿Y no les da vergüenza? ¿Se atreverían a llamar sucia a la luna nueva porque se ha tiznado la cara de tinta? Hijo mío, por cualquier cosilla te culpan. Todo lo tuyo les parece mal. ¿Que te rompiste tu ropita jugando? ¿Y por eso te llaman destrozón? ¡Y no les da vergüenza! ¿Pues qué dirían de la mañana de otoño cuando sonríe detrás de las nubes rajadas? Pero no les hagas tú caso, hijo mío. ¡Qué bien contaditas te tienen tus faltas! Todo el mundo sabe lo goloso que eres. ¿Y por eso te llaman tragón? ¿Y no les da vergüenza? Entonces, ¿cómo nos llamarían a nosotros porque tú nos gustas tanto que te comeríamos a besos?
Textos bíblicos: 1 Reyes 3, 16-27; Marcos 3, 31-35
“Mala fama” es el nombre de este hermoso texto del escritor hindú Rabindranath Tagore, donde se nos presenta a una madre educando a su hijo para la vida. Pero no lo hace de cualquier manera. Hay aquí una inusual mezcla de firmeza, ternura e imaginación que combina la enseñanza, la mirada crítica y la sensibilidad ante lo bello. Son señalados los errores de los adultos cuando intentan privar al niño de su derecho a ser niño y comportarse como tal. Estamos en presencia de una maternidad alternativa que intenta comprender y solucionar las cosas desde varias posiciones –y la posición de los hijos pequeños casi siempre es subvalorada.
En este día de las madres les propongo una reflexión orante: les invito a meditar en oración y a orar en meditación, recordando algunas historias que conocemos y a partir de estas historias interceder ante Dios por las madres de hoy.
Sara es una mujer anciana. Durante toda su larga vida ha estado deseando ser madre. Pero ahora algo que ha sucedido la inquieta mucho. Abraham, su esposo, ha recibido una revelación de parte de Dios: ser padre de multitudes, en su descendencia Dios bendecirá a todas las naciones. Sara no puede explicarse de qué manera su esposo será padre de multitudes si ella no puede tener hijos. Entonces, Sara se apresura y propone a su marido que tenga relaciones con su esclava Agar, para tener descendencia. Sara decidió tomar prestado el cuerpo de su esclava para asegurarse una descendencia.
Oremos por aquellas madres cuyos cuerpos son usados para procrear hijos sin importar nada más; sin importar sus deseos, sus sentimientos, sus proyectos para la vida. Oremos para que aún en medio de las presiones familiares, sociales y religiosas estas madres puedan amar a sus hijos e hijas, y puedan defender su derecho a determinar cuándo, cómo y por qué ser madres.
Alrededor de 1300 años antes de Cristo, los descendientes de Abraham se habían establecido en Egipto. Ellos se habían multiplicado tanto que el rey de Egipto tuvo temor y decidió someterlos a realizar trabajos forzosos. Durante muchos años, los hebreos sufrieron una cruel esclavitud y construyeron las ciudades de Pitón y Ramsés, donde el faraón almacenaba sus provisiones. Pero mientras más los maltrataban, más aumentaban. Entonces el rey de Egipto ordenó a las parteras de las hebreas que mataran a todos los niños varones recién nacidos para detener el crecimiento de aquel pueblo. Pero estas mujeres tuvieron temor de Dios, y respetaron la vida de cada niño hebreo. Sus nombres, Sifrá y Puá. Nombres que han quedado en la historia como símbolo de resistencia ante el poder y la muerte. Madres que decidieron preservar la vida, el mayor regalo de Dios.
Oremos por las madres que hoy en el mundo siguen luchando por la vida de sus hijos y sus hijas, esforzándose por conseguirles comida, abrigo, escuelas, seguridad.
Eran los tiempos en que Israel no tenía rey, y las tribus se organizaron en una especie de confederación donde discutían sus asuntos bajo la orientación de un consejo de ancianos. En momentos de crisis y amenazas de otros pueblos, los jueces con su carisma guiaban al pueblo en la lucha por la sobrevivencia. En estos tiempos vivió Ana, una de las esposas de Elcaná, de la tribu de Efraín. Ana era una mujer estéril y oraba todos los días para recibir el don de la maternidad prometiendo que dedicaría su hijo al servicio de Dios. Las oraciones de Ana fueron escuchadas y un tiempo después nació Samuel. Tal y como lo prometió, Ana dedicó su hijo al servicio de Dios y Samuel fue juez y profeta de Israel.
