“Si una nación espera ser ignorante y libre, en un estado de civilización, espera lo que nunca fue y nunca será.”— Thomas Jefferson
¿Cuán estúpidos somos? Bastante estúpidos, al parecer, si vemos titulares como: “Simpson, Sí – Primera Enmienda ‘¡Ouh!’ establece estudio” (Associated Press 1.3.2006).
“Aproximadamente uno de cada cuatro estadounidenses es capaz de nombrar más de una de las cinco libertades garantizadas por la Primera Enmienda (libertad de expresión, religión, prensa, reunión y petición de compensación por agravio). Pero más de la mitad de los estadounidenses puede nombrar a por lo menos dos miembros de la familia ficticia de la historieta ilustrada, según un estudio.
El estudio del nuevo McCormick Tribune Freedom Museum estableció que un 22% de los estadounidenses puede nombrar a todos los cinco miembros de la familia Simpson, en comparación con sólo 1 de cada mil que puede nombrar todas las cinco libertades de la Primera Enmienda.”
Pero ¿qué significa exactamente si se dice que los votantes estadounidenses son estúpidos? Desgraciadamente no existe consenso al respecto. Como el juez de la Corte Suprema, Potter Stewart, quien confesó que no sabía como definir pornografía, tendemos a simplemente alzar las manos en frustración y a decir: Lo sabemos cuando lo vemos. Pero a menos que intentemos algún tipo de definición, corremos el riesgo de ser incoherentes, condenando desde el principio nuestra investigación de la estupidez. La estupidez no puede significar, como diría Humpty Dumpty, que significa cualquier cosa que digamos.
Me parece que cinco características definidoras de la estupidez son fácilmente obvias. La primera es pura ignorancia: Ignorancia de hechos críticos sobre eventos importantes en las noticias, e ignorancia sobre como funciona nuestro gobierno y quién está a cargo. La segunda es negligencia: La aversión a buscar fuentes fiables de información sobre importantes acontecimientos en las noticias. La tercera es tener cabeza hueca, como la definiera la historiadora Barbara Tuchman: La inclinación a creer lo que queremos creer, a pesar de los hechos. La cuarta es la miopía: El apoyo a políticas públicas que son mutuamente contradictorias, o contrarias a los intereses a largo plazo del país. La quinta, y última, es una categoría amplia que yo llamaría cabeza de chorlito, a falta de un nombre mejor: La susceptibilidad a utilizar frases vacías, estereotipos, prejuicios irracionales, y diagnosis y soluciones simplistas que abusan de nuestras esperanzas y temores.
Ignorancia estadounidense
Para tomar la primera de nuestras definiciones de estupidez, ¿cuán ignorantes somos? Pregúntale a los politólogos y te dirán que existe una irrecusable evidencia dura que apunta incontrovertiblemente a la conclusión de que millones están vergonzosamente mal informados y que no les importa que lo estén. Hay suficiente evidencia de que casi se podría concluir – aunque de buen grado acepto que es ir un poco lejos – que vivimos en una Era de Ignorancia.
¿Sorprendido? Supongo que la mayoría lo estaría. La impresión general parece ser que vivimos en una era en la que la gente está particularmente informada. Muchos estudiantes me dicen que son la generación más informada de la historia.
¿Por qué estamos tan engañados? El error puede ser rastreado a nuestra confusión entre un acceso sin precedentes a la información con su verdadero consumo. Nuestro acceso es ciertamente fenomenal. George Washington tuvo que esperar dos semanas para descubrir que había sido elegido presidente de EE.UU. Es el tiempo que duró para que la noticia viajara desde Nueva York, donde se contaban los votos en el Colegio Electoral, hasta su casa en Mount Vernon, Virginia. Los estadounidenses que vivían en las regiones del interior tuvieron que esperar aún más, algunos hasta dos meses.
