Las definiciones que ofrece el DRAE para el término “terrorismo” son: Dominación por el terror / Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror / Actuación criminal de bandas organizadas que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos. Una de las acepciones que da el mismo diccionario al concepto “terror” es: Método expeditivo de justicia revolucionaria y contrarrevolucionaria. En medio de la Revolución Francesa, que es cuando se acuñó el vocablo terrorismo, Maximiliano Robespierre decía “El terror no es más que la justicia rápida, severa, inflexible”. Promotor de ejecuciones sumarias, él mismo murió guillotinado en 1794 bajo los insultos de los propios jacobinos, que por la celeridad del proceso ignoraban que uno de sus líderes era el que estaba perdiendo la cabeza.
¿Cuándo una acción o grupo se puede considerar terrorista? En la historia mundial reciente fueron calificados como terroristas los vietnamitas patriotas que defendían su independencia frente al colonialismo francés y norteamericano; en 1988 el Pentágono definía al Congreso Nacional Africano, de Nelson Mandela, como “uno de los grupos terroristas más notorios”, al mismo tiempo que clasificaba con benevolencia a RENAMO, financiado por el gobierno del apartheid y responsable de incontables masacres, como “grupo insurgente”. Las dictaduras latinoamericanas que asolaron la región bajo los principios de la Doctrina de la Seguridad Nacional solían calificar (y condenar) a cualquier opositor, incluso a aquellos que no recurrían a la lucha armada, con la categoría de terrorista. Un somero recorrido histórico nos permite comprobar que el concepto fue aplicado arbitrariamente y con preferencia desde los centros de poder a fin de justificar la eliminación de adversarios.
Por lo menos dos son las condiciones que nos permiten diferenciar las legítimas luchas de defensa, resistencia o liberación, del terrorismo. La primera es que dichas luchas respondan a los intereses, la voluntad y el bienestar de las mayorías, en particular cuando están sometidas a situaciones de abuso, injusticia o avasallamiento de sus derechos; el segundo es que las acciones violentas no sean indiscriminadas. Cualquier otro proyecto es injustificable y criminal.
11-09-01
El derribo de las torres gemelas inauguró la era del terrorismo, y mundializó el mecanismo ensayado antes por fuerzas colonialistas y dictaduras a nivel local, permitiendo al gobierno de los EEUU aplicar con sistematicidad el epíteto “terrorista” no sólo a individuos sino a movimientos, organizaciones, partidos políticos e incluso naciones enteras. De esa forma se elaboraron listados de estados terroristas, y se generó en las sociedades del primer mundo una neurosis colectiva que fue nutrida incluso con elementos religiosos (la lucha del Bien contra el Mal) con el objetivo de preparar el terreno para invasiones armadas, control y saqueo de recursos naturales, escarmiento a gobernantes insumisos, desarticulación de procesos críticos al capitalismo y sus instituciones financieras, fragmentación geopolítica, etc.
Lo que se anunciaba como guerra contra el terror acabó funcionando como inmenso generador de horror y muerte, y el intervencionismo del capitalismo central sobre el periférico asumió una faceta militarista, ya que se indica que al mal absoluto sólo se le puede oponer un poder absolutamente letal. EEUU comenzó a aplicar las imprecisas categorías de estados fracasados y estados débiles, capaces de activar la maquinaria de intervención bélica con ocasión de una enorme gama de situaciones posibles; tanto las hipótesis de conflicto como sus escenarios se multiplicaron ad infinitum, y desde entonces todos, sin excepción, podemos ser incluidos en las listas de exterminio. El imperio enfatizó no sólo la criminalización de la protesta y de la pobreza, sino la terrorización de ambas.
En Santa Cruz
¿Qué tiene que ver todo lo anterior con el oriente boliviano, y más en concreto con la apuesta terrorista de algunos sectores cruceños? En primer lugar, es conveniente volver al mito griego: guerra, miedo y terror se agudizan ante el temor de la pérdida que los grupos dominantes perciben. No se trata de afectaciones monetarias (el proceso de cambio ni siquiera ha rozado sus intereses pecuniarios, y en realidad el sector empresarial y agroganadero goza de prosperidad); las pérdidas se sitúan sobre todo en el ámbito simbólico, que es el entramado sustentador del secular sistema de dominación social y económico, rearticulado a su vez con los sistemas de raza, clase y género, constituyendo un potente mecanismo de sujeción que nunca antes se había cuestionado tan profundamente. De ahí el horror que experimentan aquellos que ven resquebrajarse el modelo semifeudal que les benefició durante décadas.
