Caminos y aniversario

Entré al Centro Memorial Martin Luther King de la mano de Esther Pérez, después de haberla visitado en su apartamento de Playa una tarde de 1997 para que me explicara con cierto detalle la naturaleza del lugar. Yo provenía de la academia y de una revista de su tipo, y desde luego que conocía de su existencia, pero mi idea inicial de la institución estaba marcada por una imagen asistencialista bastante fuerte influida por el boom de asociaciones experimentado por la sociedad cubana a partir del derrumbe del campo socialista y las interacciones con el llamado nuevo orden mundial, que colocaron a Cuba en un juego de abalorios donde la palabra “dominó” llegó a formar parte fundamental de análisis y predicciones uso, lo cual a la larga no hizo sino demostrar que tanto en los discursos mediáticos como en los de los expertos pueden ser siempre varias las maneras de equivocarse.
El Centro me sirvió, de entrada, para tomar conciencia de mis propias limitaciones de formación al revelarme un mundo ancho y ajeno. Esther me había pedido editar lo que hoy presentamos, una revista Caminos que desde su fundación en 1995 se había definido como una publicación de pensamiento socioteológico. Y yo tenía dos problemas inmediatos que me hicieron dudar de todo, al punto de considerar una posible retirada, a pesar de su entusiasmo: no me sentía para nada incómodo ni con lo de pensamiento ni con lo de socio, pero sí con lo de teológico, de lo que nada sabía, excepto tal vez en lo referido a la Teología de La Liberación, que junto a la Teoría de la Dependencia, había tenido la oportunidad de estudiar y discutir en varias sesiones de científicas de la institución en la que había trabajado hasta el año antes. En una palabra, y para decirlo mal y pronto, mis conocimientos sobre Teología no eran muy diferentes a una cáscara de cebolla, y sin embargo me iban a poner en la mano, así con todas sus letras, la responsabilidad de proponer/armar números con contribuciones de teólogos latinoamericanos, e incluso de europeos, cuyos textos me pasaban por los ojos como un cometa en plena nocturnidad alevosa: podía acaso intuir su brillo, pero escasamente intelegir su real significación. Entonces experimenté la primera sensación práctica de institucionalidad y ecumenía al verme asistido por conocedores como el sacerdote católico Alejandro Dausá —uno de los seres humanos más decentes, atormentados y lúcidos que he conocido— y los entonces jóvenes teólogos José Conde (bautista), Loyda Sardiñas (metodista) e Iván Pérez (presbiteriano), estos tres últimos procedentes de un Seminario Teológico de Matanzas de cuya existencia también conocía, aunque sólo como quien toca una tonada elemental con todos sus dedos puestos en un gran piano de cola.
El segundo problema era, comparativamente, más fácil de superar: recién había empezado a trabajar en un Centro de inspiración cristiana, dirigido por un pastor bautista, y no sabía mucho sobre los protestantes cubanos, ni sobre su historia, y menos sobre sus contradicciones, desgarramientos y angustias. Había escuchado una vez en un pasillo que al reverendo Raúl Suárez lo habían expulsado en los años 80 de “un lugar religioso” —pero no sabía de dónde, por qué, ni cómo. También, y desde la otra orilla, que había pasado por la UMAP. Ambos datos me daban una imagen de una persona atrapada entre dos planchas de hierro caliente o sujeta a fuego cruzado, como dijo con mayor precisión Fidel en una importante reunión con el Consejo Iglesias trasmitida por la televisión cubana a principios de los noventa. Y que su hijo mayor, de temprana y sostenida vocación humanista, había tenido que estudiar una ingeniería en una época cuando la palabra creer significaba a menudo ingresar en un círculo de exclusiones que no sólo se limitaba a la Biblia y sus alrededores, sino también pasaban por la orientación sexual de las personas, como en Virgilio, cuyas sucesivas herejías y cuyo centenario estamos felizmente conmemorando en esta Feria del Libro que pronto va a comenzar. Esa doble contradicción me pareció trágica a la manera de Unamuno, y constituyó un impulso adicional para conocerlos más a fondo, con la gran ventaja de tener de mi lado el factor humano y la voluntad de no hacer de todo ello una investigación de mero gabinete. El Centro me condujo, de la mano de Raúl Suárez —cuya generosidad y hermandad agradeceré siempre, en este y otros dominios— a estudiar el proceso de formación, y luego de ruptura, con el esquema teológico-eclesial heredado de los misioneros bautistas sureños norteamericanos, traspasados al Seminario Teológico Bautista de La Habana, la emblemática institución fundada por el doctor Moisés Natanael McCall en 1907. También pude leer todo lo que me cayó en las manos acerca de la búsqueda de una nueva fundamentación teológica que rebasara tanto el fundamentalismo teológico como el liberalismo excesivo, un proceso no exento de crisis y rupturas, según puede comprobarse en uno de los capítulos de Cuando pasares por las aguas, el que Raúl dedica a Martín Luther King, Jr., y una especie de summa de las reflexiones y preocupaciones teológicas, sociales y humanas que lo embargaban por entonces. Estoy aludiendo, básicamente, a