Ahora vemos en tiempo real acontecimientos que ocurren al otro lado del mundo. No es sorprendente, por lo tanto, que los estudiantes alardeen de sus conocimientos. A diferencia de sus padres, que se veían obligados a basarse sobre todo en periódicos y las noticias en las radios para descubrir lo que sucedía en el mundo, ellos pueden sintonizar CNN y Fox o consultar Internet.
Pero en los hechos, sólo un pequeño porcentaje de gente aprovecha los grandes recursos nuevos que tiene a su disposición. En 2005, el Centro de Investigación Pew examinó los nuevos hábitos de unos 3.000 estadounidenses de 18 años y más. Los investigadores descubrieron que un 59% recibe regularmente por lo menos algunas noticias de la televisión local, un 47% de los espectáculos noticiosos de la televisión nacional, y sólo un 23% de Internet.
La evidencia anecdótica sugirió durante años que los estadounidenses no estaban particularmente bien informados. Como observaron hace tiempo visitantes extranjeros, los estadounidenses son extremadamente inferiores a los europeos en su conocimiento de la geografía del mundo. (El chiste viejo es que “La guerra es como Dios enseña geografía a los estadounidenses.”) Pero nunca quedó claro hasta el período de posguerra lo ignorantes que son los estadounidenses. Porque fue sólo entonces cuando los sociólogos comenzaron a medir de manera sistemática lo que estos saben realmente. Los resultados fueron devastadores.
Los estudios más exhaustivos, los Estudios Nacionales Electorales (NES), fueron realizados por la Universidad de Michigan desde fines de los años cuarenta. Lo que mostraron esos estudios fue que los estadounidenses caen en tres categorías respecto a su conocimiento político. Un ínfimo porcentaje sabe mucho sobre política, hasta entre un 50 y un 60% sabe suficiente como para responder a preguntas muy simples, y el resto no sabe casi nada.
Contrariamente a lo que se esperaba, en muchos sentidos los estudios mostraron que el nivel de ignorancia permanece constante con el pasar del tiempo. En los años noventa, los politólogos Michael X. Delli Carpini y Scott Keeter concluyeron que había poca diferencia, desde el punto de vista estadístico, entre los conocimientos de los padres de la Generación Silenciosa de los años cincuenta, los padres de niños nacidos durante el boom de la natalidad de los años sesenta, y los padres estadounidenses de la actualidad. (Según algunas mediciones, los estadounidenses son más necios actualmente que sus padres de hace una generación.)
Algunas de las cifras son difíciles de comprender en un país en el que por lo menos desde hace un siglo la ley exige que todos los niños asistan a la escuela primaria o sean educados en casa. Incluso si la gente no sigue de cerca las noticias, se esperaría que fueran capaces de responder preguntas cívicas básicas, pero sólo lo puede hacer una pequeña minoría.
En 1986, sólo un 30% sabía que Roe contra Wade fue la decisión de la Corte Suprema que legalizó el aborto más de una década antes. En 1991, se preguntó a los estadounidenses cuánto duraba el mandato de un senador de EE.UU. Sólo un 25% respondió correctamente seis años. ¿Cuántos senadores hay? Un sondeo de hace unos pocos años estableció que sólo un 20% sabe que hay 100 senadores, aunque la cifra se ha mantenido constante durante el último medio siglo (y es fácil de recordar). Es alentador que actualmente llegue a un 40% la cantidad de estadounidenses capaz de identificar y nombrar correctamente los tres poderes del gobierno.
Sondeos realizados durante las últimas tres décadas para medir el conocimiento de la historia de los estadounidenses muestran resultados igualmente devastadores. ¿Qué pasó en 1066? Sólo un 10% sabe que es la fecha de la Conquista Normanda de Inglaterra. ¿Quién dijo que “Se tiene que crear un mundo seguro para la democracia”? Sólo un 14% sabe que fue Woodrow Wilson. ¿Qué país lanzó la bomba atómica? Sólo un 49% sabe que fue su propio país. ¿Quién fue el mejor presidente de EE.UU.? Según un sondeo Gallup en 2005, una respuesta mayoritaria fue que fue un presidente del último medio siglo: un 20% dijo Reagan, un 15% Bill Clinton, un 12% John Kennedy, un 5% George W. Bush. Solo un 14% escogió a Lincoln y solo un 5% a Washington.
