El siguiente presidente de EE.UU. heredará una crisis en el sistema de capitalismo global que difícilmente podrá enfrentar sin algún cambio de rumbo en las políticas norteamericanas. Los años del régimen de Bush han dejado un saldo tan elevando en cuanto al deterioro del tejido social y político a lo interno de EE.UU., y de credibilidad a nivel internacional, que es difícil imaginar cómo el siguiente mandatario podrá asumir la cuenta.
La actual crisis del sistema global tiene tres dimensiones sobresalientes y entrelazadas en cuanto a los lineamientos norteamericanos. Primero, son las tendencias recesivas en la economía global generadas por la sobre acumulación de capitales y las desenfrenada especulación financiera transnacional. Segundo, es la crisis de legitimidad y autoridad política de los estados neo-liberales producto de la imposibilidad de responder a los problemas cada vez mas agudos de las clases populares, y como consecuencia lo que podríamos considerar como la acelerada erosión de hegemonía, concebida, en el sentido gramsciano, como la capacidad de la estructura global de poder de reproducir su dominación. Y tercero, es la creciente militarización, impulsada por el Estado norteamericano, de la economía y sociedad global y de las relaciones internacionales.
Los EE.UU. y la sociedad global están en una encrucijada. El papel hegemónico de los EE.UU. implica que los resultados de su proceso electoral redundarán fuertemente en el devenir de la crisis global. El espectro del “fascismo global del siglo XXI” ha comenzado a perfilarse con el régimen de Bush y los llamados “neo-conservadores”.
¿Cuáles son los rasgos de este incipiente proyecto? Entre otros podemos destacar:
• La fusión del capital transnacional con el poder político reaccionario;
• La extensión de ideologías reaccionarias que arrastran a ciertos sectores sociales, como es por ejemplo, el fundamentalismo evangélico (Bush en su campaña de reelección de 2004: “El Dios quiere que yo sea presidente”);
• La creación de un chivo expiatorio para la movilización de una base social fascista entre la clase trabajadora, este chivo expiatorio siendo en la actualidad los inmigrantes;
• El fraude electoral y la erosión del orden constitucional;
• El uso cada vez más frecuente de medidas represivas contra la disidencia dentro de EE.UU., ahora bajo el manto del “anti-terrorismo,” y la militarización de la política exterior con escaladas intervencionistas.
¿Frente a este escenario, cómo podemos analizar el proceso electoral norteamericano, y que podríamos esperar de un presidente Republicano o Demócrata? Vale preguntar si este sea quien fuera, ¿podrá mantener el conjunto de las políticas que imperan desde la llegada de poder de Bush en 2000?, o mas bien, ¿el conjunto de las políticas en pro- de la globalización capitalista que se remontan a los anos 80 y que han sido promovidas e implementadas por ambos partidos, a pesar de las diferencias partidarias (que al final de la cuenta son de matiz en cuanto a la promoción del capitalismo global, de estrategia y no de esencia)?
El senador y virtual candidato Republicano John McCain, si bien es un político mas inteligente que el actual residente de la Casa Blanca, no escatimará esfuerzos en mantener – y escalar – las políticas guerreristas del régimen de Bush, incluyendo, entre otros aspectos, una prolongación de la ocupación de Iraq, una mayor agresividad hacia Irán, el apoyo incondicional a Israel, y un mayor intervencionismo en la zona Andina de Sud-América a fin de desestabilizar a Venezuela y reforzar el régimen colombiano como núcleo y plataforma de la contrarrevolución regional. McCain propondría también incrementar el elevado presupuesto militar norteamericano – que rebasa ya los $500 mil millones de dólares – con el doble objetivo de reforzar la capacidad intervencionista norteamericana y fomentar la acumulación de capital transnacional mediante los gastos militares (keynesianismo militar).
Pero estas políticas guerreristas acarrean los ya conocidos riesgos no solo para la humanidad sino para los mismos grupos dominantes norteamericanos y la elite transnacional. Entre estos riesgos figuran la imposibilidad de EE.UU. de lograr triunfos militares y el rechazo que el intervencionismo norteamericano genera en el ámbito de la opinión publica internacional, y por ende la erosión de la autoridad norteamericana y el resultante deterioro de la capacidad de Washington de dictar el acontecer mundial.
Vale aquí destacar las consecuencias internas en EE.UU. de la militarización y el intervencionismo. Los gigantescos gastos militares vienen aportando enormemente al declive de la condiciones sociales de la clase obrera norteamericana y el conjunto de dificultades que enfrenta la clase media, incluyendo la crisis de los sistemas de salud y educación, el decaimiento de la infraestructura, el debacle del mercado hipotecario, el desempleo e inseguridad laboral, la acelerada inflación, sobre todo de los precios de los combustible y alimentos, el deterioro de los salarios y el alarmante ensanchamiento de las desigualdades sociales.