una idea que el Centro ya tenía como uno de sus núcleos duros cuando yo entré en el 97, es decir, no concebir el mundo como un pecado, lo cual había conducido históricamente al intramurismo de muchos creyentes religiosos y, por consiguiente, al desasimiento de los problemas “externos” en cualquier tiempo y lugar. En una palabra, pude acceder y conocer en lo íntimo una historia que desde entonces me apasionó y a la que todavía hoy vuelvo cada vez que puedo, esto es, el proceso de distanciamiento de los entonces jóvenes pastores protestantes cubanos respecto a sus mentores, ese que se verifica en el escenario nacional entre los años sesenta y setenta del siglo pasado, y del que el propio Suárez formó parte, junto a Sergio Arce, Francisco Rodés, Adolfo Ham, Rafael Cepeda y otros. También, y sobre todo, pude apasionarme con la figura del fundador de los bautistas, Alberto J. Díaz, entre otras cosas por la conjunción de Patria y Evangelio y por un engarce peculiar con la cultura norteamericana, una de mis áreas obsesivas por un conjunto que razones que no vienen al caso exponer ahora, pero que pasan por la Política, con mayúsculas, y por un conflicto en el que coexisten atracción y repulsión como dos caras de una misma moneda.
Lo otro fue descubrir la Educación Popular, entendida no como un simple conjunto de técnicas o herramientas participativas, o como un nuevo manual que reemplazara al viejo, sino como una manera de empoderar a la personas para emanciparse de todas las opresiones. Me tocó un momento agónico —en el sentido griego de ansiedades, no de esa congoja del moribundo que nos informa el diccionario— determinado por la búsqueda de una contextualización en un medio donde, citando a Gerardo Alfonso, “cualquiera tiene su capital” como resultado de una campaña de alfabetización y de sucesivas revoluciones educacionales, hechos distintivos imposibles de ignorar si no se quería trasplantar mecánicamente a Cuba la experiencia latinoamericana, y en particular la brasileña, algo que comenzó a fraguarse en la Casa de las Américas, de la que Esther era vicepresidenta. Y no fue fácil: hubo que enfrentar abanicos de incomprensiones y muros de resistencia que aún no se han derribado por entero.
A estos tres ejes tributan, de hecho, este número de Caminos. El Centro cumple 25 años de fundado y esta edición constituye el punto de arranque para una merecida epifanía. Que sea sin orden ni concierto, es sólo apariencia. Sus editores han decidido, deliberadamente, prescindir de las secciones más o menos tradicionales, para colocar como protagonista a la memoria y al testimonio, sin cuyo concurso no existe historia posible. Como sabemos, a la oralidad se la lleva el viento si no se toman medidas: no conoceríamos cómo pensaba Sócrates de no haber intervenido Platón, cuyos diálogos fueron propulsados por una copa de cicuta. Entre los textos aquí incluidos, sin dudas tan diversos como valiosos, quiero destacar dos bloques: a) el primero es el de los de distintos cooperantes que han acompañado al CMMLK desde su surgimiento y devenir, sobre todo porque ofrecen una visión “externa” (entre comillas) que nos permite ponderar mejor la manera como el Centro se ha insertado en las distintas áreas de su accionar, sin autobombos ni platillos. “El ojo que te ve no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”, sentenció el Machado de las Soledades. Así, Frei Betto, tan fundacional como esencial, alude a los riesgos de la desestatización y del mercado si se prescinde de la conciencia y la diakonía; Néstor Napal, al papel de la Educación Popular en el empoderamiento de nuevos actores sociales comunitarios convocados por el Centro, Klaudia Korol, a las conexiones del CMLK con nuestra América, que en Cuba describen una línea discontinua más allá de la encomiable labor de la propia Casa y de los Festivales de Cine y que el Centro ha sabido mantener contra viento y marea; y Mavis Anderson valora la labor de la solidaridad con delegaciones norteamericanas y reitera la importancia del discurso razonado y de la inteligencia por la vía del compromiso y la crítica; b) el segundo lo conforman las entrevistas con los propios protagonistas y fundadores del CMMLK. Aquí subrayo, por los elementos específicos que aportan, la de Raúl Suárez, en la que valora la labor del Luther King más allá de todo paternalismo, autoritarismo y asistencialismo, tres nociones que han lastrado determinados empeños al reingresar por la ventana lo que se había botado por la puerta; la de Joel, porque que revela una arista no suficientemente divulgada acerca de las relaciones del Centro con la Nueva Trova; la de Esther sobre la colaboración internacional, en particular con Canadá, en la cual resulta inevitable recordar, como ella lo hace con entera justicia, a Marta y Minor Sinclair, quienes estuvieron con nosotros a pie y juntillas en los momentos más álgidos de la crisis; y la de Rubén Rodríguez, sin discusión uno de los personajes más sobresalientes y empáticos de la COEBAC, en la que emprende un balance de las contradicciones típicas de un momento convulso de nuestra historia para el que ni las iglesias ni la Revolución estaban, como se ha dicho, suficientemente preparados.