¿Y el peor presidente? Durante años, los estadounidenses incluyeron en la lista a Herbert Hoover. Pero ya no. La mayoría actual ni sabe quien fue Herbert Hoover, según el Estudio Nacional Annenberg en 2004 de la Universidad de Pensilvania. Sólo un 43% pudo identificarlo correctamente.
Las únicas preguntas de historia que la mayoría de los estadounidenses responde correctamente son las más elementales. ¿Qué pasó en Pearl Harbor? Una gran mayoría lo sabe: un 84%. ¿Qué fue el Holocausto? Casi un 70% sabe. (¿Treinta por ciento no lo sabe?) Pero en cierto es una especie de choque que, en 1983, sólo un 81% haya sabido quien fue Lee Harvey Oswald y que, en 1985, sólo un 81% haya podido identificar a Martin Luther King, Jr.
Lo que no saben los votantes
No podemos estar seguros de quienes fueron esas pobres almas que no supieron quien fue Martin Luther King. La investigación sugiere que probablemente fueron pobres (los pobres tienden a saber menos en conjunto sobre política e historia que otros) o simplemente carecían de instrucción, categorías que usualmente se sobreponen. Pero incluso estadounidenses de clase media que asisten a la universidad muestran una profunda ignorancia. Un informe de 2007 publicado por el Intercollegiate Studies Institute estableció que en promedio 14.000 estudiantes universitarios seleccionados al azar en 50 universidades de todo el país sacaron bajo 55 (de 100) en una prueba que medía su conocimiento de educación cívica estadounidense básica. Menos de la mitad sabía que Yorktown fue la última batalla de la Revolución Estadounidense. Sorprendentemente, los estudiantes de último año a menudo obtuvieron peores resultados que los novicios. (La explicación fue aparentemente que numerosos estudiantes en su último año habían olvidado lo que aprendieron en sus estudios secundarios.)
Los optimistas resaltan estudios que indican que aproximadamente la mitad del país puede describir algunas diferencias entre los partidos republicano y demócrata. Pero si no conocen las diferencias entre liberales y conservadores, como indican los estudios, ¿cómo pueden posiblemente decir de alguna manera con sentido la diferencia entre los dos partidos? Y si no lo saben, ¿cuántas otras cosas ignoran?
Resulta que son muchas. A pesar de que están inundados de noticias, los estadounidenses generalmente no parecen absorber lo que leen, escuchan y miran. Los estadounidenses ni siquiera pueden nombrar a los dirigentes de su propio gobierno. Sandra Day O’Connor fue la primera mujer nombrada a la Corte Suprema de EE.UU. Menos de la mitad de los estadounidenses pudo mencionar su nombre durante la duración de todo su ejercicio. William Rehnquist fue presidente de la Corte Suprema. Sólo un 40% de los estadounidenses supo alguna vez su nombre (y sólo un 30% pudo decir que era conservador). Respecto a la Primera Guerra del Golfo, sólo un 15% pudo identificar a Colin Powell, jefe en aquel entonces del Estado Mayor Conjunto, o a Dick Cheney, el Secretario de Defensa. En 2007, en el quinto año de la Guerra de Iraq, sólo un 21% pudo nombrar al Secretario de Defensa, Robert Gates. La mayoría de los estadounidenses no puede identificar a su propio representante en el Congreso o a sus senadores.