Oremos por aquellas madres que de manera generosa no retienen a sus hijos y a sus hijas para que ellos y ellas puedan servir a la sociedad y al mundo. Demos gracias por las madres que hacen posible los sueños de Dios y los sueños de sus hijos y sus hijas, y se convierten en madres de la humanidad.
Corría el siglo X antes de Cristo. Salomón, hijo de David, ha iniciado su gobierno en Israel. El rey ha pedido sabiduría a Dios en el ejercicio de sus responsabilidades con el pueblo. Dos mujeres acuden a la corte de Salomón para reclamar sus derechos como madres. Tanto una como la otra afirmaban ser la madre de un niño que habían llevado con ellas ante el rey. Tras una larga y acalorada discusión, el rey tomó una decisión: “tráiganme al niño, vamos a cortarlo en dos mitades y cada madre llevará una mitad”. La madre falsa estuvo de acuerdo con la propuesta del monarca. Pero la madre verdadera suplicó que su hijo fuera entregado a la otra mujer, para que viviera. Salomón logró descubrir lo que quería y entregó el niño a su madre.
Oremos por aquellas madres que de manera egoísta superponen sus intereses y necesidades antes que la vida de sus hijos y sus hijas. Oremos por aquellas madres que fría y duramente abandonan a sus hijos y a sus hijas y evitan su responsabilidad.
Eran los días en que el imperio romano dominaba el mundo. En Jerusalén, el rey Herodes es el representante del gobierno imperial y gozaba del aprecio de los judíos por haberles reconstruido su templo. Sin embargo, hoy Herodes no está de buen humor. Ha recibido la visita de unos sabios del Oriente que siguieron camino a Belén para encontrar al rey de los judíos recién nacido. Herodes se siente amenazado, ¡no puede haber otro rey de los judíos que él mismo! Presiente que se avecina una revuelta, un movimiento que puede llevar a su destronamiento. Y no espera más, ordena que todos los niños menores de dos años en Belén sean asesinados. José, María y el niño Jesús son avisados de la inminente masacre y salen huyendo de Belén. No estaban a muchos kilómetros de allí cuando llegaron los soldados de Herodes, espada en mano. Las tierras de la aldea de Belén y sus alrededores se empapan de sangre, las madres lloran de impotencia, dolor y desesperación.
Oremos por aquellas madres que hoy siguen perdiendo a sus hijos y a sus hijas en las guerras que ni ellas ni sus hijos provocaron; guerras que solo sirven a los intereses de los Herodes de nuestros días. Oremos por tantas madres que en América Latina siguen buscando a sus hijos desaparecidos bajo las dictaduras militares. Oremos por aquellas madres cuyos hijos e hijas han sido víctimas de actos terroristas, de violencia doméstica o delincuencia en las calles.
Jesús de Nazareth está de visita en casa de Marta y María. Los evangelios no nos dicen si Marta y María eran madres pero vamos a asumir que sí lo eran. Marta está muy atareada con los quehaceres domésticos y María atendía a Jesús y escuchaba sus enseñanzas. Marta se sintió molesta y reclama a Jesús que su hermana la ayude en el trabajo de la casa. A lo que Jesús responde: “Marta, estás preocupada y te inquietas por demasiadas cosas, pero solo una cosa es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y nadie se la va a quitar”.
Oremos por aquellas madres cuyo horizonte de vida se ha reducido al espacio doméstico, a las tareas y funciones que la sociedad y muchas iglesias les imponen. Oremos para que tengan el valor de reclamar sus derechos a estudiar y trabajar, a la superación profesional y al liderazgo en las iglesias; para que puedan exigir una distribución más justa de las responsabilidades en el hogar; para que puedan recuperar su valor propio y dignidad personal.
