En años anteriores, sin crisis, hemos asistido a casos de empresas viables, que obtenían beneficios, y sin embargo, cerraban su factoría para instalarse en otros países con costes ambientales y salariales menores, en busca de beneficios mayores. La decisión empresarial dejaba en la calle a unos cientos de asalariados, y sin ingresos vitales a ellos y sus familias. El recorte de los ingresos de esos cientos de familias repercutía en otros sectores económicos de la comunidad local (comercios, pequeña industria local, servicios…) o de la sociedad en su conjunto, que veían menguada también su actividad.
Todo esto en la más estricta legalidad. Por eso es normal preguntarse: ¿cómo es posible que la ley permita que unas cuantas personas poseedoras del capital de la empresa o del paquete determinante de acciones de la misma puedan tomar decisiones que afectan a la supervivencia y seguridad económica de unos cientos o miles de personas aunque la empresa arroje beneficios? El capitalismo funciona así, claro está. Pero ¿cómo exactamente?
A principios del siglo XX el historiador económico británico R.H. Tawney, en un libro titulado La sociedad adquisitiva, sometía la propiedad capitalista a un análisis hoy muy actual. Se suele presentar la propiedad como un derecho ilimitado de disposición sobre lo poseído. Pero no es lo mismo poseer un paraguas o una casa que poseer una tierra cultivable o una fábrica. La tierra y la fábrica son medios de producción necesarios para crear riqueza, mientras que el paraguas y la casa son bienes de consumo.
En una economía moderna, las personas que, sin ser propietarias, utilizan esos medios de trabajo para producir bienes a cambio de un salario, y ganarse así la vida, entran con esos medios en una relación peculiar e intensa, vital para ellas. Es una relación distinta a la del propietario con su propiedad, pero una relación humana significativa. Y si consideramos la comunidad local y el país en que está situada la tierra o la fábrica, deberemos admitir que esa comunidad humana adquiere también una relación y una dependencia respecto de estos medios de producción.
¿Por qué el orden jurídico sólo contempla derechos de la propiedad y no derechos del trabajo ni de la comunidad? Es obvio que el propietario arriesga un patrimonio, y parece de justicia que reciba compensación. Pero el trabajador y la comunidad arriesgan sus fuentes de ingresos y su seguridad económica. ¿Acaso no merecen compensaciones también ellos? Tawney proponía que la propiedad del capital que se invierte fuera recompensada con un pago al uso de ese capital, con un interés. Pero que los derechos de decisión (sobre inversiones, nivel de capitalización, organización del trabajo, gestión del riesgo, política comercial, etc.) recayeran sobre “quienes efectivamente realizan el servicio, desde el organizador y el científico hasta el obrero”.
Tawney era socialista, y, como se ve, moderado. No planteaba estatalizar o socializar el capital; aceptaba que siguiera siendo –al menos una parte del mismo— de propiedad privada. Pertenecía a la corriente fabiana, muy criticada por Lenin por su moderación. Pero el análisis descrito es sumamente desmixtificador, porque desvela con gran claridad que unos derechos asociados a la propiedad quedan ocultos tras una amalgama confusa de derechos distintos, y nos permite comprender mejor que las relaciones capitalistas no son relaciones meramente técnicas entre “factores de producción”, sino relaciones sociales de dominación, en que unos pocos detentan, con el amparo del orden jurídico-político. un poder desmesurado sobre otros muchos, sobre sus vidas, sus ingresos, su seguridad.
A estas alturas, el razonamiento de Tawney me parece, si no revolucionario, sí subversivo. Pone en cuestión el poder capitalista sobre las personas y su legitimidad. Cuando la propiedad tiene derechos casi absolutos sobre la empresa, obtener la máxima ganancia monetaria pasa por delante de cualquier otra consideración, sobre todo cuando el propietario es un mero rentista o accionista sin ningún vínculo con la empresa que no sean los dividendos que arroja. Si los trabajadores, incluidos técnicos, administrativos y gestores, tienen derechos y poder sobre la empresa, tenderán a dar prioridad a otros objetivos, como la subsistencia y la seguridad de quienes trabajan en ella (incluso, para salvar puestos de trabajo, aceptando reducciones de salarios que se aceptan mejor cuando se tiene el control de los recursos de la empresa que cuando se depende de unos dueños que monopolizan la información y el control). Y se ocuparán ellos de buscar salida a su producción para asegurar su empleo, o de reconvertir la industria, etc. A partir de esta idea, cabe imaginar muchas fórmulas para articular capital (o sea, el ahorro destinado a la inversión), trabajo, comunidad local y representación política al nivel que corresponda, y dar a los trabajadores y a la sociedad unos derechos sobre la economía que hoy no se les reconoce.
Se nos ha hecho creer durante muchos años que una economía moderna y compleja sólo puede funcionar bajo la égida de una clase de propietarios capitalistas, y que a los demás les toca someterse a su poder e iniciativa. Pero cada vez es más claro que hace falta revisar los derechos hoy atribuidos a la propiedad y reivindicar derechos de decisión para los trabajadores y los representantes de la sociedad en la dirección de la actividad económica. Seguramente lo que hoy se necesita no es refundar el capitalismo, como proponen los amos del mundo, sino refundar el socialismo.
- Joaquim Sempere es profesor de sociología de la Universidad de Barcelona.