Si el problema fuera simplemente que los estadounidenses no recuerdan nombres, no tendríamos que preocuparnos demasiado. Pero tampoco entienden el funcionamiento del gobierno. Sólo un 34% sabe que es el Congreso el que declara la guerra (lo que explica por qué los presidentes nos llevan a guerras sin declaraciones explícitas de guerra del poder legislativo). Sólo un 35% sabe que el Congreso puede pasar por sobre un veto presidencial. Cerca de un 49% piensa que el presidente puede suspender la Constitución. Cerca de un 60% cree que este último puede nombrar jueces a los tribunales federales sin la aprobación del Senado. Cerca de un 45% cree que el discurso revolucionario es punible por la Constitución.
Sobre la base de su método exhaustivo, Delli Carpini y Keeter concluyeron que sólo un 5% de los estadounidenses podía responder correctamente a tres cuartos de las preguntas formuladas sobre economía, a sólo un 11% de las preguntas sobre temas interiores, a un 14% de las preguntas sobre asuntos exteriores, y a un 10% de las preguntas sobre geografía. ¿La mejor puntuación? Más estadounidenses conocían las respuestas correctas sobre historia que sobre cualquier otro tema (lo que será un sorpresa para muchos profesores de historia). Pero, sólo un 25% sabía las respuestas correctas a tres cuartos de las preguntas de historia, que eran rudimentarias.
En 2003, la Grupo de Tareas Estratégico sobre Educación en el Exterior investigó el conocimiento de los estadounidenses sobre asuntos internacionales. El grupo de tareas concluyó: “La ignorancia de EE.UU. sobre el mundo exterior” es tan grande como para constituir una amenaza para la seguridad nacional.
Jóvenes, ignorantes – y votantes
Uno podría pensar que por lo menos, no nos estamos volviendo más cretinos. Pero según ciertos criterios corresponde a la verdad. Los jóvenes saben menos hoy, según numerosos criterios, que los jóvenes de hace cuarenta años. Y su actitud hacia las noticias es peor. La lectura de los periódicos se acabó en los años sesenta junto con el Hula Hoop. Sólo un 20% de los jóvenes estadounidenses entre 18 y 34 años leen un periódico diario. Y no es una exageración. No hay modo de saber qué parte del periódico están leyendo. Es más posible que incluya las historietas y una rápida mirada a la primera plana que historias densas sobre Somalia o el presupuesto.
Tampoco miran los programas noticiosos por cable. La edad promedio del público de CNN es sesenta. Y seguramente no ven las noticias por la televisión en cadena, que atraen sobre todo a la generación ‘senil’- Tampoco utilizan Internet en grandes cantidades para navegar buscando noticias. Sólo un 11% dice que pulsan regularmente en páginas de noticias en la Red. (Sí, muchos jóvenes ven “The Daily Show” [Programa de parodia de noticias, N. del T.] de Jon Stewart. Un estudio en 2007 de Pew Research Center estableció que un 54% de los espectadores de The Daily Show corresponden a la categoría de ‘altos conocimientos’ de las noticias – aproximadamente como los televidentes de O’Reilly Factor en Fox News.)
En comparación con los estadounidenses en general – y no es gran cosa, considerando su bajo nivel de interés en las noticias – los jóvenes son los menos informados en cualquier grupo de edad, con la posible excepción de los que están confinados en casas de reposo. En los hechos, los jóvenes son tan indiferentes a los periódicos que por sí solos son responsables por los porcentajes deprimentes de lectura que son divulgados.
En generaciones anteriores – en los años cincuenta, por ejemplo – los jóvenes leían periódicos y digerían las noticias en porcentajes similares a los de la población en general. Nada indica que la actual generación de jóvenes vaya a comenzar repentinamente a prestar atención a las noticias cuando cumplan 35 o 40 años. Por cierto, medio siglo de estudios sugiere que la mayor parte de la gente que no adquiere el hábito de informarse a los veintitantos años probablemente jamás lo haga.
