En la reunión, el mandatario fue insistente y reiterativo para señalar: “los enemigos no somos nosotros, están en otro lado”. “Los enemigos son los que destruyeron este país”. “Hay una prensa que quiere ponernos a pelear entre nosotros”. Los voceros indígenas, por su parte, le replicaron con la exigencia de “respeto”. Basta de “minimización y estigmatización” de nuestros pueblos y organizaciones, queremos una “participación verdadera”, acotaron.
La cita concluyó con la definición de una agenda básica que será procesada en diálogos posteriores, bajo un mecanismo permanente que se establecerá para el efecto. Sin embargo, nada indica que esta aproximación resultará fluida porque se trata de una relación que se ha polarizado tanto por consideraciones subjetivas, como sustantivas.
En efecto, desde el momento que Correa resultó ganador de la contienda electoral que le llevó a la presidencia, al referirse a la dirección de la CONAIE y su expresión política Pachacutik sus palabras por lo general han sido cargadas de ironía, mordaces y hasta insultantes. Al respecto se maneja la hipótesis de que en ello ha gravitado una especie de rencor del mandatario debido a que esa colectividad no aceptó conformar el binomio presidencial.
En lo sustantivo cuenta el sentido mismo de la llamada “revolución ciudadana” impulsada por el régimen y su movimiento político, desde una prisma liberal clásica que prácticamente reduce los derechos a los consagrados para las personas, minimizando los derechos colectivos. Es verdad que en la nueva Constitución se declaró que Ecuador es un país “plurinacional”, pero no por disposición oficial, sino como resultado de la presión ejercida hasta último momento por los pueblos y nacionalidades indígenas. Y ahora la disputa va para que esto no se quede en palabras sino que se desarrolle en las diversas leyes encargadas de bajar a tierra la nueva Constitución.
El otro punto de conflicto tiene que ver con el enfoque gubernamental para poner término al carácter corporativo que se ha establecido en el ordenamiento del país en todos los órdenes, basado en prebendas a medida del peso de los grupos de presión. La cuestión es que cuando se refiere a las organizaciones sociales el límite aparece borroso y se llega a confundir corporativismo con organización propiamente dicha. Y esta es la fuente de las confrontaciones que ha abierto el gobierno con diversos sectores sociales: maestros, estudiantes, sindicatos, etc.
Por cierto, en el movimiento político oficialista también hay dirigentes que consideran que solo basta apretar las tuercas para acabar con las estructuras organizativas sociales tradicionales para sobre sus cenizas articular un nuevo tejido social, a imagen y semejaza del régimen.
En la conflictividad también cuenta la inclinación del presidente Correa por una gestión apuntalada en tecnócratas, que tiene como correlato la institucionalización de la “participación ciudadana”, con el rango de secretaría, que a la postre tensiona la relación con los procesos de organización social.
Como estos son algunos puntos del trasfondo, salvo que se dé un giro sustantivo, la conflictividad social amenaza con mantenerse. En la reunión con los pueblos indígenas el gobierno aceptó institucionalizar el dialogo, pero esquivó el cuerpo ante el pedido de que también se abra hacia los otros sectores movimientos y sectores sociales en conflicto.