La política económica que propone McCain es, en esencia, una continuación de las conocidas políticas perseguidas por los gobiernos norteamericanos desde los anos 80, como son el neo-liberalismo y el llamado “libre” comercio a nivel global, junto con el paulatino ajuste estructural interno, todas en función de la acumulación desenfrenada de capitales transnacionales liberados del marco regulatorio del estado nación y de proyectos de predistribución en esta época de la globalización. Pero hay que estar claro: las políticas económicas propuestas por los dos pre-candidatos demócratas no variarían tampoco en cuanto a la promoción y la ampliación del capitalismo global mediante el “libre” comercio y la defensa de los intereses del capital transnacional.
El resurgimiento de los demócratas, luego de ocho anos de Bushismo, responde en gran parte al rechazo de amplia mayoría de la población norteamericana a las políticas de Bush, sobre todo a la guerra contra Iraq y el estado cada vez más precario de la economía norteamericana y global. Pero los grupos dominantes también perciben la necesidad de emprender un proceso de la relegitimización de EE.UU. en la órbita internacional luego que su credibilidad haya deteriorado tanto por la descarada ignorancia de Bush del derecho internacional y de los procesos consensuales con los tradicionales aliados norteamericanos, así como por la temeridad de sus políticas ya que las mismas terminan generando demasiado inestabilidad y por ende atentan contra los intereses de la elite transnacional. Sencillamente, las políticas de Bush eran tan desastrosas que ha surgido un consenso entre importantes sectores de la elite misma de la urgencia de nuevos aires que pudieran sanear el malestar e ir reparando el daño a los mismos intereses norteamericanos.
Esta relegitimación de EE.UU. como potencia hegemónica es objetivo estratégico de ambos candidatos demócratas y sus partidarios entre la clase política. Pero los pre-candidatos demócratas responden a bases sociales y coaliciones políticas multi-clasistas dentro de EE.UU. distintas a los republicanos. Proponen para sus políticas internas una cuota de redistribución de ingresos mediante la restauración de algunos gastos sociales recortados por los republicanos, financiados por la restauración de ciertos impuestos sobre el capital y las capas de altos ingresos que levantó el gobierno de Bush. Abogan también por políticas sociales más progresistas, por ejemplo, en cuanto al derecho al aborto, los derechos de las mujeres, las minorías étnicas/raciales, etc. Pero es difícil imaginar que el discurso populista que ambos pre-candidatos enarbolan contra los estragos de las corporaciones transnacionales se traduce, una vez que asumieran el poder, en políticas concretas que disminuyan el poder del capital y las prerrogativas que el capital ha conquistado en estas ultimas décadas de la globalización frente a las clases populares dentro de fuera de EE.UU..
Hilary Clinton más que Barack Obama está estrechamente ligada con las grandes corporaciones transnacionales. Ella era miembro de la junta directiva de Walmart, ha sido (junto con su marido) consejera legal y política para numerosas compañías, y los Clintons son “insiders” en Wall Street, para no decir Washington, o sea, se ubica dentro del mero núcleo del poderío de capital financiero transnacional. Es una política oportunista, muy astuta, con arraigue en la maquinaria tradicional del partido Demócrata.
¿Qué podríamos esperar de la política exterior de una Presidenta Clinton? Como ya mencioné arriba, su política económica internacional sería muy parecida, de hecho, a ambos Bush y a la administración de su marido, es decir, políticas destinadas a promover el “libre” comercio y los intereses de las grandes compañías transnacionales. Es dudoso que Clinton refrene mucho el intervencionismo norteamericano, ni se debe esperar que ella revierta la militarización de la política exterior norteamericana. Su plan para Iraq no contempla el fin a la ocupación, no obstante su retórica, sino la reducción del número de tropas norteamericanas asentadas en el país, reemplazándolas por tropas iraquí y estableciendo una permanente presencia militar norteamericana en ese traumatizado país en concepto de bases, entrenadores, asesores, y fuerzas de despliegue rápido.
¿En que se distinguiría entonces la política exterior de un gobierno Demócrata del actual régimen Bushista? Tanto Clinton como Obama buscarían sanear las relaciones entre EE.UU. y sus aliados resucitando el multilateralismo y la búsqueda de consultas, consenso, y acciones concertadas entre los principales poderes capitalistas. Pero políticas más “blandas” relativa a las de Bush estarían dirigidas en todo momento al objetivo de corregir la temeridad e imprudencia de estas últimas, ya que le han salido por la culata para EE.UU., tendientes a desestabilizar al mismo sistema global.
A la vez, un/a Presidente/a Clinton u Obama estaría mas sensible a los llamados que han hecho en anos recientes sectores mas astutos de la elite transnacional – como, por ej., Joseph Stiglitz, George Soros, o Jeffrey Sacks – de buscar mecanismos concertados a nivel internacional para regular los mercados financieros globales y apaciguar -amortiguar así la volatilidad de la economía global.
Por su parte, el carismático Obama ha tomado por asalto al “establishment” político. Su mensaje de cambio es resonante con el sentir de muchos votantes. Obama es un “outsider,” un político genuinamente progresista que desea reconstruir un proyecto de justicia y bienestar social. Pero no es en el absoluto un revolucionario que propone desafiar al sistema capitalista y sus estructuras de poder. No representa una opción contra-hegemónica. Como ya mencione, su política económica internacional descansaría sobre la misma globalización capitalista de los Bush y los Clinton.