Los jóvenes de hoy en día consideran que las noticias son irrelevantes. Aburridos por la política, los estudiantes eluden los rituales de la vida cívica, votando en cantidades inferiores a las de otros estadounidenses (aunque en los sondeos recientes se vio un pequeño aumento en la participación cívica). Datos del censo de EE.UU. indican que los votantes entre 18 y 24 participan en pequeñas cantidades. En 1972, cuando los de 18 años obtuvieron derecho a voto, un 52% depositó votos. En los años siguientes, muchos menos votaron: en 1988, un 40%; en 1992, un 50%; en 1995, un 35%; en 2000, un 36%. En 2004, a pesar del más intenso esfuerzo jamás concentrado en los jóvenes para que fueran a votar, sólo un 47% se tomó la molestia de depositar un voto.
Ya que los jóvenes en su conjunto apenas se interesan por la política, se podría considerar si incluso queremos que voten. Cuando en 2000 se les pidió que identificaran al candidato presidencial que era el principal patrocinador de la Reforma de las Finanzas de la Campaña Electoral – el senador John McCain – sólo un 4% de la gente entre 18 y 24 años pudo hacerlo. Cuando comenzó la temporada de primarias en febrero, menos de la mitad del mismo grupo de edad llegaba a saber que George W. Bush era candidato. Sólo un 12% sabía que McCain también era candidato aunque se decía que era especialmente atractivo para los jóvenes.
Un tema en las noticias de la historia reciente, el 11-S, atrajo el interés de los jóvenes. Un sondeo de Pew a fines de 2001 estableció que un 61% de los estadounidenses adultos bajo la edad de 30 dijo que seguía de cerca la noticia. Pero pocos encontraron algún otro tema apremiante en las noticias de ese año. ¿Ataques con Ántrax? Sólo un 32% lo consideró suficientemente importante como para prestarle atención. ¿La economía? De nuevo, sólo un 32%. ¿La captura de Kabul? Sólo un 20%.
Parecería que en general los jóvenes actuales leen poquísimo. En 2004, la Fundación Nacional por las Artes, consultando una amplia variedad de estudios, incluyendo el Censo de EE.UU., estableció que solo un 43% de los jóvenes entre 18 y 24 lee literatura. En 1982, la cantidad era de un 60%. La mayoría no lee periódicos, ni ficción, poesía o drama. Con la excepción de la posibilidad de que estén leyendo la Biblia u obras de no-ficción, para las que no existen estadísticas sólidas, parecería que esta generación lee menos que cualquiera otra desde que se realizan estadísticas.
Los estudios que demuestran que los jóvenes saben menos actualmente que los jóvenes de hace una generación no reciben mucha publicidad. Se oye hablar de los pasos precursores que los jóvenes emprenden en la política. Títulos de la elección presidencial de 2004 destacaron muchas historias sobre jóvenes que seguían la campaña en blogs, lo que entonces era un fenómeno nuevo. Otras historias se concentraron en la ayuda que jóvenes partidarios dieron a Howard Dean al organizar la recolección de fondos mediante innovadores llamados por Internet.
Otras historias informaron que esos jóvenes estaban estableciendo redes en todo el país a través del sitio en la Red meetup.com. No se habló de que hemos creado una nueva Generación Silenciosa. ¿No lo hemos hecho? Las estadísticas sobre los jóvenes de hoy son bastante claras: Como grupo no votan en grandes cantidades, la mayoría no lee periódicos, y la mayoría no se interesa por las noticias. (Barack Obama inspiró recientemente una mayor participación, pero por el momento es demasiado temprano como para decir si el efecto será duradero.)
¿Los temas? ¿Quién sabe?
Actualmente se gastan millones cada año en el esfuerzo por responder a la pregunta: ¿Qué quieren los votantes? La respuesta honesta sería que a menudo ellos mismos no lo saben en realidad porque no saben lo suficiente como para opinar. Pocos, sin embargo, lo admiten.
En la elección de 2004, uno de los temas candentes fue el matrimonio gay. Pero era difícil medir la opinión pública al respecto. Cuando se les preguntó en un sondeo nacional si apoyaban una enmienda constitucional que permitiera sólo matrimonios entre un hombre y una mujer, una mayoría dijo que sí. Pero tres preguntas después una mayoría también estuvo de acuerdo en que “la definición del matrimonio no era un tema suficientemente importante como para cambiar la Constitución.” El New York Times resumió sardónicamente los resultados: Los estadounidenses están claramente a favor de enmendar la Constitución, pero no de cambiarla.