Pero esta dimensión, de suyo importante, viene acompañada por otros textos donde se apela de otra manera al ejercicio de pensar, reunidos bajo el rótulo de Colaboradores. De los cuatro trabajos colocados en esta zona —todos indudablemente bien pensados, estructurados, interesantes y originales—, quiero destacar los dos dedicados a temas africanos, un hecho que no deja de llamar la atención tratándose de un número-aniversario. Y creo que esto ocurre porque quieren dar continuidad a la labor previa de Caminos al abordar cuestiones como las teologías negras. Se trata de una respuesta ante un hecho lamentable que vivenciamos en Cuba hoy: la disminución/ escasa socialización de la producción sobre el llamado continente negro, sobre todo si la compramos con la de los años setenta y ochenta (se ha perdido incluso un Centro que en su momento llegó a llenar un vacío, y su biblioteca se ha confinado a las oscuras manos del olvido). Y a juzgar por lo que hoy se divulga o difunde, los estudios sobre las religiones en África tampoco dejan de estar contra la pared. Con las excepciones de rigor, conocemos bastante poco sobre el tema, lo cual marca un evidente defasaje con el saber y la producción académica de otros escenarios regionales, donde existen áreas docentes, departamentos, centros de investigación y publicaciones especializadas en las religiones que, a diferencia de lo que suele asumirse a menudo, no se agotan en el pasado e incluyen por consiguiente la coexistencia/dinámica con el impacto occidental, ese que arranca en los primeros misioneros occidentales y llega hasta la eclosión de formas sui generis del fundamentalismo y el carismatismo, marcados por la impronta norteamericana y por la acción de megaiglesias y medios difusivos tipo el Club de los 700, del telepredicador Pat Robertson y en general de la nueva derecha religiosa.
En el primero, Adrián De Souza Hernández aborda la homosexualidad en Ifá y en la santería, un problema no privativo de su objeto, toda vez que atraviesa a otras expresiones de nuestra cultura religiosa. Isla no significa aislamiento, y la globalización no es ni única ni exclusivamente un fenómeno económico. Cuba no es una campana de cristal, ni se agota en esas imágenes al uso de almendrones y sonoridades “autóctonas” que parecen inscritas en piedra en el imaginario vulgar fuera del país. Y no es un hecho de poca monta estudiarlo como él lo hace, es decir, caminando por los filos de la navaja sin partidarismos a priori, y sin atrincheramientos, sino a partir de la mente abierta y la asepsia del conocimiento, en el mejor sentido del término.
David González, por su parte, emprende una discusión sobre el panafricanismo que recomiendo enfáticamente, no sólo por la abundante información sobre un tema no muy manejado en la isla, sino también por sus implicaciones desde lo histórico. Y sobre todo porque fundamenta un nivel de diversidad interna que puede resultar sorpresivo, pues como toda construcción, el panafricanismo no es idéntico a sí mismo. En ejercicio de síntesis, logra repasar el pensamiento de varios de sus principales exponentes y propone una tipologización trascendiendo los orígenes nacionales respectivos. Y lo hace con una economía de medios a la que sólo llegan los que han estado en el ojo del ciclón.
Para regocijo de sus seguidores, que no son pocos, la revista Caminos está en su mejor momento, y como todo el Centro en proceso permanente de renovación y cambio, capaz de combinar la experiencia de los que llegaron antes y el ímpetu renovador de los que vinieron después, dos categorías morfológicas unificadas por la vocación y el espíritu de acompañar y servir. Sin ello, no hay continuidad posible porque es parte de la vida. Alguien lo escribió dentro del número, y lo quiero parafrasear: que cambiando no cambie, en la esencia de seguir siendo lo que hasta ahora ha sido. No desmiento entonces al viejo Gardel, sino en todo caso lo corrijo y amplío: veinticinco años —que es como decir un cuarto de siglo—no son nada si se trabaja con un pie puesto en la realidad y otro en el horizonte, aceptando desafíos después de identificarlos claramente. De eso se trata, en definitiva: de caminar, una palabra clave para entender a un Centro, una revista y una editorial que, para decirlo en los códigos generacionales del entrañable Fernando Martínez Heredia, han sabido pasar su propia marcha de los 72 kilómetros.

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