“¿Qué es el arte, sino el modo más corto de llegar a la verdad, y de ponerlo a la vez, de manera que perdure y centellee en las mentes y los corazones?”, preguntaba José Martí en 1890 en alusión a la necesidad de la creación y la eticidad como para corroborar lo perentorio y trascendente de las manifestaciones de la creación para la existencia humana. La praxis de la Revolución en este sentido es un paradigma.
El proceso transformador desatado a partir de 1959 fue también un profundo proceso de cambios en la cultura. Se fundaron instituciones para el desarrollo de las artes, con la Imprenta Nacional se inauguró un campo sin precedentes para la edición de libros, se fomentó la industria del cine, se abrieron museos y se patrocinaron revistas como la de Casa de las Américas, por sólo mencionar una. Pero tal vez lo más relevante es que, por primera vez, la cultura cubana entró en el gran escenario internacional. La obra de los escritores y artistas, muchas veces silenciada, sin repercusión real, alcanza eco fuera de nuestras fronteras y logra insertarse en los debates sociales y culturales y también en la vida misma de la nación. ¿Es que acaso, aquella Campaña de Alfabetización no fue la primera gran revolución cultural de la Revolución?
Luego, las Palabras a los intelectuales formularon las bases conceptuales de la política cultural y establecieron una apertura en cuanto a la creación artística y a sus tendencias estéticas. A partir de entonces el despliegue de las manifestaciones artísticas y literarias fue más rico y amplio.
Por otra parte, aquellos históricamente marginados de la cultura y del disfrute de los mejores logros de la creación artística pudieron acceder, por el conocimiento, a la valoración de las obras de los escritores, músicos, bailarines, actrices y actores, artistas de la plástica, cineastas…
Aquel sueño iniciado con la hermosa Campaña de Alfabetización —un proceso de años— de llegar a las zonas más distantes de los centros culturales históricos del país se ha realizado, en lo fundamental: la población cubana tiene hoy un alto nivel de instrucción, son millones los universitarios, pero cabría preguntarse si echados ya los cimientos ¿no es hora de convertir la instrucción en educación verdadera, es decir, en cultura, no es hora de que cada institución involucrada en el gran desafío de crear un hombre y una mujer verdaderamente libres en el sentido del cultivo de una espiritualidad alejada de caminos trillados, formales y de modos de pensamiento verticales, articule puentes y diálogos inteligentes y críticos a tono con los derroteros a los que nos han llamado Fidel y Raúl en los últimos meses?
Si echamos una mirada solamente al entorno latinoamericano, sin dudas nuestro modelo cultural es un ejemplo porque defiende la diversidad de las culturas y su autonomía; porque reconoce la importancia de la subjetividad, del individuo, de cada uno de los sectores culturales que están vinculados con la sociedad y la relación de estos elementos con la realización de proyectos nacionales de desarrollo.
Pero ojo, no podemos darnos el lujo de repetir el error de ciertos fenómenos desarrollistas de otra época que se sustentaban en un transplante de modelos económicos que no tuvieron en cuenta la participación popular.
Los profundos debates del Congreso de la UNEAC —reseñados en estos días por los medios de comunicación— han puesto sobre el tapete algunos temas de honda significación que desbordan los intereses y preocupaciones de los artistas y escritores para colocarse en el epicentro de las discusiones de cubanas y cubanos todos. Hay que recordar, que desde el anterior congreso, celebrado en 1998, la intelectualidad cubana se había planteado, con valentía y honestidad, la discusión en torno a los problemas que se derivaban del conflicto entre globalización neoliberal e identidad cultural. Lo que eso significaba no solamente en el plano de la economía, lo más conocido, sino en el terreno de los valores. En este sentido, muchos llamaron la atención respecto a que aún en nuestro país se estaban produciendo manifestaciones que eran resultantes de esta influencia, lo que se llamó en aquel momento “bolsones de capitalismo”.
Otros asuntos debatidos por estos días —que han sido generalmente excluidos y reclaman abordajes más críticos y sostenidos por sus repercusiones éticopolíticas y culturales— son los que se refieren a las relaciones interraciales y a la diversidad de género y orientación sexual.
El hecho de que este congreso haya reflexionado sobre los problemas que tienen que ver no sólo con la cultura y la vida de la UNEAC, con el reconocimiento de las insuficiencias y los errores de una organización que no se coloca como mera observadora sino que se interroga sobre las responsabilidades propias y los vacíos que han existido en su trabajo a partir de un examen profundamente crítico y constructivo, da la medida de la madurez, el prestigio y, sobre todo, el nivel de compromiso social para con nuestra sociedad. Sin duda la UNEAC tendrá que hacer un nuevo rediseño de sus funciones y actuación tanto en temas que le conciernen propiamente como en aquellos que demanda el contexto nacional e internacional.
Tal vez una de las aristas más interesantes en ese rediseño tenga que ver con algo que quedó esbozado más arriba. Se trata de lo que significa para la cultura la participación popular, también asignatura pendiente para toda nuestra sociedad. Esa participación popular —y vale la pena ponerle apellidos: consciente, crítica, dialógica— puede dar frutos, entre otras muchas vías, mediante el reconocimiento de los grupos humanos en los procesos culturales en los que están insertados. Es ese el único modo para situarse en acciones que resulten verdaderamente protagónicas y que contribuyan a la transformación del mundo y de ellos mismos. El arte, la literatura, la educación, la cultura en su sentido más amplio, están llamadas a desempeñar un papel esencial. Articular educación y cultura implica un primer paso para socializar la cultura.
Recordemos que esta es una vieja aspiración que ha estado presente desde los fundadores de la nación cubana. En el siglo XIX, los intelectuales que por distintas vías aspiraban a que Cuba se constituyera en nación vincularon los procesos culturales y nacionales al desarrollo de la educación. Volviendo a Martí, veamos el ejemplo de La Edad de Oro, en la que desde la infancia se aspiraba a crear determinados principios de identidad. Esa aspiración explícita en el sueño de república martiana estuvo latente a lo largo del siglo XX, en distintos intentos parciales, a pesar de las circunstancias adversas en las cuales se vivía, y que sólo pudo empezar a realizarse con el triunfo de la Revolución.
El congreso replantea un tópico vital para el futuro de la nación: la histórica relación entre cultura y sociedad. En este sentido, las discusiones han ido más allá del análisis concreto y específico de las manifestaciones de la creación artística y literaria para alcanzar zonas y temas de la sociedad que merecen y demandan enfoques multidisciplinarios.
La UNEAC tiene ante sí el desafío de fortalecer su capacidad de convocatoria y de diálogo con el conjunto de la sociedad pero también recordemos que socializar la cultura sin participación de la vanguardia artística y cultural implicaría retroceso.