Nos acercamos al final de la Cuaresma, etapa que nos ha preparado para el recuerdo de la pasión y resurrección de Cristo. Hoy, Domingo de Ramos, recordamos la entrada de Jesús a Jerusalén, ciudad donde días más tarde, el maestro sería víctima de la confabulación entre el poder religioso y político del momento. Hoy comienza la llamada Semana Santa o Semana Mayor. La muerte y resurrección de Jesús constituyen los eventos fundantes de la fe cristiana, son los eventos que dieron origen a un nuevo movimiento religioso que cristalizó más tarde en la iglesia cristiana. Aunque se trata de una semana, en realidad las iglesias centran su atención en las celebraciones que van de jueves a domingo. Por tal motivo, quisiera compartir en esta mañana algunas sugerencias que nos puedan ayudar a celebrar la Semana Santa en toda su plenitud.
Para ello, estuve releyendo lo que los evangelios nos cuentan a partir de la entrada de Jesús a Jerusalén y hasta el día en que celebró la última cena con sus discípulos. Haciendo un resumen de lo acontecido en aquellos días, escogí tres acontecimientos que podríamos colocar como inspiración para nuestra meditación en los primeros tres días de la semana que comienza, que también son llamados Lunes Santo, Martes Santo y Miércoles Santo. El lunes podríamos recordar el gesto mediante el cual Jesús expulsa a los mercaderes del templo de Jerusalén. Para el martes, sugiero recordar aquel episodio en que preguntaron a Jesús si era lícito o no pagar impuestos al emperador romano. Y para el día miércoles, les propongo meditar en el gesto de aquella viuda pobre que depositó dos monedas en los cofres de las ofrendas del templo, mientras los demás echaban allí, según Jesús, de lo que les sobraba.
Acostumbramos a recordar, en Viernes Santo, las siete frases que Jesús dijo en la cruz. Sin embargo, en estos acontecimientos que he citado, Jesús dijo otras palabras igualmente importantes y que también nos ayudan a entender las razones por las cuales fue acusado y crucificado. Las palabras del día lunes son: “Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones”. Las palabras del día martes fueron: “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Y el día miércoles, dijo: “Esta viuda pobre ha dado más que todos los otros que echan dinero en los cofres; pues todos dan de lo que les sobra, pero ella, en su pobreza, ha dado todo lo que tenía para vivir”.
Las tres frases de Jesús tenían un mensaje para sus discípulos y discípulas, y para todo el pueblo que le escuchaba; un mensaje que tocaba en lo profundo las injusticias que se vivían en aquel momento en la esfera de lo religioso, lo político y lo social, y llama la atención cómo el aspecto económico atraviesa cada relato. Son historias y palabras que denunciaban el llamado pecado estructural o pecado social, que había penetrado todas las dimensiones de la vida del pueblo, pecado que también se manifestaba en las actitudes individuales.
El padre José Comblin nos dice en uno de sus libros: “El pecado consiste en destruir la vida: es el ser humano quien destruye su propia vida, o la vida de sus hermanos, o la vida del mundo. En el fondo del pecado hay un alejamiento de Dios. Al alejarse de Dios, el hombre se separa de la vida y se prepara para destruir lo que queda de la vida”.
En el primero relato, Jesús denuncia los abusos de los mercaderes en el templo; en el segundo, Jesús denuncia la opresión económica a que el imperio romano sometía a todos las naciones bajo su dominio; en el tercer relato, Jesús denuncia la falsedad de una moral religiosa sustentada en el sonido de las monedas y la indiferencia ante las personas pobres, y también anuncia la buena noticia encarnada en el gesto de aquella viuda pobre cuyo sentido de la religión es la entrega total de todo lo que se tiene.
En esta Semana Santa recordamos la muerte y resurrección de Jesús. Pero es importante recordar por qué muere Jesús. Porque de la manera en que entendamos la muerte de Jesús dependerá mucho la manera en que le recordemos, y la manera en que vamos a celebrar estos acontecimientos en las liturgias de los próximos días. Los relatos que estamos recordando hoy, y que les propongo como motivaciones para nuestras meditaciones en los próximos tres días, nos dicen que Jesús, en sus palabras y acciones, se opuso abiertamente a toda injusticia que se inflige al pueblo en nombre del poder económico, político o religioso, poderes que muchas veces se apoyan mutuamente y vienen mezclados a tal punto que es imposible verlos por separado.
Y la fuerza que sustenta a Jesús en esta denuncia del pecado es precisamente su fe en Dios y su compromiso con la salvación que ese Dios nos ofrece. Porque el Dios de Jesús, el Dios que creó el universo, el Dios que liberó a los hebreos de la esclavitud en Egipto, el Dios de los profetas y profetisas que se enfrentaron al despotismo y la infidelidad de los reyes, el Dios que animó y sustentó al pueblo en tiempos de exilio, guerras, hambre, catástrofes y destrucción, es el mismo Dios que declara que su casa es casa de oración y no casa de explotación, engaños y maltratos. Es el mismo Dios que afirma que la vida y la libertad de las personas son más sagradas que las monedas con la imagen del César. Es el mismo Dios que no pide de nosotros nuestro dinero, sino misericordia, justicia y humildad.
