Las tragedias tienen la dimensión de la atención mediática que atraen. A eso nos estamos acostumbrando. Y me temo que con Haití puede suceder lo mismo. Llevamos poco más de una semana del seísmo devastador, de sus casi incontables réplicas, y pareciera que ya lo vimos todo. ¿La historia dará para más? ¿Las audiencias mantendrán el interés o muy pronto vendrá otra tragedia espectacular que vuelva hacia sí la mirada de todos y relegue a Haití a donde estuvo antes del infausto 12 de enero: en la nada informativa? Porque hay que reconocerlo: en el radar de casi nadie estaba Haití, a pesar de todo. Y también por ello duele tanto. No estoy siendo cínica, sólo precavida.
El despliegue de los medios de comunicación internacionales ha sido extraordinario. Decenas de periodistas estadounidenses, mexicanos, españoles, canadienses, británicos, venezolanos… habrán descubierto, seguro, la existencia profunda de esa mitad de isla cuyo devenir nos sacude recurrentemente. Con el entusiasmo propio de ser testigos de una parte importante de la Historia, así, con mayúscula, muchos reporteros y presentadores se lanzaron a una aventura compleja, incierta y peligrosa Llegaron entonces relatos, imágenes, más relatos, historias de horror, estampas de esperanza, más imágenes, audios. Ha habido momentos afortunados los recuentos de personas rescatadas, episodios lamentables el anuncio en la televisión nacional, por parte del Embajador de México en Haití, de la muerte del funcionario Gerardo Le Chevallier, sin haber informado previamente a la familia y sin tenerlo confirmado, culebrones estelares el enlace en tiempo real del profesor Carlos Peralta Valle, rescatado de entre los escombros, con su señora madre, después nos enteraríamos de que llevaban más de un año sin hablar, pero no importa, la escena sirvió para ilustrar el poder mediático de la reunificación, chovinismos manifiestos -en el tiempo y espacio que todos los medios del mundo le dedicaron a sus connacionales rescatados, porque nada conmueve más que identificar entre las muertes anónimas y los escombros amenazantes, un rostro con el cual se comparte, por lo menos, la procedencia. Estas y otras situaciones se han repetido en cada uno de nuestros países.
Pero lo cierto es que, con todo, el papel de los medios ha sido fundamental para poner a Haití en el escenario, para colarlo en la conversación, para movilizar la ayuda y activar la solidaridad. Las espléndidas crónicas que hemos recibido en radio, televisión, medios impresos y digitales nos han permitido empezar a comprender no sólo la dimensión de la tragedia, sino algo del contexto de la misma. Para quien así lo desee, hay muy buen material circulando por ahí: perfiles, entrevistas, fotografías, ensayos. Pocas han sido las tragedias que han tenido este nivel de exposición mediática e inmediata. El problema es que como audiencias también en ocasiones nos quedamos con la única historia que consumimos, no buscamos, no confrontamos. Quien gusta de ver el mundo unidimensional, nunca lo hará de otra manera.
A una semana del seísmo y sus incontables réplicas, las historias comienzan a ceder espacios. Hoy, ya no copan todos los lugares entre las más leídas o visitadas en los portales de Internet. Las llamadas a emisoras de radio comienzan a reflejar un hartazgo que no es malintencionado, sino resultado casi natural de una saturación informativa que parece no conducir a ningún lado: porque lo que más recibimos son las mismas historias dramáticas, y la redundancia nos lleva a sentir que no es mucho lo que se puede hacer. Un poco como cuando tras el 11 de septiembre, las televisiones repetían una y otra vez el derrumbe de las Torres Gemelas: ¿cuántas Torres se cayeron?, preguntó más de un infante cariacontecido. Las réplicas, la rapiña, los rescates, las muertes (sobre todo los niños muertos), el olor, el hambre…, comienzan a repetirse, y cuando el drama se vuelve cotidiano, deja de serlo.
Mientras escribo, en el portal de uno de los diarios de tirada nacional en México la noticia más leída es que Scarlett Johansson se subasta para ayudar a Haití. Y, sí, con la generosidad de nuestros pueblos y del cuerpo de algunos artistas, la ayuda sigue fluyendo de manera impresionante: los donativos por mensajes enviados a través de telefonía móvil, por ejemplo, superan récords de recaudación. Las embajadas no saben qué hacer con tantas donaciones, las manos se multiplican para ayudar. Pero insisto, ¿cuánto nos puede durar la historia?
Si todo sigue el curso que hemos vivido en otros momentos, pronto los medios de comunicación comenzarán a centrar su atención en otros temas. Una periodista argentina, residente en Venezuela, se quejaba de que en las redes sociales de ese país predominan ya las historias relacionadas con las últimas medidas de Chávez, muy por encima del tema Haití. En México mismo, los medios comienzan a ceder espacio a la interminable lucha contra el narcotráfico, a las próximas elecciones, al inicio de las festividades del Bicentenario, al arranque de la temporada de futbol y a la inminente final del fútbol americano. No hay tragedia que aguante tanto tiempo. A menos que sepamos contarla de otra manera, hacerla importante, sostener su duración.
En una de sus entregas para EL PAÍS, Pablo Ordaz relata cómo fue increpado por un joven haitiano que buscaba cadáveres: “¿De verdad que lo van a contar?”, insiste con una buena ración de escepticismo, “¿o se irán de aquí en cuanto ya tengan suficientes fotos?”. Sabremos mantener el interés en esa nación tan golpeada y tan digna o cerraremos los despachos, volveremos a nuestros asuntos y abriremos la puerta a que en la soledad se desaten las bestias. Ruanda es un claro ejemplo: cuando el interés mermó, comenzaron las muertes. Y no terminaron. La civilización del siglo XXI, tan rápida para reaccionar mediáticamente ante las historias que nos competen, debe encontrar la forma en que el dolor no ceda espacio al siguiente espectáculo. No es tarea sólo de los medios de comunicación, pero ellos sí tienen una responsabilidad adicional al hacer visibles las historias que importan, o que deberían importar.
Llegas, cuentas y te vas. ¿Adiós Haití?
por:Gabriela Warkentin es directora del Departamento de Comunicación de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México