La casualidad o el destino me llevó a participar de una experiencia renovadora. La invitación llegó de un hermano, uno de esos a los que no puedes faltarle, en los que debes confiar porque el ejercicio de su amistad es fiel e incuestionable.
En la mañana del 31 de julio, con resplandor y desvelo, me uní a un grupo heterogéneo; ellos, con visible ventaja sobre mí, estaban conscientes de a dónde iban y sobre qué querían discutir. Soy un novato en estas prácticas, y un nombre como el de Escuela de Formación Política Hugo Chávez me anunció un ejercicio demasiado solemne, cargado de consignas huecas e imposición de ideas, entorno del que estoy saturado hace tiempo ya. La predisposición viene de conocer leyendas donde un grupo de personas que se hacen llamar Comité Organizador asignan La Verdad (su verdad) a los “infelices participantes necesitados de instrucción”.
Llevaba puesto mi cascarón de vidrio, con el que puedo observar y completar un juicio sin verme amenazado por técnicas autoritarias. Pero ese cristal fue vulnerable y a las pocas horas, cuando apenas conocía el nombre de todos, ya era un hombre desnudo, con el alma lavada, tendida, vuelta a poner y a quitar, y otra vez enjuagada y tejida con la de otros.
La Escuela en sí misma es un ejercicio de participación, de respeto, de emancipación y diálogo. El espacio donde no solo se discute un proyecto de sociedad, sino también donde se practica; porque la utopía es posible cuando deja de entenderse como tal, cuando el sujeto que dice “viva la revolución”, actúa como un revolucionario; cuando el líder que dice “¡esta construcción es de todos!”, abandona la necesidad de ser regente sin atisbo de impotencia. Y es que ser consecuente es la mayor virtud de un ser humano, y si en algo hemos fallado durante tantos siglos de historia es en eso.
No fuimos a este lugar a mentirnos, a predicar ideas para que otros alabaran nuestra ilustración, no soñamos la unanimidad sino el consenso; no cargamos con un lema, lo construimos juntos; hablamos de conciencia, y la ejercimos; hablamos de autocrítica, y la ejercimos; hablamos de valores, y los ejercimos; hablamos de relaciones sociales, y las ejercimos; hablamos del respeto a la diversidad, y lo ejercimos. Hablamos de dinamizar y crear estructuras, y la Escuela no fue estática en su construcción.
En algún momento de la semana pensé que llevaba años allí, que la educadora popular era mi madre; el joven irreverente de al lado, mi hermano menor; la alemana rubia, del Movimiento Sin Tierras de Brasil; la chilena, cubana; todos como una familia, una de verdad.
Qué sueño profundo el de una sociedad donde estemos comprometidos con la tierra, con los recursos materiales, donde nuestra costumbre sea la de pensarnos en la posición del otro y juzgar de cada quien su utilidad.
En realidad, y ahora lo entiendo, ninguno de los participantes de esta Escuela fuimos conscientes del fin. Salimos hombres y mujeres nuevos, cada quien con sus particularidades. Por eso confío en este amigo, nunca me llama a una aventura condenada al fracaso, le agradezco haberme invitado a nacer junto a otros seres humanos, que merecen desde ya mi afecto.
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