El hecho reviste trascendencia histórica, pues dota a las naciones situadas al sur del río Bravo de un mecanismo equitativo de cooperación, integración, resolución de conflictos y atención de problemas comunes, tareas que la Organización de Estados Americanos (OEA) no ha podido cumplir por una razón fundamental: su supeditación a los designios del Departamento de Estado de Estados Unidos y la asimetría inherente a un foro en el que coexisten el poder hegemónico estadunidense con naciones latinoamericanas que, a lo largo de su historia, han sido víctimas de toda suerte de agresiones, presiones, chantajes e injerencias políticas, económicas, militares y diplomáticas de la superpotencia.
Además de ser muestra fehaciente de la proyección neocolonial de Washington en la región –o quizás precisamente por ello–, en los últimos años la OEA ha mostrado su inoperancia para contribuir al desarrollo económico, el fortalecimiento de la soberanía y la democratización de nuestros países. Un ejemplo relativamente reciente de ello es la incapacidad de esa organización para contrarrestar el golpe de Estado que tuvo lugar en Honduras a mediados del año antepasado, que se saldó en la elección de un nuevo régimen cuestionado en su legitimidad.
En contraste con esa historia de sometimiento e injerencismo, las naciones de América Latina han ido forjando por su cuenta diversas instancias multilaterales en el ámbito de la cooperación económica –la Comunidad del Caribe, el Mercosur, la Comunidad Andina, el Sistema de la Integración Centroamericana–, y en el de la gestión política y diplomática, como se demuestra con la constitución de parlamentos regionales (el Andino, el Centroamericano, el Latinoamericano), y de mecanismos de resolución de conflictos, como el Grupo Contadora y su sucesor, el Grupo de Río. El surgimiento de la Celac no es, pues, el resultado de un espíritu momentáneo, sino de un proceso de largo aliento por lograr un espacio de deliberación regional que esté mucho más cercano al principio de equidad y de democracia entre las naciones del subcontinente.
Por esas razones, aunque de momento los representantes de los 33 países que conforman el nuevo organismo no se plantean que éste sustituya a la organización hemisférica, es posible y deseable que, en la medida en que tenga éxito, la Celac termine desplazando a la entidad que encabeza José Miguel Insulza. Por lo pronto, los jefes de Estado congregados ayer y anteayer en Caracas han empezado a dar algunos pasos simbólicos en sentido contrario a la orientación histórica de la OEA, como la decisión de celebrar la cumbre de la Celac de 2014 en Cuba, nación injustamente excluida de la entidad hemisférica entre 1962 y 2009.
Desde luego, el camino es largo y es previsible que la naciente comunidad enfrente retos endógenos y exógenos importantes. Dentro de los primeros ha de destacarse la división política que enfrenta la región, la cual se expresa en gobiernos tan disímiles como los que encabezan, por ejemplo, el venezolano Hugo Chávez y colombiano el Juan Manuel Santos, y que se ha agravado por los recientes giros a la derecha en Chile, Panamá, Honduras y Guatemala. A nadie es ajeno que tales diferencias se han expresado, en más de una ocasión, en disensos y confrontaciones directas entre los distintos jefes de Estado y de gobierno en la región, y es posible que ese factor gravite en forma negativa en el proceso de toma de decisiones dentro del nuevo organismo. Mucho más graves, en todo caso, son los previsibles intentos de la diplomacia estadunidense –a juzgar por los antecedentes históricos– de desvirtuar, descalificar y aun torpedear la naciente organización. Cabe esperar que los gobiernos de la región tengan la capacidad, la voluntad y la inteligencia necesarias para sortear esas dificultades y consolidar el mecanismo, porque si algo cabe lamentar de la cumbre inaugural de la Celac es que no haya tenido lugar desde hace años.