Nos cuentan los evangelios que en cierta ocasión en que Jesús estaba proclamando el reinado de Dios al pueblo, llegaron su madre y sus hermanos a verlo, pero no podían acercarse a él porque había mucha gente escuchándolo. Entonces alguien dijo a Jesús: “tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren verte”. Y Jesús contestó: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen el mensaje de Dios y lo ponen en práctica”. En una sociedad donde la mujer solo es valorada por la cantidad de hijos que tiene, por el buen desempeño de sus tareas domésticas y la obediencia al marido, Jesús propone otra manera de valorar a las personas. La mujer es un ser humano con dignidad y derechos no solo porque es madre sino también porque ha sido llamada por Dios a colaborar en la realización del reino de Dios y su justicia, en el anuncio de la salvación, en la denuncia de toda forma de opresión, en la creación de un cielo nuevo y una tierra nueva donde todos y todas puedan tener las mismas oportunidades para crecer, realizar su vocación y contribuir al bienestar común.
Oremos por nuestra sociedad y nuestras iglesias para que puedan reconocer en cada madre a una persona digna y amada por Dios, para que la maternidad no sea idealizada como el supremo llamamiento de cada mujer sino como una de las tantas vocaciones a las que Dios nos invita y por medio de la cual también podemos servir a la causa de la vida.
Quisiera terminar compartiendo este texto de la poetisa cubana Dulce María Loynaz, su Poema CXX.
María salió temprano esta mañana a visitar a su prima Isabel. El huerto de la prima no está lejos; ella puede verlo desde el suyo, bordeando el altozano de las cabras, al pie de un bosquecillo de palmeras. Pero el sendero en cuesta ya se le hace un poco fatigoso a la mujer encinta, y hoy avanza despacio, cuidando de no pisar las amapolas que se desbordan a sus pies desde las eras todavía no trilladas. Isabel, al verla venir, deja caer peroles y alcarrazas, desprende rápida una flor y sale a su encuentro, llevándose las manos al vientre, que también una jubilosa maternidad parece golpear y estremecer. Dos palomas vienen a posarse bajo el tejado húmedo de lluvia. Las dos primas se abrazan en silencio.
Isabel ha partido con María su yantar humilde, y luego se han sentado las dos a la ventana a coser ropas menudas, mimo de ovillos y de lanas, para los infantes que ambas esperan. El tiempo de Nizan ya va entrando, y la luz se adelgaza en la pradera. Las dos mujeres cosen, tejen, mientras sus pensamientos van tramando otros leves encajes que se lleva la brisa. María es rubia y delicada: es casi una niña, y su vientre no parece mayor que la luna sobre los montes de Gelboé en los plenilunios de primavera. Isabel es morena, madura como fruto en sazón; su gravidez acaba de afirmarla, de darle plenitud y beatitud de árbol.
“Anoche soñé con el hijo que ha de nacerme” dice Isabel con voz que parece venirle todavía del sueño. Las manos no interrumpen su vuelo; solo la voz sigue soñando. “Lo veía ya un hombre, un hombre fuerte y barbado, y a él acudían como nubes de moscas, los hombres de la tierra…Y tú, María… ¿no sueñas con tu hijo?”. María se sonríe y no contesta; sigue anudando hilos de colores. La voz de Isabel, un instante enmudecida, yérguese como surtidor en el aire. “Quisiera que mi hijo fuese un gran general: anoche le brotaban rayos de fuego por la boca, y ejércitos se reunían a su paso, capaces de salvar al pueblo de Israel…¡Si algún día fuese mi hijo el Elegido!…Pero no es más que un sueño”. Las agujas se mueven ahora desmayadamente…la voz persiste aún, más dulce, más íntima. “Dime, María: ¿qué quieres tú que sea tu hijo?”. Y María levanta al fin su rostro sumido en la labor. Parece que ha palidecido un poco…Parece que la voz le tiembla en la sonrisa. “Quisiera que mi hijo fuera carpintero, como su padre”. Y luego, suspirando: “Pero no es más que un sueño”. Otra vez el silencio, como un humo de sándalo, ha llenado la estancia. Afuera ya es el mediodía. Se siente un alborozo de gallinas que picotean en el patio el oro de las últimas mazorcas, de los últimos sueños.
“Para construir otro mundo posible, ese otro mundo de paz, fraternidad y justicia, hay que soñarlo primero”, afirma Monseñor Pedro Casaldáliga. Creo que será necesario tener más en cuenta los sueños de las madres, ya sean sueños pequeños o sueños grandes, porque son sueños que sin perder el poder de la imaginación y la bondad del amor, penetran, salvíficamente, la cotidianidad de la vida.
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