Obama representa una opción atractiva para aquellos sectores liberales de la elite que desean relegitimizar y revigorizar el sistema norteamericano luego del malestar que dejó los años de Bush. Cabe recordar que Jimmy Carter jugó este papel en las elecciones norteamericanas de 1976, luego que el escándalo de “Watergate” y la guerra estadounidense contra Vietnam dejaron en el suelo, en esa época, a la credibilidad del sistema.
El equipo de asesores que rodean a Obama indica que el “mainstream” del partido Demócrata ya lo tiene con correa. En su política exterior cuenta con decenas de asesores con amplia experiencia en anteriores gobiernos, sobre todo de Bill Clinton, o que provienen del mundo del capital transnacional. Entre los principales asesores en política exterior, por ejemplo, figuran Anthony Lake, el primer asesor de seguridad nacional de Clinton, y Susan Rice, un subsecretario de estado bajo Clinton y afiche de Madeleine Albright. En cuanto a su política económica, uno de sus asesores principales es Michael Froman, un ejecutivo de Citigroup y ex-jefe del despacho del Secretario de la Tesorería de Clinton, Robert Rubin. Sus asesores para la política de seguridad nacional incluyen: Sarah Sewall, profesor de la Universidad de Harvard y ex-funcionario del Pentágono durante la administración Clinton; Richad Danzig, el Secretario de la Marina de Clinton; Gregory Craig, director de planificación política del Departamento de Estado bajo Clinton.
La importancia del fenómeno “Obamamania” no radica en el programa que el propone ni en las probables políticas internas e internacionales que resultarían de su elección. Es que el desbordado entusiasmo generado por la campaña de Obama entre los negros y otras minorías, los jóvenes, algunos sectores de los obreros, capas medias y otros sectores populares, liberales, e izquierdistas, muy difícilmente podrá ser controlado por una administración Obama. Las movilizaciones populares que su campaña está generando subraya el grado de disgusto y rechazo entre estos sectores del rumbo de Estados Unidos, de la corrupción y codicia corporativa, la polarización social y chinísimo de los anos de Bushismo.
Esta movilización es algo novedoso y conducente a una re-politización de la vida entre la población norteamericana – población típicamente adormecida por los mecanismos de la hegemonía como el consumismo y la cultura de Hollywood, para no decir apática por el cinismo y la banalidad del proceso político y manipulable por los medios de comunicación corporativos. Es muy difícil imaginar que una administración Obama podrá satisfacer las enormes expectativas despertadas. Por eso, estamos, al parecer, ante las puertas de un periodo interesante y, valdría decir, esperanzador para las clases populares y los planteamientos alternativos.
Los equipos de McCain y de Clinton ya están bien volcados en el esfuerzo de aprovechar de cualquier error que pudiera cometer Obama, o de excavar chismes irrecusables para avivar, sacándolos, y arrebatar así el apoyo popular para Obama. En varias ocasiones, los grandes medios de comunicación ya se han prestado al juego. Basta mencionar: la supuesta apariencia de Obama en Kenya hace unos años en vestimenta musulmana; un alegado amorío extra-matrimonial que resultó ser falso; el argumento de que es anti-blanco y racista por los sermones del reverendo de su iglesia en Chicago, Jeremiah Wright; el escándalo que intentaron suscitar por los comentarios de Obama sobre el “resentimiento” de los pobladores en las zonas rurales de Estados Unidos. Estos ataques se intensificarán en la medida en que se desenvuelva el proceso electoral.
Hay que destacar, por último, que el fenómeno de Obama tiene importantísimas dimensiones simbólicas. Históricamente, la hegemonía interna en EE.UU. descansa sobre la construcción de una identidad cultural-racial – el arquetipo del blanco anglo-sajón, individualista, “robusto” y machista, capitalista y xenofóbico, y con un conjunto de valores, actitudes, y creencias expresados en la doctrina del “destino manifiesto.” Esta prepotencia cultural constituye una importante sub-estrategia ideológica del imperio norteamericano. No se puede menospreciar la dimensión racista de esta identidad dominante: son excluidos los negros, los latinos, los chinos, los filipinos, etcétera, es decir, el bloque hegemónico siempre ha sido un bloque racializado y racista.
Los antecedentes de Obama – negro, bicultural, de un padre inmigrante de Kenya, criado en los barrios populares de Chicago, etc. – atentan contra los cimientos ideológicos-culturales de la nación gringa. Una “contrarrevolución preventiva” contra el fenómeno de Obama ya se perfila; contrarrevolución que apelará a los peores “instintos” racistas de los votantes blancos y se compaginaría con un proyecto de “fascismo del siglo XXI”. Soplan los vientos de cambio, pero ¿hacia dónde nos llevan estos vientos?
– William I. Robinson, profesor de Sociología, Universidad de California en Santa Bárbara
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