¿Importa si la gente es ignorante? Hay muchos temas sobre los que el votante no necesita saber nada. El ciudadano conciente no tiene la obligación de abrirse camino a través del presupuesto federal, por ejemplo. Se sospecha que entre los políticos no hay muchos que se molesten por hacerlo. Tampoco tienen los votantes la obligación de leer las leyes aprobadas en su nombre. Esperamos que los miembros del Congreso lean las leyes sobre las cuales tienen que votar, pero sabemos por experiencia propia que a menudo no lo hacen, por no haberse tomado el tiempo para hacerlo o porque sus dirigentes no les dieron la oportunidad de hacerlo, ya que por un motivo u otro a menudo las hacen aprobar a todo correr.
En todo caso, la lectura del texto de las leyes a menudo no sirve para gran cosa. Los responsables a cargo de su redacción incluyen a menudo provisiones que sólo un detective podría desenmarañar. El código tributario está repleto de cláusulas como la siguiente: El Congreso aprueba por la presente ley X dólares para la compra de 500 adminículos que miden 7,6 centímetros por 10,2 centímetros por 5 centímetros de cualquier compañía creada el 20 de octubre de 1965 en Cualquier Ciudad de EE.UU. situada en la manzana 10 del 3er distrito.
Desde luego, solo hay una compañía que corresponda a esta descripción. Al investigar resulta que el dueño es el mayor donante del jefe del comité de redacción. Es más de lo que cualesquiera ciudadanos pudieran adivinar por su propia cuenta. No es esencial que el votante sepa todas las maneras posibles mediante las cuales se manipula el código tributario para beneficiar intereses especiales. Todo lo que se requiere es que el votante sepa que es probablemente común que se amañe el código impositivo a favor de ciertos intereses. Los medios de información son perfectamente capaces de transmitir este mensaje. Los votantes son perfectamente capaces de asimilarlo. Armado con este conocimiento, el votante sabe que tiene que tener cuidado con afirmaciones de que el código tributario trata equitativamente a todos y a cada uno.
Hay, sin embargo, innumerables temas respecto a los cuales no basta un conocimiento general. En esos casos, la ignorancia de los detalles es peor que un problema menor. Una ignorancia abrumadora de la Seguridad Social, para tomar un ejemplo, ha hecho que los estadounidenses sean incapaces de ver como se ha gastado su dinero, si el sistema es viable, y qué medidas son necesarias para reforzarlo.
¿Cuántos saben que el sistema muestra un superávit? ¿Y que ese superávit – unos 150.000 millones de dólares al año – es en realidad bastante sustancioso, incluso según los estándares de Washington? ¿Y cuántos saben que el sistema ha tenido un superávit desde 1983?
Pocos, desde luego. La ignorancia de los hechos ha llevado a un debate fundamentalmente deshonesto sobre la Seguridad Social.
Durante todos los años en los que se acumularon superávit, los demócratas en el Congreso pretendieron que el dinero estaba para que ellos lo gastaran, como si fuera lo mismo que todos los otros dineros públicos recolectados por el gobierno. Y lo gastaron, cada vez que tuvieron la oportunidad, sin el menor indicio de que tal vez estuvieran desembolsando fondos que realmente debían ser mantenidos en reserva para uso ulterior. (Los impuestos de la Seguridad Social habían sido expresamente aumentados en 1983 para acrecentar los fondos del sistema cuando lo amenazaba la bancarrota.)