Las élites de poder cruceñas hicieron una lectura tardía y torpe del agotamiento del bloque histórico neoliberal, y creyeron que sólo deberían vérselas con remezones populares controlables. La continuidad y afianzamiento de Evo Morales los desconcertó e irritó, y optaron entonces por incendiar el país (V.I.Lenin decía que al fin de cuentas el terrorismo no es más que un culto a la espontaneidad individualista…). Al respecto, Rafael Bautista indica:
“…Si la oposición pierde algo está dispuesta a que todos pierdan todo; amenaza con destruir todo si ella pierde algo. Su amenaza se convierte en su fuerza y esa fuerza se permite la soberbia que presume su ventaja: si acaba con todo, ¿quién podrá después demostrarle la insensatez de su apuesta? Por eso vocifera con una seguridad implacable. Está dispuesta a morir pero en su muerte está también dispuesta a que todos mueran. Por eso no cede nada, porque ceder es, para ella perder, y no está dispuesta a perder porque sólo quiere ganar. Si pierde hará que todos pierdan todo. Su fuerza radica en ese chantaje; por eso expone su fuerza de modo abusivo. Se vuelve ciega. En esa ceguera, cree que sale ganando y, aunque sólo promete muerte, cree que con la muerte sigue ganando. En eso consiste su seguridad: que si no aceptamos su chantaje, morimos todos.”
Lo anterior explica el síndrome de Saturno devorador de sus propios hijos, muy notable en los saqueos, destrucción de entidades públicas, autobloqueo y masacre de campesinos de septiembre de 2008. Como paradoja, el balance del fracaso de aquella estrategia no llevó a la derecha a corregir rumbo sino que, por el contrario, potenció la lógica de inversión perversa de percepciones, donde el carnicero de Porvenir es glorificado, el gobierno es acusado como responsable de la masacre, los saqueadores y pateadores de mujeres son mostrados como jóvenes heroicos, inveterados cómplices de dictaduras se presentan como defensores de la democracia, viejos agnósticos aparecen como paladines de la fe católica, conocidos tránsfugas y dueños de tierras mal habidas son ensalzados como paradigmas del denominado modelo cruceño de desarrollo, y la voracidad empresarial es solapada bajo el reclamo de autonomía.
Al mismo tiempo, un sector siguió organizando y disponiendo los recursos hacia la apuesta final pura y dura en forma de secesión, y según la modalidad de un grupo mercenario de baja estofa.
Los medios del miedo y el terror
Aquí es necesario incluir a la mayor parte de los grandes medios de comunicación, activos en la elaboración y difusión de sentidos hegemónicos a través de una permanente construcción mediática de la realidad, con absoluto desprecio por la ética periodística. Son parte sustancial de una alianza autoritaria aturdida ante su pérdida de poder político, pero que no se resigna a perder otras posiciones de privilegio.
Parten de una constante banalización de lo cotidiano, y del enaltecimiento del modelo de sociedad kyriarcal (señorial, más que patriarcal) según el cual algunos y algunas están predestinados a mandar, sea por extracción social, linaje o pertenencia a cofradías, logias y fraternidades de élite. Paralelamente, la tiranía estética que imponen desprecia y descalifica de hecho a buena parte de la población, que no cumple con parámetros de belleza apicables sólo a minorías. Por otro lado, son los instrumentos privilegiados de vigilancia y castigo simbólicos, que incitan a operadores como la Unión Juvenil Cruceñista, universitarios, damas cívicas, bandas de marginales y otros a acciones de repudio, golpizas, escarnio o muerte civil de aquellas personas que se atreven a discrepar. En ese sentido, el grupo de Eduardo Rózsá fue simplemente una consecuencia natural de la estrategia del látigo aplicada con amplitud durante mucho tiempo, tomando esta vez la forma del asalto final suicida. Se inscribe en el nuevo tipo de terrorismo contemporáneo, el cual no busca construir después de la destrucción sino que procura la autodestrucción como consecuencia de la destrucción de otros1.
Hay que advertir, sin embargo, que buena parte de las clases subalternas, en particular las urbanas, siguen participando de la concepción del mundo impuesta por las clases dominantes a través de esos mismos medios de comunicación, escuela, iglesias, modelos culturales, etc. Dichas formas ideológicas, representaciones, ideas, valores, gustos, son en definitiva las que les permiten su inserción en el sistema objetivamente existente de relaciones sociales, y es con esos “productos espirituales” que ellas pueden estructurar sus vidas en el mundo real y cotidiano (no se trata de la sola capacidad de enhebrar discursos atractivos, o de engañar, por parte de los grupos dominantes).
Este último aspecto es probablemente el más complejo en Santa Cruz, y uno para el cual el gobierno no tiene hasta hoy estrategias visibles y coherentes. Los avances sobre la oposición política se han hecho debido a los descomunales errores de ésta y no tanto por destreza en las maniobras gubernamentales, aunque es honesto reconocer que ha demostrado habilidad al encarar el tema del terrorismo cruceño sin caer en la trampa de discusiones estériles, desentrañando y exponiendo su naturaleza más genuina: la de traición a la patria.
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