¿Cómo vamos a recordar a Jesús en esta Semana Santa? Jesús fue aquel profeta, maestro, hermano, hombre sencillo que vivió y se comprometió con su pueblo y con los mejores valores de su tradición judía para enfrentar los poderes de su tiempo. Esos poderes no podían soportar las verdades que Jesús sacaba a la luz, y para preservar su autoridad y sus privilegios echaron mano de acusaciones falsas, de sobornos, de intrigas, le armaron un juicio y lo crucificaron. La muerte del nazareno es una historia que se ha repetido muchas veces, cada vez que hombres y mujeres, movidos por sus convicciones y su fe, enfrentan los poderes de su tiempo. Pero la resurrección de Jesús es también un signo de esperanza que sigue sosteniendo el testimonio de la iglesia y de tantas personas que entregan sus vidas por la causa de la vida.
Augusto Roa Bastos, escritor paraguayo, en su novela Hijo de Hombre, escribió: “El hombre tiene dos nacimientos. Uno al nacer, otro al morir… Muere pero queda vivo en los otros, si ha sido cabal con el prójimo. Y si sabe olvidarse en vida de sí mismo, la tierra come su cuerpo pero no su recuerdo”.
A estas palabras de Jesús que hemos recordado, se sumarán otras que estaremos rememorando de jueves a domingo. Frases como: “Este es mi cuerpo y esta es mi sangre”, o “Tengo sed”, o “Lo que me ha pasado es aquello que les anuncié cuando estaba todavía con ustedes: que había de cumplirse todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los libros de los profetas y en los salmos”.
La Semana Santa se abre ante nosotros como una posibilidad para meditar, para orar, para comprender y para actuar. En los relatos que hemos recordado hoy, no solo hay palabras de Jesús. También hay gestos, acciones: echar fuera a los mercaderes del templo; devolver la moneda que representa el impuesto abusivo; observar la vida y sacar una enseñanza, como hizo Jesús mientras observaba cómo la gente echaba sus ofrendas en los cofres del templo, o, como la viuda pobre, entregar todo lo que tenemos.
Acciones, y no solamente palabras, es lo que también esperamos de nuestros gobiernos y de nuestras iglesias, como ciudadanos y como cristianos. Acciones que conduzcan a la necesaria resurrección de nuestros pueblos, a la renovación de nuestros proyectos de nación, a la participación y el control popular en la gestión social, cultural, económica y política. Acciones que fortalezcan las iniciativas individuales y comunitarias, las capacidades creativas, las muchas maneras en que podemos construir una sociedad y una iglesia con más justicia, en libertad y esperanza. Pero bien sabemos que para poder resucitar tenemos que tener la disposición de hacer morir en nosotros y nosotras ideas, valores y conductas que ya no responden a las necesidades del tiempo presente.
Esta Semana será verdaderamente Santa no por la palabrería de nuestras oraciones, no por la observación piadosa de un ritual, no por la intensidad emotiva de nuestros cantos, no por la asistencia numerosa al templo, no por la repetición de algo que hacemos año tras año. Esta Semana será Santa en la medida que nos dejemos penetrar por el espíritu profético y liberador de Jesús; esta Semana será Santa si descubrimos las señales que Dios nos está revelando constantemente en nuestro cotidiano vivir: señales de muerte para poder enfrentarlas; señales de vida para poder defenderlas. Esta Semana será Santa en la medida que nuestro testimonio, en palabras y acciones, muestren al mundo quiénes somos los cristianos y las cristianas.
Podríamos establecer una similitud entre la Semana Santa y el monte santo del que habla el Salmo 15, y nos preguntamos entonces: “¿quién podrá habitar en este monte santo? Solo quien vive sin tacha y practica la justicia; el que dice la verdad de todo corazón, el que no habla mal de nadie, el que no hace daño a su amigo ni ofende a su vecino, el que presta dinero sin exigir intereses, el que no acepta soborno en contra del inocente, el que vive así, jamás caerá”.
¿Quiénes son hoy, en nuestra sociedad y en nuestro mundo, los mercaderes del templo, los mercaderes de la burocracia, los mercaderes de las armas, los mercaderes de la información, los mercaderes de los bienes religiosos, los mercaderes de los principios y los valores éticos? ¿Somos más fieles al César o a Dios? ¿De quién es el rostro que está acuñado en nuestras monedas, del César o de nuestro prójimo? ¿Qué ofrecemos a Dios, aquello que nos sobra o lo que consideramos más valioso? ¿Qué necesitamos, como iglesia de Cristo, para seguir a nuestro Señor hasta el monte santo, echar por tierra todas las cruces y proclamar que la vida se abrirá paso a pesar de todo?
Estas y otras preguntas estarán resonando en nuestra mente y en nuestro corazón. Corresponde a nosotros y nosotras, en esta Semana Santa, y todos los días de nuestra vida, dar respuesta, en palabras y acciones, de nuestra fe y nuestra esperanza. Hablando de la misión de la iglesia, Omar Maren, joven pastor cubano fallecido en un accidente, me dijo una vez: “Hay que ir del caos a la esperanza”. Ese es el camino y el desafío permanente para la vida cristiana. Que así sea.
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