Recién se les ocurrió repentinamente que el dinero debía ser ahorrado, cuando el resto del presupuesto estuvo en superávit (en 1999). Y parece que el único motivo por el que se sintieron obligados en ese momento a reconocer que el dinero se necesitaba para la Seguridad Social fue porque querían mitigar el llamado de los republicanos a favor de reducciones de los impuestos. El superávit de la Seguridad Social no podía ser utilizado tanto para los grandes recortes impositivos que querían los republicanos como para las futuras prestaciones de jubilación de los ya mayores, nacidos en el ‘Boom’ de la natalidad.
También los republicanos han una melifluidad repugnante. Mientras afirmaban que se preocupan terriblemente por la Seguridad, gastaban irresponsablemente los superávit del sistema en un recorte tributario tras el otro. Primero, Reagan utilizó el superávit para ocultar el impacto de sus reducciones de impuestos y luego George W. Bush lo usó para ocultar el impacto de los suyos. Ninguno reconoció alguna vez que sólo el superávit de las cuentas de la Seguridad Social logró que llegara a parecer plausible que recortaran impuestos.
Por ejemplo, esas reducciones de impuestos de Bush. Bush afirmó que los recortes fueran posibilitados por varios años de superávit pasados y por la perspectiva de aún más años de superávit. Pero si se substraen del presupuesto federal los fondos sobrantes generados por la Seguridad Social, el gobierno sólo tuvo un superávit durante dos años en los que la deuda nacional fue disminuyendo, 1999 y 2000.
En los demás años, 1998 y 2001, en los que el gobierno tuvo un superávit fue gracias a la Seguridad Social, y sólo gracias a la Seguridad Social. Es decir, los superávit putativos de 1998 y 2001, que fueron citados por el presidente Bush en defensa de sus reducciones de impuestos, fueron en realidad pura ficción. Sin la Seguridad Social el gobierno habría estado endeudado esos dos años. Y sin embargo, en 2001, el presidente Bush dijo al país que las reducciones de impuestos no sólo eran necesarias, eran abordables debido a nuestros espléndidos superávit.
Actualmente, los conservadores argumentan que el Fondo de Fideicomiso del Seguro Social es una ficción. Tienen razón. El dinero fue gastado. Ellos ayudaron a gastarlo.
Respecto a este debate sobre la Seguridad Social – que, una vez que uno comprende lo que ha estado sucediendo, es realmente bastante cautivante – el público ha sido en gran parte un espectador indiferente. Un sorprendente estudio de Pew en 2001 estableció que sólo un 19% de los estadounidenses comprende que EE.UU. tuvo alguna vez un superávit, definido como sea, en los años noventa o dos mil. Y sólo un 50% de los estadounidenses, según un estudio de Annenberg en 2004, comprende que el presidente Bush está a favor de privatizar la Seguridad Social. Los sondeos indican que la gente teme que el sistema vaya a quebrar, sin duda gracias en parte a los pronósticos pesimistas de Bush- Pero no tiene la menor idea de lo que significa quebrar. Y, de hecho, el sistema ha seguido funcionando sin cambios fundamentales simplemente mediante el aumento del tope del ingreso tributable y la extensión de la edad de jubilación por unos pocos años.
¿Cuánta ignorancia puede aguantar un país? Tiene que haber consecuencias terribles cuando llega a un cierto nivel. ¿Pero qué nivel? ¿Y exactamente con qué consecuencias? Es imposible conocer las respuestas a estas preguntas. ¿Pero cabe alguna duda de que si persistimos en el camino por el que vamos, llegará el día, tal vez no demasiado distante, en el que tengamos que enfrentar las respuestas?
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Rick Shenkman, periodista investigativo del New York Times galardonado con el Emmy, autor de éxitos de ventas, y profesor asociado de historia de la Universidad George Mason, es fundador y editor de History News Network, un sitio en la Red que presenta artículos de historiadores sobre acontecimientos actuales. Este ensayo ha sido adaptado del capítulo dos de su nuevo libro: “Just How Stupid Are We? Facing the Truth about the American Voter” (Basic Books, 2008). Sus observaciones sobre la elección de 2008 pueden ser vistas en su blog: “How Stupid?”